sábado, 5 de febrero de 2011

Túnez: la delgada línea entre lo necesario y lo obligatorio



Texto: Silvina Quintans

Hace ya varios años recorrimos con Santiago algunos de los países que hoy están en plena revolución. Egipto, Túnez y Marruecos eran destinos del Norte de Africa a los que se podía viajar con relativa facilidad porque sus dictaduras blandas veían con agrado a Occidente y permitían el ingreso de turistas sin mayores problemas.

En el último de estos viajes conocimos el Sur de Túnez. Aterrizamos en la idílica isla de Djerba –la Isla de los Lotófagos que dejó prendado al mismísimo Ulises- con la intención de llegar de algún modo al Sahara. La anécdota del Sahara quedará para otra contracrónica, por ahora recorreremos la Isla de Djerba de la mano de un taxista muy simpático y extraordinariamente parecido a Daniel Rabinovich de Les Luthiers.

Las costas de Djerba están salpicadas de palmeras desgreñadas, resorts, camellos despistados, playas de arena blanca, y europeos que realizan un conmovedor esfuerzo para regresar bronceados a su país de origen. Pero más allá de la costa, en el interior árido, amarillento y pedregoso, aparecen las mezquitas solitarias, los “menzels” – pequeñas casas-fortaleza rodeadas de frutales y de olivos- y algunos pueblos blanquecinos.

Al ritmo de la brisa que acaricia las tierras color miel de Djerba, la vida parece transcurrir inmutable desde hace siglos. Un lugar donde “el aire es tan dulce que impide morir”, como alguna vez escribió  Flaubert, y donde el tiempo transcurre tan lento que “casi parece que la vida dura más”, como dice Senda Anane, una tunecina de madre argentina que conocí tiempo después.

La belleza árida y sin estridencia de la isla tiene que ver con sus colores, con la brisa tenue y constante, y con la vida sencilla de sus habitantes que cultivan olivares, desafían la marea en barquitos de pesca, o fabrican sinuosas piezas de alfarería color tierra - como una lámpara maravillosa que todavía adorna el living de mi casa.
Muchos la conocen como “Djerba la Dulce”, tal vez porque en su suelo pedregoso brilla el color de los “dedos de luz”, dátiles que sólo crecen en las palmeras de los oasis cercanos.

Nuestro recorrido nos llevó hasta la Sinagoga de la Ghriba, lugar de peregrinación para los judíos que conserva una antiquísima Torá. “Aquí convivimos judíos, musulmanes y cristianos desde hace siglos”, nos explicó el taxista con orgullo.
La complicidad con el taxista aumentaba a medida que avanzaba la tarde. Al ritmo del camino y de la música berebere, se balanceaba un nutrido y heterodoxo altar de pequeños adornos, entre los que se destacaba el retrato sonriente del Presidente Zine El Abidine Ben Ali junto a su esposa.

Tanto en Túnez como en los demás países del Norte de Africa que habíamos conocido (Marruecos, Egipto), reinaba la costumbre de adornar los lugares más inesperados con el retrato del soberano de turno. En muchos casos también las principales calles, avenidas, aeropuertos o mezquitas llevaban el nombre del gobernante o de algún pariente cercano.
La hospitalidad expansiva de nuestros anfitriones se volvía silenciosa y hosca cuando intentábamos abordar el tema político. A pesar de la atmósfera pacífica y amigable que se respiraba en cada uno de estos países, existía una tensión que impedía hablar del régimen político.

Por eso, cuando notamos que habíamos llegado a cierto grado de confianza con nuestro amigo taxista, Santiago se animó a preguntarle por qué llevaba colgada la foto del presidente.
El taxista deslizó una sonrisa irónica, pero no respondió.

- ¿Es obligatorio?, insistió Santiago.

- C’est n’est pas obligatoire, mais c’est nécessaire (no es obligatorio, pero es necesario), respondió el taxista sin perder la sonrisa, e inmediatamente cambió de tema.


Para leer la nota que publiqué en Clarín sobre Djerba cliquear aquí