viernes, 30 de julio de 2010

Villa General Belgrano: chocolates, cerveza y remeras nazis

Texto: Silvina Quintans

Estuve en Córdoba durante las vacaciones de invierno. Aquí va la primera de mis contracrónicas.

“No tolero más esta música, ¿no te pasa lo mismo?”, me pregunta la rubia empleada de una chocolatería de Villa General Belgrano. Yo sonrío: al fin alguien más da cuenta del insufrible acordeón, de la voz aflautada del cantante y de la melodía machacona.


Hace rato que camino por la calle principal de “La Villa” –como le dicen sus habitantes- y la música cambia de cuadra en cuadra, pero no abandona ese ritmo reiterativo y saltarín. Ya escuché “La Cucaracha” en alemán, “Barrilito, barrilito” y otras canciones teutonas que fuerzan un clima festivo y artificioso.

La súbita complicidad con la chocolatera me desorienta: la chica tiene marcados rasgos alemanes y debe estar acostumbrada a este ritmo desde la cuna.

- No tolero tanto ruido -dice-, no veo la hora de que terminen las vacaciones de invierno. El resto del año esto es muy tranquilo. Si fuera por mí, pasaría las vacaciones en medio del campo lejos de la gente.

La miro con cierta simpatía, el tonito cordobés en su figura suena bizarro. Algo así como una película mal doblada.

- Yo nací aquí, en La Villa. Trabajo con turistas desde los tres años. Mis abuelos europeos tenían una posada y me hacían atender las mesas.

La música todavía se cuela en el local. La rubia con traje de aldeana atiende a varios turistas a la vez, pero tiene necesidad de hablar. Cuando salen todos me dice:

- Yo nací aquí, de abuelos europeos, y estudié turismo. Pero cuando llega esta época del año quiero irme. A los latinoamericanos les gustan las muchedumbres, eso de juntarse, de estar todos en el mismo lugar. Paso por los restaurantes y … -no puede terminar la frase, se estremece del asco.

Sus abuelos europeos, los latinoamericanos, el tonito cordobés, la música, el traje de aldeana. Compro los chocolates y salgo a la calle. Hace frío, camino y voy comiendo uno amargo con pasas de uva.

Los locales se suceden con sus carteles de madera de formas redondeadas y caprichosas, de esos que también han colonizado los pueblos de la Patagonia. Hay luces por todas partes, tejas a dos aguas, vigas de madera, nombres en alemán: El Viejo Munich, Edelweiss, Alter Zeppelin, Café Rissen, Tante Leny, Blumen.

Hay chocolates, cerveza, pastelería, salchichas, chucrut, kassler, fiambres de todo tipo. Hay jarritos para cerveza, repasadores y remeras con la parejita rubia vestida de aldeana, un clásico kitsch de los años ’70. Por momentos se me ocurre que los alemanes inventaron el kitsch. Hay enanos de jardín, duendes y sombreritos rojos en forma de cono. Más duendes, más jarritos de cerveza, más seres mitológicos de cachetes y barbas, cruza única entre lo bonachón y lo siniestro.

Sigue la música, terminé mi barrita de chocolate, siento que el clima se enrarece. La pretendida liviandad de esta música que pinta a los alemanes como aldeanos regordetes e ingenuos prendidos a su vaso de cerveza, dista de la imagen oscura que me asalta frente a un local llamado Bismarck, donde las remeras con símbolos nazis se despliegan con impunidad en la vidriera. Siento escalofríos: águilas amenazantes, cruces gamadas, dibujos muy parecidos a esvásticas, banderas alemanas cruzadas en ángulos, insignias del Graf Spee, más águilas.

En un costado, un diminuto cartel –como la letra chica de algún contrato- advierte que el local no comparte ideologías autoritarias o fascistas presentes o pasadas y que el material exhibido –a la venta, agrego- es sólo “con fines históricos”. Me acerco para increpar a la empleada, pero dudo que tenga alguna idea de lo que está vendiendo. No tengo bronca, siento dolor, un dolor muy hondo.

Sigo mi camino hacia el auto, las calles se vuelven más oscuras, la música ya no se escucha y el reloj de la plaza marca una hora que ya no existe.