sábado, 31 de diciembre de 2011

Soltar un globo en año nuevo


 
 Texto: Silvina Quintans

No puedo dormir. Es la última noche del año y reviso la computadora en busca de fotos viejas. Mis hijos muy chiquitos: disfraces, globos, casitas, pelotas y un barrilete. Me detengo en esa imagen de una cuerda que se extiende hacia el cielo, en esa forma alada que se achica poco a poco y dibuja un puntito sobre algo inmenso.

La escena del barrilete se parece mucho a una foto en blanco y negro que tengo colgada junto a mi escritorio. Retazos de un instante que aspira a la eternidad. Mamá y la abuela Elisa nos toman de una mano, mientras con la otra, mi hermano y yo sostenemos nuestros globos con forma de conejo. Aunque no se note, recuerdo perfectamente que el mío era azul. Hay sol, contrastes, claroscuros, cierta tensión en los gestos, perfiles fileteados por las sombras.

No voy a olvidar nunca ese instante casi feliz, porque un segundo después lloré desconsoladamente. Fue cuando solté el globo al escuchar el disparo de la cámara. El globo empezó a elevarse como una plegaria interminable, se hizo cada vez más chico y más azul, hasta que se mezcló con el cielo.

La imagen de ese cielo azul devorador de globos me acompaña desde entonces. En eso pienso cuando celebro este año nuevo, en el destino atado de una cuerda; en aquello a lo que nos aferramos, y en aquello que dejamos ir. Si tuviera que formular un deseo, pensaría en soltar el hilo, dejar que el globo se pierda en ese cielo, en el que todo parece posible.


Foto de Alicia Lecce

 



miércoles, 21 de septiembre de 2011

Primavera en Caballito

El estanque

Sofía y Agustín juntan colillas pisoteadas para tirarlas en el estanque. La mamá, rubia, bronceada, anteojos oscuros, más de cuarenta, les advierte que eso está todo sucio, que dejen de juntar cigarrillos chupeteados. Los chicos no la escuchan, mamá se exaspera, el juego avanza por los insondables caminos infantiles. Mamá se enoja y se levanta:

- Si no me hacen caso, me voy, ¿me escucharon? ¡Me voy!.

Empieza a caminar hacia la salida del Parque Rivadavia, mientras los chicos la siguen como dos patitos mojados.

El lugar de los chicos lo ocupa ahora un ruidoso grupo de adolescentes. El estanque estancado es un imán para mojarse las zapatillas y sacarse la foto del Día del Estudiante –o de la Primavera, según quién festeje- junto al chorro que escupe un caño oxidado a modo de géiser.

Alguna vez el estanque fue la vedette del parque; por allí nadaban unos gansos que desaparecieron en el misterio de una noche. Desde entonces, el laguito se fue secando y sólo quedó el chorro, rodeado de un charco más o menos perenne. El agua apenas si llega a los bordes, donde flota un magma indefinido de bolsitas de plástico, vasos descartables, hojas secas y polvo. El panorama poco glamoroso no amedrenta a las adolescentes, que avanzan a los saltos sobre el charco, improvisan pasos de baile, posan con los brazos extendidos.

- Chicos, a ustedes que van a la facultad, que van a la escuela, les pido que me compren un marcador, seguro que les hace falta – encara un adolescente a una parejita que está sentada en el banco de al lado.

La parejita se excusa, entonces el adolescente se me acerca con su bolsita.

- Me llamo Ezequiel, mare, tengo un hijo de tres meses y me gano la vida vendiendo estas cosas. Le pido con todo respeto que me compre algo para llevar comida a casa, mare.

Ezequiel saca un kit de limpieza con trapos, bolsas de residuos y esponjitas. Es evidente que ya no doy el perfil de estudiante. Por despecho, tal vez, termino comprando un marcador indeleble.

- Muchas gracias, mare, que tenga un buen día. Feliz Primavera.

Un vendedor de flores me esquiva, le apunta a la parejita de al lado. Es primavera, pero no todo se empareja. Detrás de una polvareda, adivino un grupo de seis chicos que juega un picado; muy cerca, seis chicas ensayan pulcros pases de volley sobre el césped.

Mantel blanco con cuadros amarillos, otra pareja emprende un módico pic-nic. Comparten helado con dos cucharas, trajeron sus propias flores y visten los colores de la primavera. Ella teje al crochet, él termina el helado. Parecen envueltos en otro tiempo, ajenos al bullicio estudiantil, rodeados de una campana de cristal.

Ezequiel se acerca a la pareja. Él le da la mano, lo escucha con atención, lo invita a la campana invisible y le compra un par de medias.

- Con todo respeto, muchacho, Feliz Primavera, se despide Ezequiel.


El ombú

Camino hacia la música, como una polilla que vuela hacia la luz. En el trayecto cruzo niñeras con cochecitos, cuidadoras con abuelas en silla de ruedas, paseadores de perros fugados del canil: la tercerización de los paseos. Un muchacho revolea una muleta mientras avanza con paso decidido hacia alguna parte. Abundan los cochecitos de mellizos, las mujeres mayores con rosas en la mano, los estudiantes con botellas de gaseosa, las estudiantes con zapatillas blancas y medias rosadas, las pelotas de fútbol, los mantelitos y las guitarras.

El ambiente se tropicaliza junto al ombú que da a la avenida Rivadavia, donde el grupo “Sindicato Quintana” toca temas de Buena Vista Social Club. Una viejita de noventa, pelo blanco, remera floreada y sandalias rojas improvisa pasos de salsa con una joven descalza. Los timbales aprietan, y la viejita responde con movimientos cada vez más rápidos. El ritmo se acelera y un gordito agita las caderas con los pantalones a media asta. El público ovaciona, mientras la viejita vuelve con sus amigas jubiladas que le regalan una flor.

- Tenemos una gorra para las contribuciones, me dice la chica descalza que me ve tomando apuntes, y levanta los pulgares como desconcertante signo de aprobación.

Hago mi humilde aporte y sigo viaje hacia el otro lado del parque.


Los juegos


LA RITÓ SIN RED

Dice el título del diario que empuña un jubilado en las mesas de dominó.

Hace un rato, mientras paseaba junto al estanque, otro jubilado con su mujer compartían un libro de hojas amarillentas con un gran título dorado:

ENUNCIADOS ESTETICOS

El público está dividido por sectores, aunque a veces la cosa se mezcla. El ruido de las fichas de dominó contrasta con el olor a porro que viene de alguna parte. Unos metros más adelante, llega el aroma del pochoclo, del azúcar desparramado en barbas de algodón rosado.

Un grupo de mamás jóvenes intenta entusiasmar a sus párvulos con pinturas y minicaballetes. Los chicos salen corriendo hacia el ombú que da sobre Rosario, de ramas nudosas y tentadoras. El atractivo del ombú supera el de los toboganes, hamacas y trepadoras con sus esqueletos de metal y pintura saltada. Todo se democratiza sobre sus ramas: los chicos de la calle comparten la trepada con los de uniforme de colegio privado.

Avanzo hacia la salida de Rosario y Doblas, por donde cruza un ramillete de chicas con espíritu primaveral.

- ¡Qué estúpido! ¡Ofrecerme una flor! ¿A quién piensa levantar con una flor?, se indigna la morocha que va en el medio.

El camino hacia Jericocoara

Textos y fotos: Silvina Quintans

Amanecer en Cumbuco



Son las 6:00 y estoy en un resort de Cumbuco, muy cerca de Fortaleza, en el Nordeste de Brasil. Me levanto inusualmente temprano: aquí amanece temprano y atardece mas temprano todavía. Se lo atribuyen al Ecuador, pero yo me inclino por una desacertada interpretación de los meridianos. Hay doce horas de luz, y una parte de ellas transcurre en ese horario lánguido e inútil que transcurre entre las 5:00 y las 7:00 de la mañana. ¿Por qué no correr un par de horas y hacer que amanezca a las 7:00 y atardezca a las 7:00 como Dios manda?. Como sea, a las cinco y media de la tarde ya será noche cerrada. Días cortos, el viejo dicho militar: “Al cuete, pero temprano”.

Me asomo al balconcito, el sol sale justo frente a mi ventana. Todavía está débil, aunque ya no es rojo; para rojo, la luna de anoche. Hay una alegría y un bienestar prefabricados en el resort, no puedo dejar de pensar en el mar, que sólo se intuye detrás de las casitas de colores, el césped, las piletas, los lagos artificiales.

Caminamos hasta la playa privada del hotel: arena blanca, palmeras despeinadas y, ahora sí, el mar. En Brasil lo bueno poco a poco va volviéndose privado –y caro.


Largo camino a Jericocoara

Cambiamos tres veces de transporte y tardamos seis horas en llegar a Jericocoara. Primero será la combi del hotel, luego, un micro con vidrios polarizados de violeta que deslucen el paisaje. Es gracioso ver cómo las plantas pasan por las ventanas y van cambiando de color según el polarizado. Lo verde es azulado, lo azulado es rojizo.

En un asiento viajan dos pibes argentinos: “Viajamos a Jeri porque nos dijeron que está bueno”. Sacan un mate con florcitas, un equipo completo, pienso en el esfuerzo de calentar el agua, abrir la Rosamonte entre los saltitos del camino, ¿será esto la argentinidad? Al fin y al cabo, somos más apegados al trabajo de lo que amerita nuestra fama.

Cuarenta minutos después de la salida, hacemos la primera parada en un bar sin puertas ni ventanas. La gente desayuna fuerte: huevos, comidas elaboradas. Una pared despliega toda clase de refranes prolijamente azulejados. Busco uno que me sirva para abrir la nota y lo encuentro. Tiene que ver con la felicidad, algo así como “Si quiere ser feliz, sea”, en ese voluntarismo, está la clave de este paisaje, donde todo crece como por arte de magia.


En el bus unas chicas brasileñas, vestidas de pantalones largos y remera de manga larga –una rareza en estas latitudes- duermen todo el viaje con las cortinas cerradas y anteojos de sol. Viajan sin mirar, como si el destino fuera lo único importante, como si el trayecto fuera solo eso.

A pesar de mis críticas a las brasileñas, termino sucumbiendo al sueño. Es un sueño profundo y muy placentero, aunque cada tanto abro los ojos. A veces la vegetación se achaparra; otras, estalla. Aparecen esas flores rojas y anaranjadas que acaparan el universo, como si todo lo demás no existiera. Las palmeras, algún pueblito con casas de colores.

Luego de cinco horas de viaje hacemos el último trasbordo. Cargan nuestras valijas en una gigantesca carcaza blanca llamada “jardineira”: una especie de tren de la alegría más digno de un tranquilo paseo por el zoológico que de una travesía por las dunas. La carrocería se bambolea, inquietante, arrítmica, disociada, como si cada parte del vehículo tuviera una vida secreta y propia. Arriba se balancean las valijas, y abajo, nosotros. Pienso en la neurosis citadina, en los cinturones de seguridad, en los frenos ABS y no me queda otra que relajarme y gozar.



La carcaza se interna entre las dunas. Paisaje sahariano, blanco, lechoso, surcado por lagunas verdes; como si el mar hubiera quedado encerrado entre médanos milenarios. Esa imagen y no otra es la de este viaje: la duna blanca, interminable, el paisaje enceguecedor, el cacharro blanco, las lagunas, y esa luz, el cielo blancuzco, todo blancuzco.

Una hora a bordo de la carcaza y aparece a lo lejos el pueblo con sus palmeras y manchones de flores. Un par de burros abúlicos y salvajes dan la nota exótica. “Jeri”, le dicen, como si se tratara de una vieja amiga, coqueta y algo elusiva. Jericocoara.



lunes, 5 de septiembre de 2011

Felipe, el viajero

- ¡¡Es él!!, dijimos con Santiago cuando vimos la imagen en televisión. El misterio se develó, después de once años, aunque de una manera triste, inesperada.


Hace once años, todavía no habían caído las torres gemelas, los argentinos nos regodeábamos en las mieles del uno a uno, en Europa aún no existía el Euro, y el mundo recién terminaba de festejar el cambio de milenio. En febrero de 2000, luego de un largo viaje, llegamos a Estambul, un destino que queríamos conocer desde hacía tiempo. Mezquitas, museos, palacios, especias, tranvías, barcos, los vapores de un baño turco: la ciudad apabullaba con su mezcla de Oriente y Occidente, de realidad y fantasía.

El último día lo reservamos para el crucero por el Bósforo. Tomamos una excursión organizada que duraba todo el día, conducida por una guía muy simpática, estudiante universitaria. En el grupo iban varios europeos y un muchacho chileno con el que pronto entablamos conversación. Las afinidades aparecieron de inmediato: la misma edad, el mismo idioma, el mismo continente, el mismo interés por los viajes.

El chileno había llegado esa madrugada, partiría a la mañana siguiente hacia Dubai, y luego hacia algún otro país lejano. Era un apasionado de los viajes y prestaba mucha atención cuando le contábamos sobre los lugares que habíamos conocido. Reìa mientras relataba sus propios recorridos, y repetía "¡Qué viaje!", cada vez que recordaba sus cortas estadías en destinos inverosímiles.

El día pasaba entre comentarios y complicidades, hasta que unos turistas chilenos lo pararon sobre un puente para pedirle un autógrafo o una foto. La guía le dijo: "Debes ser muy famoso en Chile", pero él le restó importancia. Durante el almuerzo, nos contó a Santiago y a mí que trabajaba en televisión, y que era amigo de Tinelli. A nosotros nos costaba creerle, lo veíamos solo, discreto, con perfil bajo.

La excursión terminó tarde, pero aún le quedaban unas horas en Estambul. Le propusimos que nos acompañara a conocer el Gran Bazar, ya que habíamos conseguido una codiciada guía de Lonely Planet que nos orientaría en el recorrido. Caminamos juntos entre locales abarrotados de objetos brillantes, especias y alfombras, hasta que se despidió, y se perdió rápidamente entre los pasillos del bazar. Nunca volvimos a verlo.

Durante todos estos años, nos preguntamos quién era aquel muchacho con el que habíamos pasado un día en Estambul. Sabíamos que era famoso, pero no recordábamos su nombre. Hasta que el sábado a la mañana lo vimos en las noticias. Ese viajero curioso e insaciable era Felipe Camiroaga.



viernes, 15 de julio de 2011

La ciudad y los perros

No podría precisar sus nombres, ni sus edades, ni de dónde vienen, ni hacia dónde van. Sólo sé que los encontré en la puerta de casa, resguardándose del frío, dormidos sobre el piso de la vereda. Tuve que pedirles que se corrieran para entrar el auto, que se desplazaran una vez más, que otra vez cedieran su lugar.

Ella es una mujer mayor y está embarazada, él está desocupado. Llevan muchos días sin dormir en una cama. Quince días en situación de calle.

           - No estamos acostumbrados a vivir así, todo esto es nuevo para nosotros, no sabemos adónde ir.

Les ofrecí llamar al Gobierno de la Ciudad para conseguirles lugar en un parador.

           - Somos una pareja y queremos estar juntos. Los albergues aceptan a hombres y mujeres por separado, no tienen lugar para los dos. ¿cómo podría dormir lejos de él?

Quince días de desamparo. Los ojos caen cuando no ven el horizonte, la voz se apaga, los movimientos se vuelven cada vez más lentos. ¿Qué hacer por estas dos personas? ¿Qué más allá de un poco de plata y algo de comida?

Agradecen el pequeño gesto, levantan sus bolsitas, toda una vida guardada en el nylon. Se toman del brazo, caminan despacio, se pierden en los laberintos del frío y de la noche.

lunes, 16 de mayo de 2011

Apuntes de Atacama (1)

Textos y fotos: Silvina Quintans

Estuve unos días en Atacama. Aquí van algunos apuntes al paso con fotos sacadas con mi nueva cámara!!

Chuqui





Bajamos del avión. Una niebla espesa desdibuja el paisaje. El humo sale de algún lugar entre las montañas. Apenas se adivina la Cordillera en el horizonte, como una imagen escondida detrás de un vidrio esmerilado. Siempre es inquietante la sensación de ver el aire. Se supone que debería ser incoloro e inodoro, como el agua. Pero aquí es oscuro y huele a humo.

La mina de Chuquicamata oscurece el cielo más diáfano del mundo. Las columnas de humo salen de su interminable cráter.  Se trata de la mina de cobre a cielo abierto más grande del mundo. “El pan de Chile”, la bautizó Salvador Allende antes de estatizarla. Alguna vez perteneció a los magnates norteamericanos Guggenheim, mucho antes a los Incas, y muchísimo antes a los antiguos Licanantay.

Le pregunto al chofer : "¿Esta no es la mina por la que pasó el Che Guevara? ¿Este no es el lugar en el que quedó espantado por las condiciones de trabajo de los mineros?" El chofer no sabe de qué le hablo, pero dice que probablemente sí, que esta sea la mina en la que se detuvo el Che Guevara.

Pasamos por las casas de los mineros.  El chofer explica: “Tuvieron que mudarse del pueblo en el que vivían, la gente se moría de enfermedades, estaba todo contaminado. Ahora les construyeron estas casas, parecen bastante cómodas ¿vio? Ganan bien los mineros”

Pienso en los treinta y tres, que fueron rescatados de una mina también en Atacama, pero muy lejos de aquí. Paradojas del desierto: tan poco para algunos y tanto para otros.

Licanantay



Mientras subimos al Pucará de Quitor, Jacqueline nos cuenta historias de los antiguos Licanantay. En la década del ’60 ,el padre jesuita Gustavo Le Paige fue reconstruyendo los pasos de esta antigua cultura del desierto de Atacama, anterior a la llegada de los Tiwanaku y de los Incas. Encontró más de 400 mil piezas arqueológicas: el museo a cielo abierto más grande el mundo.
Lamentablemente la vocación de arqueólogo aficionado de Le Paige jugó una mala pasada a los atacameños: muchas de las piezas fueron enviadas a Bélgica -país de origen de Le Paige-, otras quedaron en el museo de San Pedro de Atacama, y varias otras fueron intervenidas con fines “científicos”.

“Las momias quedaron todas decapitadas –se queja Jacqueline-. Le Paige pensaba que esa era la mejor manera de estudiarlas”.


¿Cómo pudo un puñado de hombres destruir en pocos días una cultura que supo convivir con el desierto durante miles de años? Los españoles llegaron en 1536 diezmados por el invierno cordillerano, con los pies y las manos mutilados por el frío, hambrientos, sin caballos, pero con armas de fuego.

Mientras trepamos los ladrillos rojos del Pucará, escuchamos cómo exhibieron las cabezas de cincuenta curacas sobre puntas de lanzas, y cómo cortaban la lengua de aquellos que hablaran el idioma de los antiguos atacameños.

Subimos contra ese cielo que lastima de tan azul. En la cima aparece la Cordillera de los Andes con sus volcanes nevados, la Cordillera de la Sal plegada como un papel arrugado, y Río San Pedro con su estela verde de plantas. El murmullo del agua trae las voces de los pueblos muertos.

San Pedro


La luz se cuela por el techo de mimbre de la feria artesanal: los colores de los tejidos, los adornos norteños, el sonido de una quena.

Le dicen San Perro de Atacama por la cantidad de perros que duermen en las calles. Vegetan en la puerta de los negocios, en las esquinas, en las calles de tierra. No los inmutan los transeúntes, los autos, las bicis.


La vendedora de una tienda con dos maniquís en la ventana vende recuerdos mientras mira una telenovela lluviosa y mal actuada. “Ese hombre no está muerto, Ana, está dormido”.

Los turistas caminan con paso firme y mochilas de marca. Los precios son caros en San Pedro, y hasta los albergues son para mochileros pudientes.

“Pelearemos por la herencia”, le contesta una mujer con cara de mala a un hombre bien engominado. Una empleada aburrida vende tejidos de colores, aros, muñequitos y chucherías mientras continua la telenovela.



San Pedro es un oasis. Las casas de adobe color arcilla, las crestas triangulares de los paredones.
La plaza está llena de árboles y plantas. La iglesia blanca con su techo de cardón, y los chicos que juegan por todas partes, con un ritmo que bien podrían envidiar los perros cansinos de estas calles sin veredas.

sábado, 5 de febrero de 2011

Túnez: la delgada línea entre lo necesario y lo obligatorio



Texto: Silvina Quintans

Hace ya varios años recorrimos con Santiago algunos de los países que hoy están en plena revolución. Egipto, Túnez y Marruecos eran destinos del Norte de Africa a los que se podía viajar con relativa facilidad porque sus dictaduras blandas veían con agrado a Occidente y permitían el ingreso de turistas sin mayores problemas.

En el último de estos viajes conocimos el Sur de Túnez. Aterrizamos en la idílica isla de Djerba –la Isla de los Lotófagos que dejó prendado al mismísimo Ulises- con la intención de llegar de algún modo al Sahara. La anécdota del Sahara quedará para otra contracrónica, por ahora recorreremos la Isla de Djerba de la mano de un taxista muy simpático y extraordinariamente parecido a Daniel Rabinovich de Les Luthiers.

Las costas de Djerba están salpicadas de palmeras desgreñadas, resorts, camellos despistados, playas de arena blanca, y europeos que realizan un conmovedor esfuerzo para regresar bronceados a su país de origen. Pero más allá de la costa, en el interior árido, amarillento y pedregoso, aparecen las mezquitas solitarias, los “menzels” – pequeñas casas-fortaleza rodeadas de frutales y de olivos- y algunos pueblos blanquecinos.

Al ritmo de la brisa que acaricia las tierras color miel de Djerba, la vida parece transcurrir inmutable desde hace siglos. Un lugar donde “el aire es tan dulce que impide morir”, como alguna vez escribió  Flaubert, y donde el tiempo transcurre tan lento que “casi parece que la vida dura más”, como dice Senda Anane, una tunecina de madre argentina que conocí tiempo después.

La belleza árida y sin estridencia de la isla tiene que ver con sus colores, con la brisa tenue y constante, y con la vida sencilla de sus habitantes que cultivan olivares, desafían la marea en barquitos de pesca, o fabrican sinuosas piezas de alfarería color tierra - como una lámpara maravillosa que todavía adorna el living de mi casa.
Muchos la conocen como “Djerba la Dulce”, tal vez porque en su suelo pedregoso brilla el color de los “dedos de luz”, dátiles que sólo crecen en las palmeras de los oasis cercanos.

Nuestro recorrido nos llevó hasta la Sinagoga de la Ghriba, lugar de peregrinación para los judíos que conserva una antiquísima Torá. “Aquí convivimos judíos, musulmanes y cristianos desde hace siglos”, nos explicó el taxista con orgullo.
La complicidad con el taxista aumentaba a medida que avanzaba la tarde. Al ritmo del camino y de la música berebere, se balanceaba un nutrido y heterodoxo altar de pequeños adornos, entre los que se destacaba el retrato sonriente del Presidente Zine El Abidine Ben Ali junto a su esposa.

Tanto en Túnez como en los demás países del Norte de Africa que habíamos conocido (Marruecos, Egipto), reinaba la costumbre de adornar los lugares más inesperados con el retrato del soberano de turno. En muchos casos también las principales calles, avenidas, aeropuertos o mezquitas llevaban el nombre del gobernante o de algún pariente cercano.
La hospitalidad expansiva de nuestros anfitriones se volvía silenciosa y hosca cuando intentábamos abordar el tema político. A pesar de la atmósfera pacífica y amigable que se respiraba en cada uno de estos países, existía una tensión que impedía hablar del régimen político.

Por eso, cuando notamos que habíamos llegado a cierto grado de confianza con nuestro amigo taxista, Santiago se animó a preguntarle por qué llevaba colgada la foto del presidente.
El taxista deslizó una sonrisa irónica, pero no respondió.

- ¿Es obligatorio?, insistió Santiago.

- C’est n’est pas obligatoire, mais c’est nécessaire (no es obligatorio, pero es necesario), respondió el taxista sin perder la sonrisa, e inmediatamente cambió de tema.


Para leer la nota que publiqué en Clarín sobre Djerba cliquear aquí

sábado, 1 de enero de 2011

Vidas nuevas


Foto: Amanecer por Alicia Lecce
Texto: Silvina Quintans

Brindamos, comimos las uvas, tiramos cohetes, prendimos estrellitas, levantamos las copas. Otro año y el ritual de tirar lo viejo y esperar lo nuevo. Un corte en el tiempo. El juego de la esperanza.
Las fiestas representan un esfuerzo para vencer al tiempo, o al menos simular que en su inexorable y monótono fluir existen hitos, círculos que nos permiten intentar otra vez. Los viajes juegan con los desplazamientos en el espacio y el tiempo, y ese es de algún modo el tema de este blog.
Brindo por la oportunidad de volver a empezar y por las ganas de abordar todas las vidas que nos sean posibles. Creo que fue Rimbaud el que dijo: “A cada persona se le deben varias vidas” y si no lo dijo, es hora igualmente de empezar a buscarlas.
Quiero agradecer a mis amigos y lectores por acompañarme, y desearles un nuevo año lleno de sorpresas en el que nos animemos a viajar por caminos desconocidos.

Silvina