lunes, 16 de mayo de 2011

Apuntes de Atacama (1)

Textos y fotos: Silvina Quintans

Estuve unos días en Atacama. Aquí van algunos apuntes al paso con fotos sacadas con mi nueva cámara!!

Chuqui





Bajamos del avión. Una niebla espesa desdibuja el paisaje. El humo sale de algún lugar entre las montañas. Apenas se adivina la Cordillera en el horizonte, como una imagen escondida detrás de un vidrio esmerilado. Siempre es inquietante la sensación de ver el aire. Se supone que debería ser incoloro e inodoro, como el agua. Pero aquí es oscuro y huele a humo.

La mina de Chuquicamata oscurece el cielo más diáfano del mundo. Las columnas de humo salen de su interminable cráter.  Se trata de la mina de cobre a cielo abierto más grande del mundo. “El pan de Chile”, la bautizó Salvador Allende antes de estatizarla. Alguna vez perteneció a los magnates norteamericanos Guggenheim, mucho antes a los Incas, y muchísimo antes a los antiguos Licanantay.

Le pregunto al chofer : "¿Esta no es la mina por la que pasó el Che Guevara? ¿Este no es el lugar en el que quedó espantado por las condiciones de trabajo de los mineros?" El chofer no sabe de qué le hablo, pero dice que probablemente sí, que esta sea la mina en la que se detuvo el Che Guevara.

Pasamos por las casas de los mineros.  El chofer explica: “Tuvieron que mudarse del pueblo en el que vivían, la gente se moría de enfermedades, estaba todo contaminado. Ahora les construyeron estas casas, parecen bastante cómodas ¿vio? Ganan bien los mineros”

Pienso en los treinta y tres, que fueron rescatados de una mina también en Atacama, pero muy lejos de aquí. Paradojas del desierto: tan poco para algunos y tanto para otros.

Licanantay



Mientras subimos al Pucará de Quitor, Jacqueline nos cuenta historias de los antiguos Licanantay. En la década del ’60 ,el padre jesuita Gustavo Le Paige fue reconstruyendo los pasos de esta antigua cultura del desierto de Atacama, anterior a la llegada de los Tiwanaku y de los Incas. Encontró más de 400 mil piezas arqueológicas: el museo a cielo abierto más grande el mundo.
Lamentablemente la vocación de arqueólogo aficionado de Le Paige jugó una mala pasada a los atacameños: muchas de las piezas fueron enviadas a Bélgica -país de origen de Le Paige-, otras quedaron en el museo de San Pedro de Atacama, y varias otras fueron intervenidas con fines “científicos”.

“Las momias quedaron todas decapitadas –se queja Jacqueline-. Le Paige pensaba que esa era la mejor manera de estudiarlas”.


¿Cómo pudo un puñado de hombres destruir en pocos días una cultura que supo convivir con el desierto durante miles de años? Los españoles llegaron en 1536 diezmados por el invierno cordillerano, con los pies y las manos mutilados por el frío, hambrientos, sin caballos, pero con armas de fuego.

Mientras trepamos los ladrillos rojos del Pucará, escuchamos cómo exhibieron las cabezas de cincuenta curacas sobre puntas de lanzas, y cómo cortaban la lengua de aquellos que hablaran el idioma de los antiguos atacameños.

Subimos contra ese cielo que lastima de tan azul. En la cima aparece la Cordillera de los Andes con sus volcanes nevados, la Cordillera de la Sal plegada como un papel arrugado, y Río San Pedro con su estela verde de plantas. El murmullo del agua trae las voces de los pueblos muertos.

San Pedro


La luz se cuela por el techo de mimbre de la feria artesanal: los colores de los tejidos, los adornos norteños, el sonido de una quena.

Le dicen San Perro de Atacama por la cantidad de perros que duermen en las calles. Vegetan en la puerta de los negocios, en las esquinas, en las calles de tierra. No los inmutan los transeúntes, los autos, las bicis.


La vendedora de una tienda con dos maniquís en la ventana vende recuerdos mientras mira una telenovela lluviosa y mal actuada. “Ese hombre no está muerto, Ana, está dormido”.

Los turistas caminan con paso firme y mochilas de marca. Los precios son caros en San Pedro, y hasta los albergues son para mochileros pudientes.

“Pelearemos por la herencia”, le contesta una mujer con cara de mala a un hombre bien engominado. Una empleada aburrida vende tejidos de colores, aros, muñequitos y chucherías mientras continua la telenovela.



San Pedro es un oasis. Las casas de adobe color arcilla, las crestas triangulares de los paredones.
La plaza está llena de árboles y plantas. La iglesia blanca con su techo de cardón, y los chicos que juegan por todas partes, con un ritmo que bien podrían envidiar los perros cansinos de estas calles sin veredas.