miércoles, 21 de septiembre de 2011

Primavera en Caballito

El estanque

Sofía y Agustín juntan colillas pisoteadas para tirarlas en el estanque. La mamá, rubia, bronceada, anteojos oscuros, más de cuarenta, les advierte que eso está todo sucio, que dejen de juntar cigarrillos chupeteados. Los chicos no la escuchan, mamá se exaspera, el juego avanza por los insondables caminos infantiles. Mamá se enoja y se levanta:

- Si no me hacen caso, me voy, ¿me escucharon? ¡Me voy!.

Empieza a caminar hacia la salida del Parque Rivadavia, mientras los chicos la siguen como dos patitos mojados.

El lugar de los chicos lo ocupa ahora un ruidoso grupo de adolescentes. El estanque estancado es un imán para mojarse las zapatillas y sacarse la foto del Día del Estudiante –o de la Primavera, según quién festeje- junto al chorro que escupe un caño oxidado a modo de géiser.

Alguna vez el estanque fue la vedette del parque; por allí nadaban unos gansos que desaparecieron en el misterio de una noche. Desde entonces, el laguito se fue secando y sólo quedó el chorro, rodeado de un charco más o menos perenne. El agua apenas si llega a los bordes, donde flota un magma indefinido de bolsitas de plástico, vasos descartables, hojas secas y polvo. El panorama poco glamoroso no amedrenta a las adolescentes, que avanzan a los saltos sobre el charco, improvisan pasos de baile, posan con los brazos extendidos.

- Chicos, a ustedes que van a la facultad, que van a la escuela, les pido que me compren un marcador, seguro que les hace falta – encara un adolescente a una parejita que está sentada en el banco de al lado.

La parejita se excusa, entonces el adolescente se me acerca con su bolsita.

- Me llamo Ezequiel, mare, tengo un hijo de tres meses y me gano la vida vendiendo estas cosas. Le pido con todo respeto que me compre algo para llevar comida a casa, mare.

Ezequiel saca un kit de limpieza con trapos, bolsas de residuos y esponjitas. Es evidente que ya no doy el perfil de estudiante. Por despecho, tal vez, termino comprando un marcador indeleble.

- Muchas gracias, mare, que tenga un buen día. Feliz Primavera.

Un vendedor de flores me esquiva, le apunta a la parejita de al lado. Es primavera, pero no todo se empareja. Detrás de una polvareda, adivino un grupo de seis chicos que juega un picado; muy cerca, seis chicas ensayan pulcros pases de volley sobre el césped.

Mantel blanco con cuadros amarillos, otra pareja emprende un módico pic-nic. Comparten helado con dos cucharas, trajeron sus propias flores y visten los colores de la primavera. Ella teje al crochet, él termina el helado. Parecen envueltos en otro tiempo, ajenos al bullicio estudiantil, rodeados de una campana de cristal.

Ezequiel se acerca a la pareja. Él le da la mano, lo escucha con atención, lo invita a la campana invisible y le compra un par de medias.

- Con todo respeto, muchacho, Feliz Primavera, se despide Ezequiel.


El ombú

Camino hacia la música, como una polilla que vuela hacia la luz. En el trayecto cruzo niñeras con cochecitos, cuidadoras con abuelas en silla de ruedas, paseadores de perros fugados del canil: la tercerización de los paseos. Un muchacho revolea una muleta mientras avanza con paso decidido hacia alguna parte. Abundan los cochecitos de mellizos, las mujeres mayores con rosas en la mano, los estudiantes con botellas de gaseosa, las estudiantes con zapatillas blancas y medias rosadas, las pelotas de fútbol, los mantelitos y las guitarras.

El ambiente se tropicaliza junto al ombú que da a la avenida Rivadavia, donde el grupo “Sindicato Quintana” toca temas de Buena Vista Social Club. Una viejita de noventa, pelo blanco, remera floreada y sandalias rojas improvisa pasos de salsa con una joven descalza. Los timbales aprietan, y la viejita responde con movimientos cada vez más rápidos. El ritmo se acelera y un gordito agita las caderas con los pantalones a media asta. El público ovaciona, mientras la viejita vuelve con sus amigas jubiladas que le regalan una flor.

- Tenemos una gorra para las contribuciones, me dice la chica descalza que me ve tomando apuntes, y levanta los pulgares como desconcertante signo de aprobación.

Hago mi humilde aporte y sigo viaje hacia el otro lado del parque.


Los juegos


LA RITÓ SIN RED

Dice el título del diario que empuña un jubilado en las mesas de dominó.

Hace un rato, mientras paseaba junto al estanque, otro jubilado con su mujer compartían un libro de hojas amarillentas con un gran título dorado:

ENUNCIADOS ESTETICOS

El público está dividido por sectores, aunque a veces la cosa se mezcla. El ruido de las fichas de dominó contrasta con el olor a porro que viene de alguna parte. Unos metros más adelante, llega el aroma del pochoclo, del azúcar desparramado en barbas de algodón rosado.

Un grupo de mamás jóvenes intenta entusiasmar a sus párvulos con pinturas y minicaballetes. Los chicos salen corriendo hacia el ombú que da sobre Rosario, de ramas nudosas y tentadoras. El atractivo del ombú supera el de los toboganes, hamacas y trepadoras con sus esqueletos de metal y pintura saltada. Todo se democratiza sobre sus ramas: los chicos de la calle comparten la trepada con los de uniforme de colegio privado.

Avanzo hacia la salida de Rosario y Doblas, por donde cruza un ramillete de chicas con espíritu primaveral.

- ¡Qué estúpido! ¡Ofrecerme una flor! ¿A quién piensa levantar con una flor?, se indigna la morocha que va en el medio.

El camino hacia Jericocoara

Textos y fotos: Silvina Quintans

Amanecer en Cumbuco



Son las 6:00 y estoy en un resort de Cumbuco, muy cerca de Fortaleza, en el Nordeste de Brasil. Me levanto inusualmente temprano: aquí amanece temprano y atardece mas temprano todavía. Se lo atribuyen al Ecuador, pero yo me inclino por una desacertada interpretación de los meridianos. Hay doce horas de luz, y una parte de ellas transcurre en ese horario lánguido e inútil que transcurre entre las 5:00 y las 7:00 de la mañana. ¿Por qué no correr un par de horas y hacer que amanezca a las 7:00 y atardezca a las 7:00 como Dios manda?. Como sea, a las cinco y media de la tarde ya será noche cerrada. Días cortos, el viejo dicho militar: “Al cuete, pero temprano”.

Me asomo al balconcito, el sol sale justo frente a mi ventana. Todavía está débil, aunque ya no es rojo; para rojo, la luna de anoche. Hay una alegría y un bienestar prefabricados en el resort, no puedo dejar de pensar en el mar, que sólo se intuye detrás de las casitas de colores, el césped, las piletas, los lagos artificiales.

Caminamos hasta la playa privada del hotel: arena blanca, palmeras despeinadas y, ahora sí, el mar. En Brasil lo bueno poco a poco va volviéndose privado –y caro.


Largo camino a Jericocoara

Cambiamos tres veces de transporte y tardamos seis horas en llegar a Jericocoara. Primero será la combi del hotel, luego, un micro con vidrios polarizados de violeta que deslucen el paisaje. Es gracioso ver cómo las plantas pasan por las ventanas y van cambiando de color según el polarizado. Lo verde es azulado, lo azulado es rojizo.

En un asiento viajan dos pibes argentinos: “Viajamos a Jeri porque nos dijeron que está bueno”. Sacan un mate con florcitas, un equipo completo, pienso en el esfuerzo de calentar el agua, abrir la Rosamonte entre los saltitos del camino, ¿será esto la argentinidad? Al fin y al cabo, somos más apegados al trabajo de lo que amerita nuestra fama.

Cuarenta minutos después de la salida, hacemos la primera parada en un bar sin puertas ni ventanas. La gente desayuna fuerte: huevos, comidas elaboradas. Una pared despliega toda clase de refranes prolijamente azulejados. Busco uno que me sirva para abrir la nota y lo encuentro. Tiene que ver con la felicidad, algo así como “Si quiere ser feliz, sea”, en ese voluntarismo, está la clave de este paisaje, donde todo crece como por arte de magia.


En el bus unas chicas brasileñas, vestidas de pantalones largos y remera de manga larga –una rareza en estas latitudes- duermen todo el viaje con las cortinas cerradas y anteojos de sol. Viajan sin mirar, como si el destino fuera lo único importante, como si el trayecto fuera solo eso.

A pesar de mis críticas a las brasileñas, termino sucumbiendo al sueño. Es un sueño profundo y muy placentero, aunque cada tanto abro los ojos. A veces la vegetación se achaparra; otras, estalla. Aparecen esas flores rojas y anaranjadas que acaparan el universo, como si todo lo demás no existiera. Las palmeras, algún pueblito con casas de colores.

Luego de cinco horas de viaje hacemos el último trasbordo. Cargan nuestras valijas en una gigantesca carcaza blanca llamada “jardineira”: una especie de tren de la alegría más digno de un tranquilo paseo por el zoológico que de una travesía por las dunas. La carrocería se bambolea, inquietante, arrítmica, disociada, como si cada parte del vehículo tuviera una vida secreta y propia. Arriba se balancean las valijas, y abajo, nosotros. Pienso en la neurosis citadina, en los cinturones de seguridad, en los frenos ABS y no me queda otra que relajarme y gozar.



La carcaza se interna entre las dunas. Paisaje sahariano, blanco, lechoso, surcado por lagunas verdes; como si el mar hubiera quedado encerrado entre médanos milenarios. Esa imagen y no otra es la de este viaje: la duna blanca, interminable, el paisaje enceguecedor, el cacharro blanco, las lagunas, y esa luz, el cielo blancuzco, todo blancuzco.

Una hora a bordo de la carcaza y aparece a lo lejos el pueblo con sus palmeras y manchones de flores. Un par de burros abúlicos y salvajes dan la nota exótica. “Jeri”, le dicen, como si se tratara de una vieja amiga, coqueta y algo elusiva. Jericocoara.



lunes, 5 de septiembre de 2011

Felipe, el viajero

- ¡¡Es él!!, dijimos con Santiago cuando vimos la imagen en televisión. El misterio se develó, después de once años, aunque de una manera triste, inesperada.


Hace once años, todavía no habían caído las torres gemelas, los argentinos nos regodeábamos en las mieles del uno a uno, en Europa aún no existía el Euro, y el mundo recién terminaba de festejar el cambio de milenio. En febrero de 2000, luego de un largo viaje, llegamos a Estambul, un destino que queríamos conocer desde hacía tiempo. Mezquitas, museos, palacios, especias, tranvías, barcos, los vapores de un baño turco: la ciudad apabullaba con su mezcla de Oriente y Occidente, de realidad y fantasía.

El último día lo reservamos para el crucero por el Bósforo. Tomamos una excursión organizada que duraba todo el día, conducida por una guía muy simpática, estudiante universitaria. En el grupo iban varios europeos y un muchacho chileno con el que pronto entablamos conversación. Las afinidades aparecieron de inmediato: la misma edad, el mismo idioma, el mismo continente, el mismo interés por los viajes.

El chileno había llegado esa madrugada, partiría a la mañana siguiente hacia Dubai, y luego hacia algún otro país lejano. Era un apasionado de los viajes y prestaba mucha atención cuando le contábamos sobre los lugares que habíamos conocido. Reìa mientras relataba sus propios recorridos, y repetía "¡Qué viaje!", cada vez que recordaba sus cortas estadías en destinos inverosímiles.

El día pasaba entre comentarios y complicidades, hasta que unos turistas chilenos lo pararon sobre un puente para pedirle un autógrafo o una foto. La guía le dijo: "Debes ser muy famoso en Chile", pero él le restó importancia. Durante el almuerzo, nos contó a Santiago y a mí que trabajaba en televisión, y que era amigo de Tinelli. A nosotros nos costaba creerle, lo veíamos solo, discreto, con perfil bajo.

La excursión terminó tarde, pero aún le quedaban unas horas en Estambul. Le propusimos que nos acompañara a conocer el Gran Bazar, ya que habíamos conseguido una codiciada guía de Lonely Planet que nos orientaría en el recorrido. Caminamos juntos entre locales abarrotados de objetos brillantes, especias y alfombras, hasta que se despidió, y se perdió rápidamente entre los pasillos del bazar. Nunca volvimos a verlo.

Durante todos estos años, nos preguntamos quién era aquel muchacho con el que habíamos pasado un día en Estambul. Sabíamos que era famoso, pero no recordábamos su nombre. Hasta que el sábado a la mañana lo vimos en las noticias. Ese viajero curioso e insaciable era Felipe Camiroaga.