domingo, 31 de mayo de 2015

Chicas Muertas

Entrevista a Selva Almada por Silvina Quintans


“Estamos en verano y hace calor, casi como aquella mañana del 16 de noviembre de 1986 cuando, en cierto modo, empezó a escribirse este libro, cuando la chica muerta se cruzó en mi camino. Ahora tengo cuarenta años y, a diferencia de ella y de las miles de mujeres asesinadas en nuestro país desde entonces, sigo viva. Solo una cuestión de suerte” [i]

Esto dice la escritora Selva Almada en su libro Chicas muertas,  donde indaga en los crímenes nunca esclarecidos de tres mujeres jóvenes del interior del país en la década del ‘80. El primer caso es el de Andrea Danne, que  murió en su cama el 16 de noviembre de 1986 en un pueblo cercano a San José,  Entre Ríos.  El segundo corresponde a María Luisa Quevedo, una adolescente que trabajaba como mucama en una casa de familia, y que apareció muerta en un terreno inundado de Roque Saenz Peña, Chaco, el 11 de diciembre de 1983. El tercer caso es el de Sarita Mundín, una joven madre que había sido prostituta,  y que fue vista por última vez el 12 de marzo de 1988 en Córdoba, cuando salió con su amante. Un año después,  un esqueleto apareció enganchado en un árbol a orillas del río Tcalamochita.

Cuerpos mutilados, vejados, descartados.  En tiempos en los que aún no se hablaba de femicidios ni de violencia de género,  los cuerpos de Andrea, María Luisa y Sarita, interpelan desde la injusticia y el olvido. Sus nombres preceden a una larga lista:  María Soledad Morales, Adriana y Cecilia Barreda, Carolina Aló, Natalia Melman, Liliana Tallarico, Fabiana Gandiaga, María Marta García Belsunce, Paulina Lebbos, Nora Dalmaso, Rosana Galliano, Wanda Taddei, entre muchos otros.
Las crónicas periodísticas suman historias atroces todos los días, incluso mientras editamos esta entrevista:  Angeles Rawson, Melina Romero,  Lola Chomnalez, Daiana García, Andrea Castana, Gabriela Parra, Chiara Páez.  No existen cifras oficiales, pero durante 2014 la ONG Casa del Encuentro relevó 277 femicidios, uno cada 30 horas.

El libro se interna en las profundidades de una cultura que, entre el calor, los silencios y las morosas siestas de la tarde, estalla en pequeños gestos cotidianos. Los celos de Cachito, que “dos  por tres la puteaba a su novia porque se pintaba o usaba ropa ajustada o la veía hablando con otro muchacho”, la mujer que entregaba el sueldo completo al esposo para que se lo administrara, “la que no podía ver a su familia porque al marido le parecían poca cosa”, “la que tenía prohibido usar zapatos de taco porque eso era de puta”.

Selva Almada transita diferentes registros: lo poético, lo ensayístico, lo periodístico, lo autobiográfico y hasta lo místico. No se trata de un capricho sino de una necesidad, de una urgencia.  La autora no escatima recursos para retratar desde todos los ángulos el trasfondo de desvalorización y desigualdad que desemboca en violencia.  Si recuerda fragmentos de su propia vida, si nos lleva a sus recuerdos, o si transita casi sin rumbo en busca de alguna pista de aquellas vidas truncadas, es porque, como dice ella misma, no ser una de aquellas chicas “es solo una cuestión de suerte”.

Chicas muertas está nominado al premio Rodolfo Walsh de la Semana Negra de Gijón, España,  como mejor libro de crónica. El concurso se definirá en el próximo mes de julio.

¿Por qué elegiste el título Chicas muertas?

Selva Almada: El libro lo tuve en la cabeza durante muchos años, empecé a pensarlo en 2008. En el 2010 recibí una beca del Fondo de las Artes para hacer el trabajo de campo, así que en ese año hice las entrevistas, recopilé diarios, leí los expedientes, pero el libro recién lo escribí en el verano de 2014. Tenía las entrevistas, fotocopias de cómo los diarios habían tratado los casos en ese momento, tenía fotocopiadas partes de los expedientes  y tenía fotos, había compilado el material. Cada tanto me planteaba cómo iba a escribir el libro, desde dónde lo iba a escribir. Empezaba borradores y los abandonaba.  A todos estos intentos siempre los llamaba “lo de las chicas muertas”, lo empecé a llamar así domésticamente. Releyendo uno de los expedientes,   vi que se usaba esa figura en la búsqueda de sinónimos por parte de la justicia. Cuando se les acababa “occisa”, “difunta”, “víctima” y ya no sabían cómo llamarla,  aparecía “la chica muerta”. Así me fue seduciendo la idea de que el libro se llamara así. Me parecía un poco brutal al principio, pero también me parecía que era la verdad,  que no había que buscar subterfugios ni metáforas para hablar de lo que quería hablar.

El libro cuenta tres historias de femicidios pero también muestra la cultura que dio lugar a estos crímenes. ¿Empezaste la investigación para mostrar esa cultura o  buscando a los culpables de aquellos crímenes?

S.A.: Por supuesto que yo tenía la fantasía de encontrar algo, pero suponía que eso no iba a suceder porque habían pasado  30 años desde aquellos femicidios. Si ni la policía ni la justicia  habían llegado a ninguna conclusión, resultaba fantasioso que yo pudiera descubrir algo.  Eso no era, además, lo que me animaba a escribir el libro. Me animaba rescatar la memoria de esas chicas.
 El disparador fue el caso de Andrea Danne, la chica de Entre Ríos. Cuando hablaba con gente de mi generación sobre el tema,   tenía que insistir bastante para que se acordaran. No entendía cómo se habían olvidado de algo que yo tenía grabado como si hubiese sucedido ayer, cómo se habían olvidado de que habían matado a esa chica y que nadie había ido preso por ese asesinato.
 Leí una nota en una revista sobre los veinte años del  caso María Soledad. El periodista había ido a Catamarca y  contaba que mucha gente había olvidado el caso, que los chicos que iban a la misma escuela  a la que había ido María Soledad,  no sabían quién era. Me impacta el olvido: las asesinan, no tienen justicia, lo cual es volver a matarlas, y después viene también el olvido como otra manera de matarlas.
Lo que animó el espíritu del  libro, si no encontraba al culpable,  era por lo menos que se reconstruyeran esas historias, contar quién era cada una, en qué circunstancias fueron asesinadas, y contar que no se hizo nada con eso. Contar cómo la gente siguió viviendo,  cómo los amigos y familiares tuvieron que resignarse,  y cómo en sus pueblos hay que escarbar bastante para que alguien se acuerde de algo tan atroz como  el asesinato de una mujer joven. En el caso de Andrea,  su historia tiene  ribetes misteriosos: fue dentro de su casa, una puñalada en el corazón, es todo muy simbólico. ¿Cómo puede ser que hoy no nos acordemos de algo que conmocionó tanto a toda una sociedad?.

El caso de Andrea Danne sucede dentro de la casa. Estos casos muestran una realidad inquietante y es que muchas veces  la violencia no está en la calle sino dentro del propio hogar. El hogar deja de ser un lugar seguro y de contención.

S.A.: El caso de Andrea sucedió cuando yo tenía 13 años y siempre me impactó mucho. Cuando empecé a ser más grande pensaba que de chica me habían enseñado “cuidado con los extraños”, “no te subas a un auto”, “no hables si no lo conocés”, “no pases por una obra en construcción”. El peligro siempre estaba en  “el afuera “, y en ese sentido,  el asesinato de Andrea fue la revelación de que el peligro también está dentro de tu casa.
Hoy en día seguís escuchando esa idea del asesino de mujeres de las series norteamericanas, un loco que un buen día empieza a matar,  y no se toma conciencia de que en la mayoría de los casos no es ningún loco de afuera sino el vecino, el exmarido, el novio, el hermano, el padre; es decir,  un hombre al que la víctima conoce,  y quien tiene o ha tenido su confianza.  En el caso de Angeles Rawson era el portero, un tipo al que ella conocía desde los seis años.  En la mayoría de los casos el culpable está relacionado con la víctima, y sin embargo seguimos fomentando esa idea de que es el afuera, alguien desconocido. En el 95% de los casos no es alguien desconocido, sino alguien a quien la mujer conoce.

El libro está  ambientado en zonas rurales, en lugares más bien claustrofóbicos donde casi todo el mundo se conoce. Pero también hay femicidios en las grandes ciudades. ¿Ves alguna diferencia entre los femicidios en zonas rurales y los que se cometen en ciudades?

S.A.: El tema atraviesa el país a lo largo y a lo ancho. Yo tomo esto en la geografía que atraviesa mis novelas, mi obra de ficción donde trabajo las zonas rurales. El primer caso fue el de Andrea, después apareció el de María Luisa y el tercero sí lo fui a buscar y dio la casualidad que eran chicas de pueblos chicos en la misma época. No tomé casos de ciudades porque surgieron así,  pero no porque crea que no sucedan o tengan características diferentes. Creo que tienen las mismas características, sobre todo porque el patrón es el mismo, siempre es alguien cercano.  La única diferencia es que los que suceden en la ciudad tienen más repercusión porque le quedan más cerca al periodismo. En el caso Angeles Rawson, por ejemplo, los canales están todos cerca de la zona del crimen. Era muy simple mandar un periodista, una cámara. Pero además también era una chica que podía ser la hija de cualquiera de clase media. En ese caso hubo una identificación de la clase media, no era alguien del conurbano como luego sucedió con Melina Romero,  de quien se habló de si usaba piercings, si era bolichera, si había dejado el colegio, etc. .  Angeles  Rawson reunía las características de la hija que todos queremos tener. La identificación fue inmediata por la extracción social.

Vos contás en el libro algunas situaciones muy impresionantes que están relacionadas con la cultura machista. Hacés referencia a una suerte de “tradición” en algunos lugares a la que le llaman “hacer el becerro”

S.A.: Eso me lo contó uno de los entrevistados a raíz del caso de Andrea Danne. Se trata de una práctica que era muy común en San José, Entre Ríos, en la década del  80. Una chica de Salta también me contó lo mismo. La práctica consistía en levantarse a una chica y luego llevarla para que todo el grupo la “disfrute”. El caso María Soledad es un ejemplo muy claro, el que la lleva a la fiesta y la entrega es el tipo con el que ella salía, el Tula.

Los casos que contás en el libro sucedieron hace más de treinta años, pero surgieron de una cultura que todavía está vigente.  El libro tiene el gran valor de contar situaciones más sutiles que hablan de una concepción determinada de las mujeres.

S.A.: Todo es parte de la misma trama, de vez en cuando –lamentablemente según las estadísticas cada 30 horas- la cosa llega al extremo máximo que es el femicidio. Pero antes, todos los días de tu vida,  en algún momento pasaste por una situación, que no está ni cerca de lo que pasaron estas chicas, pero que uno tiende a naturalizar: me tocaron el culo en el colectivo, mi novio no me deja tal cosa. Situaciones que ninguna mujer puede decir que nunca las atravesó y que son pequeñas, pero que contribuyen a armar este entramado que después sostiene aquello que es muchísimo más grave que es el femicidio. Para empezar a pensar el problema hay que pensar en eso: no es cuando está muerta, es todo lo anterior que todos los días todas las mujeres atravesamos en algún momento. Cuando apareció el cuerpo de Daiana García, estaba de moda el “Je suis Charlie”, “Je suis …”. Con un amigo decíamos que lo más honesto sería que todos dijéramos “Yo soy el asesino de Daiana” porque en realidad el asesino no surgió por generación espontánea, no es un paracaidista ni un extraterrestre. Es uno como nosotros.

¿Cuál es el rol de la pobreza en estas situaciones de violencia?

S.A.: Los tres casos que tomo son chicas de clase media baja, pero no creo que sea exclusivo de las clases bajas. Me parece que en las clases altas hay mecanismos que permiten el ocultamiento y las mujeres de clase baja son más vulnerables. Violencia de género hay en todas las clases.

¿Hay diferencias entre los casos que contás en el libro de los 80 y los de esta época?.

S.A.: Ahora se da más difusión a los casos en los que mata el marido, el novio o exnovio, mientras antes no trascendían el ámbito familiar. Era una trageida que sucedía a la familia, en cambio hoy eso también es noticia y ya no como una cosa que compete a esa familia sino como algo social. Esa idea de que no es algo que pasó a una familia, sino que nos está pasando a todos.

Una de las fuentes del libro son las notas periodísticas. ¿qué pensás sobre cómo el periodismo trata estos casos? ¿cómo los trataba entonces y cómo los trata ahora?

S.A.: Yo creo que el periodismo tiene que reflexionar bastante sobre el tema. Cuando apareció el cuerpo de María Luisa, en el 83, todos los días tenían que poner un recuadro sobre el caso. Como no había novedades porque no avanzaba la investigación, se hizo un culebrón donde aparecían sospechosos que no eran, o  alguien señalaba como asesino a alguien a quien tenía bronca.
Hoy todavía sigue sucediendo, pero hay excepciones. Un referente de lucidez y honestidad es Página 12, que siempre trató desde otro lugar estos temas,  con la seriedad y reflexión que merecen. Estoy casi segura de que es el primer diario que utilizó la palabra femicidio.  Algunas cosas cambiaron: ya no se habla de crimen pasional sino de femicidio, pero se siguen haciendo culebrones,  como en el caso Angeles,  donde se culpaba al padrastro por su cara, o a qué tribu pertenecía. Lo de Melina Romero fue vergonzoso, después de eso, lo de Daiana García, -la chica que fue asesinada  después de ir a una entrevista de trabajo-  donde se opinaba sobre el short que usaba, o por qué iba a buscar trabajo a las ocho de la noche. Todavía hay mucha lengua suelta sobre un tema que merece reflexión y madurez. La prensa todavía tiene mucho que hacer al respecto.

Vos hablabas de las fuentes del libro: revisaste expedientes, entrevistaste familiares, viste fotos, visitaste las locaciones. Pero algo que llama la atención es la presencia de una vidente.

S.A.: Cuando se me acabó la plata de la beca , no podía viajar o continuar investigando, porque los casos eran en el interior. Por entonces leí un libro de un cronista chileno llamado Francisco Mouat que se llamaba El empampado Riquelme,  el libro me gustó mucho y me pareció muy osado que el periodista usara como fuente a una vidente. Me acordé además de series de televisión donde se consulta a adivinas para resolver casos policiales.  Tenía un amigo que consultaba a una tarotista y le pedí que me contactara.
Le conté a la tarotista sobre el proyecto, y ella, que es una mujer muy lectora, se entusiasmó con la idea de tirar las cartas a las chicas. Más allá de las revelaciones que pudieron aparecer o no en las cartas, ella me ayudó a encontrar relaciones entre las tres historias. Hasta ese momento para mí lo único que tenían en común era la época en que habían sucedido  y que nunca se habían resuelto.  Ella insistía mucho con ciertas preguntas: por qué escribía sobre tres mujeres que habían sido asesinadas, cuál era la fascinación, qué tenía yo con esas historias, qué me identificaba. Tal vez por eso hayan surgido muchas cuestiones autobiográficas en el libro. En ese sentido las charlas y sesiones fueron muy enriquecedoras.
No pensaba poner ese material en el libro, pero a mi editora, Ana Laura Pérez, le encantó. Yo me sentía insegura, no vengo del periodismo y eso me causaba un poco de zozobra, me preguntaba cómo  podía ser mirado este libro por periodistas de investigación, y encima ponía a una tarotista. Pero ella me convenció de que el personaje tenía que estar y tenía que ser un personaje literario. Escribí una primera versión del libro y se la pasé a María Moreno con la misma duda de si lo tenía que sacar. María me dijo que tendría que aparecer más, que la estaba poniendo poco, y ahí terminó en la segunda versión terminó siendo la Señora un personaje más del libro. Termina convirtiéndose en un personaje literario.  Es un lujo que me pude dar porque no soy periodista.

El libro cabalga entre  lo autobiográfico, lo literario y lo periodístico…

S.A: Eso también fue algo con lo que no terminaba de dar en los borradores, yo sentía que si iba a escribir una crónica tenía que ser todo lo periodística que yo pudiera sin ser periodista. Pero Ana Laura me hizo ver que lo interesante de la crónica era que yo no era periodista. Aceptar la limitación de no ser periodista me dio libertad para escribir con las herramientas que yo conozco que son las de la literatura, no lo puedo hacer de otra manera.
A sangre fría, de Truman Capote,  es un libro que me encanta y cuando pensé en este libro fue un referente. Fui varias veces a releer partes para imbuirme un poco de esa atmósfera.

Cambiemos de libro. Te convocaron a escribir un prólogo de Código Rosa,  que cuenta historias relacionadas con el aborto. ¿Qué significó para vos escribir sobre este tema?

S.A.: En mi adolescencia nos pasaban una película que se llamaba “El grito silencioso”, que nos había causado una impresión tremenda  a todos, tanto  varones como mujeres. El video fomentaba una posición antiabortista incentivando la culpa y el miedo.  El pueblo del que yo vengo, Villa Elisa –Entre Ríos- es muy católico, muy conservador. Todas las historias que siempre habíamos escuchado de abortos eran terribles y siempre estaba ligado al asesinato. Abortar era igual a asesinar, y este video venía a reforzar  esa mitología, por llamarla de algún modo, que nos metían desde chicas en la cabeza. La que abortaba era mala, estaba cometiendo no solo un acto ilegal sino que además era una cuestión de conciencia, de culpa y de moral.  Durante toda mi adolescencia yo  fui antiabortista,  ya que vi ese video cuando tenía 13 años. Entre los 15 y los 16 empezaron a circular historias de abortos de chicas que iban a la escuela conmigo. Siempre asociadas a las clases más pudientes, la que abortaba lo hacía en una clínica, en condiciones sanitarias óptimas. Seguía siendo malo abortar,  pero había mujeres que podían hacerlo y no se morían, mientras para las de clase media baja -como yo- o pobres, abortar era sinónimo de poder quedarse ahí, en el proceso, en el acto.  Al ir a la facultad y al salir del pueblo empecé a pensar el tema desde otro lugar, yo termino el prólogo diciendo qué bien que me hubiera hecho leer un libro así cuando  era chica.








[i] Selva Almada, Chicas Muertas, Literatura Random House, Buenos Aires, 2014

viernes, 15 de mayo de 2015

Vergüenza

Por Silvina Quintans

A propósito de la violencia en el partido Boca-River del 14 de mayo de 2015



Los veo llorar. No lloran de tristeza ni de emoción.  Lloran sin ganas de llorar. Me impresionan los ojos congestionados, las espaldas coloradas, las caras irritadas. Siento bronca, dolor, vergüenza ajena, y, yo también, ganas de llorar.  Siento todo esto a pesar de que para muchos no estoy calificada para opinar: no entiendo nada de futbol, no comparto sus códigos ni sus cánticos.  

Mis hijos juegan al futbol, mi marido es un apasionado. Los aliento porque me gustan los valores del deporte: la solidaridad de equipo, la resistencia a la adversidad, la constancia, el esfuerzo, la camaradería, los firuletes que dibujan las jugadas. Pero esta noche, como muchas otras,  el futbol es violencia con formato de espectáculo.

 Los jugadores sufren y nadie se anima a suspender el partido.  El relator especula con que no pueden seguir jugando “porque sería dar ventaja deportiva a uno de los equipos”. Podrán acusarme de no entender nada de futbol, pero  desde mi distante ignorancia entiendo que la “ventaja deportiva” es lo de menos, que no se puede continuar con un juego donde se han roto todas las normas, y que es más importante la salud de los jugadores que los puntos o la ventaja deportiva. Nadie debería salir a la cancha después de semejante barbarie. Continuar sería convalidarla.

Las heridas de los jugadores duelen, es como si todos los defectos de esta sociedad violenta se concentraran dentro de esas llagas. Y cuando nada podía ser peor, escucho los cánticos, los festejos, la picaresca de la hinchada. Esa picaresca tan celebrada por aquellos que se palmearán la espalda y festejarán con risitas cómplices cuando pase el temblor. Aquellos que no dudan en tildar de “folclore” actos que en cualquier otro ámbito serían barbarie. 

Y allí aparecen los jugadores de Boca, en el centro del campo, aplaudiendo la “viveza” de los agresores. Aplaudiendo el “coraje” del que se agazapa tras el anonimato de las masas. Los imagino con su voz gruesa de hinchas felicitándose a las risotadas porque dejaron ciegos a los jugadores de River.

Ser ciego no es metáfora, aunque bien podría serlo.

Ciega debió estar la policía y la seguridad que no detectó los ejecutores de semejante estupidez.

Ciegos parecían los relatores y dirigentes que ignoraban el atropello y seguían especulando con que continuara el partido.

Ciegos el técnico y los jugadores de Boca que en lugar de solidarizarse con las personas agredidas tomaban su posición en el campo de juego con gesto amenazante y el pecho inflado

Pasan los minutos, la cosa se pone cada vez más tensa. El público se ha retirado y los jugadores siguen en el centro de la escena. Las familias, los trabajadores, los oficinistas salen cabizbajos, mientras un grupito de energúmenos sigue cantando consignas vacías desde una de las tribunas. Los jugadores esperan entre la incertidumbre y el desamparo, sin romper la lógica –absurda a esta altura- de locales y visitantes.

Mi hijo se pregunta por qué no pueden salir. ¿Los de Boca no pueden acompañar a los jugadores heridos de River, mostrarles alguna clase de solidaridad o comprensión? Difícil explicar semejante grado de mezquindad.  

Recuerdo el juego de pelota de los mayas y de los aztecas.  Verdaderas batallas donde se dirimían los conflictos sociales, que a veces terminaban en sacrificios humanos.

Chicos, apaguemos la luz. Es hora de dormir.


Nico se despierta esta mañana angustiado. Lo primero que me pregunta es si los jugadores salieron de la cancha juntos o separados.