“Estamos en verano y hace calor, casi como aquella mañana del 16 de
noviembre de 1986 cuando, en cierto modo, empezó a escribirse este libro,
cuando la chica muerta se cruzó en mi camino. Ahora tengo cuarenta años y, a
diferencia de ella y de las miles de mujeres asesinadas en nuestro país desde
entonces, sigo viva. Solo una cuestión de suerte” [i]
Esto dice la escritora Selva Almada en su libro Chicas
muertas, donde indaga en los crímenes nunca
esclarecidos de tres mujeres jóvenes del interior del país en la década del ‘80.
El primer caso es el de Andrea Danne, que murió en su cama el 16 de noviembre de 1986 en
un pueblo cercano a San José, Entre Ríos. El segundo corresponde a María Luisa Quevedo,
una adolescente que trabajaba como mucama en una casa de familia, y que
apareció muerta en un terreno inundado de Roque Saenz Peña, Chaco, el 11 de
diciembre de 1983. El tercer caso es el de Sarita Mundín, una joven madre que
había sido prostituta, y que fue vista
por última vez el 12 de marzo de 1988 en Córdoba, cuando salió con su amante.
Un año después, un esqueleto apareció
enganchado en un árbol a orillas del río Tcalamochita.
Cuerpos mutilados, vejados, descartados. En tiempos en los que aún no se hablaba de
femicidios ni de violencia de género,
los cuerpos de Andrea, María Luisa y Sarita, interpelan desde la
injusticia y el olvido. Sus nombres preceden a una larga lista: María Soledad Morales, Adriana y Cecilia
Barreda, Carolina Aló, Natalia Melman, Liliana Tallarico, Fabiana Gandiaga,
María Marta García Belsunce, Paulina Lebbos, Nora Dalmaso, Rosana Galliano,
Wanda Taddei, entre muchos otros.
Las crónicas periodísticas suman historias atroces todos los
días, incluso mientras editamos esta entrevista: Angeles Rawson, Melina Romero, Lola Chomnalez, Daiana García, Andrea
Castana, Gabriela Parra, Chiara Páez. No
existen cifras oficiales, pero durante 2014 la ONG Casa del Encuentro relevó
277 femicidios, uno cada 30 horas.
El libro se interna en las profundidades de una cultura que,
entre el calor, los silencios y las morosas siestas de la tarde, estalla en
pequeños gestos cotidianos. Los celos de Cachito, que “dos por tres la puteaba a su novia porque se
pintaba o usaba ropa ajustada o la veía hablando con otro muchacho”, la mujer
que entregaba el sueldo completo al esposo para que se lo administrara, “la que
no podía ver a su familia porque al marido le parecían poca cosa”, “la que
tenía prohibido usar zapatos de taco porque eso era de puta”.
Selva Almada transita diferentes registros: lo poético, lo
ensayístico, lo periodístico, lo autobiográfico y hasta lo místico. No se trata
de un capricho sino de una necesidad, de una urgencia. La autora no escatima recursos para retratar
desde todos los ángulos el trasfondo de desvalorización y desigualdad que
desemboca en violencia. Si recuerda
fragmentos de su propia vida, si nos lleva a sus recuerdos, o si transita casi
sin rumbo en busca de alguna pista de aquellas vidas truncadas, es porque, como
dice ella misma, no ser una de aquellas chicas “es solo una cuestión de
suerte”.
Chicas muertas está nominado al premio Rodolfo Walsh de la Semana
Negra de Gijón, España, como mejor libro
de crónica. El concurso se definirá en el próximo mes de julio.
¿Por qué elegiste el título Chicas
muertas?
Selva Almada: El
libro lo tuve en la cabeza durante muchos años, empecé a pensarlo en 2008. En
el 2010 recibí una beca del Fondo de las Artes para hacer el trabajo de campo,
así que en ese año hice las entrevistas, recopilé diarios, leí los expedientes,
pero el libro recién lo escribí en el verano de 2014. Tenía las entrevistas,
fotocopias de cómo los diarios habían tratado los casos en ese momento, tenía
fotocopiadas partes de los expedientes y
tenía fotos, había compilado el material. Cada tanto me planteaba cómo iba a
escribir el libro, desde dónde lo iba a escribir. Empezaba borradores y los
abandonaba. A todos estos intentos
siempre los llamaba “lo de las chicas muertas”, lo empecé a llamar así
domésticamente. Releyendo uno de los expedientes, vi que se usaba esa figura en la búsqueda de
sinónimos por parte de la justicia. Cuando se les acababa “occisa”, “difunta”,
“víctima” y ya no sabían cómo llamarla, aparecía “la chica muerta”. Así me fue
seduciendo la idea de que el libro se llamara así. Me parecía un poco brutal al
principio, pero también me parecía que era la verdad, que no había que buscar subterfugios ni
metáforas para hablar de lo que quería hablar.
El
libro cuenta tres historias de femicidios pero también muestra la cultura que
dio lugar a estos crímenes. ¿Empezaste la investigación para mostrar esa
cultura o buscando a los culpables de
aquellos crímenes?
S.A.: Por
supuesto que yo tenía la fantasía de encontrar algo, pero suponía que eso no
iba a suceder porque habían pasado 30
años desde aquellos femicidios. Si ni la policía ni la justicia habían llegado a ninguna conclusión, resultaba
fantasioso que yo pudiera descubrir algo.
Eso no era, además, lo que me animaba a escribir el libro. Me animaba
rescatar la memoria de esas chicas.
El disparador fue el
caso de Andrea Danne, la chica de Entre Ríos. Cuando hablaba con gente de mi
generación sobre el tema, tenía que insistir bastante para que se
acordaran. No entendía cómo se habían olvidado de algo que yo tenía grabado
como si hubiese sucedido ayer, cómo se habían olvidado de que habían matado a
esa chica y que nadie había ido preso por ese asesinato.
Leí una nota en una
revista sobre los veinte años del caso
María Soledad. El periodista había ido a Catamarca y contaba que mucha gente había olvidado el
caso, que los chicos que iban a la misma escuela a la que había ido María Soledad, no sabían quién era. Me impacta el olvido: las
asesinan, no tienen justicia, lo cual es volver a matarlas, y después viene
también el olvido como otra manera de matarlas.
Lo que animó el espíritu del
libro, si no encontraba al culpable, era por lo menos que se reconstruyeran esas
historias, contar quién era cada una, en qué circunstancias fueron asesinadas, y
contar que no se hizo nada con eso. Contar cómo la gente siguió viviendo, cómo los amigos y familiares tuvieron que
resignarse, y cómo en sus pueblos hay
que escarbar bastante para que alguien se acuerde de algo tan atroz como el asesinato de una mujer joven. En el caso
de Andrea, su historia tiene ribetes misteriosos: fue dentro de su casa,
una puñalada en el corazón, es todo muy simbólico. ¿Cómo puede ser que hoy no
nos acordemos de algo que conmocionó tanto a toda una sociedad?.
El caso de Andrea Danne sucede
dentro de la casa. Estos casos muestran una realidad inquietante y es que
muchas veces la violencia no está en la
calle sino dentro del propio hogar. El hogar deja de ser un lugar seguro y de
contención.
S.A.: El caso de
Andrea sucedió cuando yo tenía 13 años y siempre me impactó mucho. Cuando
empecé a ser más grande pensaba que de chica me habían enseñado “cuidado con
los extraños”, “no te subas a un auto”, “no hables si no lo conocés”, “no pases
por una obra en construcción”. El peligro siempre estaba en “el afuera “, y en ese sentido, el asesinato de Andrea fue la revelación de
que el peligro también está dentro de tu casa.
Hoy en día seguís escuchando esa idea del asesino de mujeres
de las series norteamericanas, un loco que un buen día empieza a matar, y no se toma conciencia de que en la mayoría
de los casos no es ningún loco de afuera sino el vecino, el exmarido, el novio,
el hermano, el padre; es decir, un
hombre al que la víctima conoce, y quien
tiene o ha tenido su confianza. En el
caso de Angeles Rawson era el portero, un tipo al que ella conocía desde los
seis años. En la mayoría de los casos el
culpable está relacionado con la víctima, y sin embargo seguimos fomentando esa
idea de que es el afuera, alguien desconocido. En el 95% de los casos no es
alguien desconocido, sino alguien a quien la mujer conoce.
El libro está ambientado en zonas rurales, en lugares más
bien claustrofóbicos donde casi todo el mundo se conoce. Pero también hay
femicidios en las grandes ciudades. ¿Ves alguna diferencia entre los femicidios
en zonas rurales y los que se cometen en ciudades?
S.A.: El tema
atraviesa el país a lo largo y a lo ancho. Yo tomo esto en la geografía que
atraviesa mis novelas, mi obra de ficción donde trabajo las zonas rurales. El
primer caso fue el de Andrea, después apareció el de María Luisa y el tercero
sí lo fui a buscar y dio la casualidad que eran chicas de pueblos chicos en la
misma época. No tomé casos de ciudades porque surgieron así, pero no porque crea que no sucedan o tengan
características diferentes. Creo que tienen las mismas características, sobre
todo porque el patrón es el mismo, siempre es alguien cercano. La única diferencia es que los que suceden en
la ciudad tienen más repercusión porque le quedan más cerca al periodismo. En
el caso Angeles Rawson, por ejemplo, los canales están todos cerca de la zona
del crimen. Era muy simple mandar un periodista, una cámara. Pero además
también era una chica que podía ser la hija de cualquiera de clase media. En
ese caso hubo una identificación de la clase media, no era alguien del
conurbano como luego sucedió con Melina Romero,
de quien se habló de si usaba piercings, si era bolichera, si había
dejado el colegio, etc. . Angeles Rawson reunía las características de la hija
que todos queremos tener. La identificación fue inmediata por la extracción
social.
Vos
contás en el libro algunas situaciones muy impresionantes que están
relacionadas con la cultura machista. Hacés referencia a una suerte de
“tradición” en algunos lugares a la que le llaman “hacer el becerro”
S.A.: Eso me lo
contó uno de los entrevistados a raíz del caso de Andrea Danne. Se trata de una
práctica que era muy común en San José, Entre Ríos, en la década del 80. Una chica de Salta también me contó lo
mismo. La práctica consistía en levantarse a una chica y luego llevarla para
que todo el grupo la “disfrute”. El caso María Soledad es un ejemplo muy claro,
el que la lleva a la fiesta y la entrega es el tipo con el que ella salía, el
Tula.
Los casos que contás en el libro sucedieron hace más de treinta años, pero
surgieron de una cultura que todavía está vigente. El libro tiene el gran valor de contar
situaciones más sutiles que hablan de una concepción determinada de las
mujeres.
S.A.: Todo es
parte de la misma trama, de vez en cuando –lamentablemente según las
estadísticas cada 30 horas- la cosa llega al extremo máximo que es el
femicidio. Pero antes, todos los días de tu vida, en algún momento pasaste por una situación,
que no está ni cerca de lo que pasaron estas chicas, pero que uno tiende a
naturalizar: me tocaron el culo en el colectivo, mi novio no me deja tal cosa.
Situaciones que ninguna mujer puede decir que nunca las atravesó y que son
pequeñas, pero que contribuyen a armar este entramado que después sostiene
aquello que es muchísimo más grave que es el femicidio. Para empezar a pensar
el problema hay que pensar en eso: no es cuando está muerta, es todo lo
anterior que todos los días todas las mujeres atravesamos en algún momento.
Cuando apareció el cuerpo de Daiana García, estaba de moda el “Je suis
Charlie”, “Je suis …”. Con un amigo decíamos que lo más honesto sería que todos
dijéramos “Yo soy el asesino de Daiana” porque en realidad el asesino no surgió
por generación espontánea, no es un paracaidista ni un extraterrestre. Es uno
como nosotros.
¿Cuál es el rol de la pobreza en
estas situaciones de violencia?
S.A.: Los tres
casos que tomo son chicas de clase media baja, pero no creo que sea exclusivo
de las clases bajas. Me parece que en las clases altas hay mecanismos que
permiten el ocultamiento y las mujeres de clase baja son más vulnerables.
Violencia de género hay en todas las clases.
¿Hay diferencias
entre los casos que contás en el libro de los 80 y los de esta época?.
S.A.: Ahora se da
más difusión a los casos en los que mata el marido, el novio o exnovio,
mientras antes no trascendían el ámbito familiar. Era una trageida que sucedía
a la familia, en cambio hoy eso también es noticia y ya no como una cosa que
compete a esa familia sino como algo social. Esa idea de que no es algo que
pasó a una familia, sino que nos está pasando a todos.
Una de las fuentes
del libro son las notas periodísticas. ¿qué pensás sobre cómo el periodismo
trata estos casos? ¿cómo los trataba entonces y cómo los trata ahora?
S.A.: Yo creo que
el periodismo tiene que reflexionar bastante sobre el tema. Cuando apareció el
cuerpo de María Luisa, en el 83, todos los días tenían que poner un recuadro
sobre el caso. Como no había novedades porque no avanzaba la investigación, se
hizo un culebrón donde aparecían sospechosos que no eran, o alguien señalaba como asesino a alguien a
quien tenía bronca.
Hoy todavía sigue sucediendo, pero hay excepciones. Un
referente de lucidez y honestidad es Página 12, que siempre trató desde otro
lugar estos temas, con la seriedad y
reflexión que merecen. Estoy casi segura de que es el primer diario que utilizó
la palabra femicidio. Algunas cosas
cambiaron: ya no se habla de crimen pasional sino de femicidio, pero se siguen
haciendo culebrones, como en el caso
Angeles, donde se culpaba al padrastro
por su cara, o a qué tribu pertenecía. Lo de Melina Romero fue vergonzoso,
después de eso, lo de Daiana García, -la chica que fue asesinada después de ir a una entrevista de
trabajo- donde se opinaba sobre el short
que usaba, o por qué iba a buscar trabajo a las ocho de la noche. Todavía hay
mucha lengua suelta sobre un tema que merece reflexión y madurez. La prensa
todavía tiene mucho que hacer al respecto.
Vos hablabas de las fuentes del
libro: revisaste expedientes, entrevistaste familiares, viste fotos, visitaste
las locaciones. Pero algo que llama la atención es la presencia de una vidente.
S.A.: Cuando se me acabó la
plata de la beca , no podía viajar o continuar investigando, porque los casos
eran en el interior. Por entonces leí un libro de un cronista chileno llamado
Francisco Mouat que se llamaba El empampado Riquelme, el libro me gustó mucho y me pareció muy
osado que el periodista usara como fuente a una vidente. Me acordé además de series
de televisión donde se consulta a adivinas para resolver casos policiales. Tenía un amigo que consultaba a una tarotista
y le pedí que me contactara.
Le conté a la tarotista sobre el proyecto, y ella, que es
una mujer muy lectora, se entusiasmó con la idea de tirar las cartas a las
chicas. Más allá de las revelaciones que pudieron aparecer o no en las cartas, ella
me ayudó a encontrar relaciones entre las tres historias. Hasta ese momento
para mí lo único que tenían en común era la época en que habían sucedido y que nunca se habían resuelto. Ella insistía mucho con ciertas preguntas:
por qué escribía sobre tres mujeres que habían sido asesinadas, cuál era la
fascinación, qué tenía yo con esas historias, qué me identificaba. Tal vez por
eso hayan surgido muchas cuestiones autobiográficas en el libro. En ese sentido
las charlas y sesiones fueron muy enriquecedoras.
No pensaba poner ese material en el libro, pero a mi
editora, Ana Laura Pérez, le encantó. Yo me sentía insegura, no vengo del
periodismo y eso me causaba un poco de zozobra, me preguntaba cómo podía ser mirado este libro por periodistas de
investigación, y encima ponía a una tarotista. Pero ella me convenció de que el
personaje tenía que estar y tenía que ser un personaje literario. Escribí una
primera versión del libro y se la pasé a María Moreno con la misma duda de si
lo tenía que sacar. María me dijo que tendría que aparecer más, que la estaba
poniendo poco, y ahí terminó en la segunda versión terminó siendo la Señora un
personaje más del libro. Termina convirtiéndose en un personaje literario. Es un lujo que me pude dar porque no soy periodista.
El libro cabalga
entre lo autobiográfico, lo literario y
lo periodístico…
S.A: Eso también
fue algo con lo que no terminaba de dar en los borradores, yo sentía que si iba
a escribir una crónica tenía que ser todo lo periodística que yo pudiera sin
ser periodista. Pero Ana Laura me hizo ver que lo interesante de la crónica era
que yo no era periodista. Aceptar la limitación de no ser periodista me dio
libertad para escribir con las herramientas que yo conozco que son las de la
literatura, no lo puedo hacer de otra manera.
A sangre fría, de Truman Capote, es un libro que me encanta y cuando pensé en
este libro fue un referente. Fui varias veces a releer partes para imbuirme un
poco de esa atmósfera.
Cambiemos de libro. Te convocaron a
escribir un prólogo de Código Rosa, que
cuenta historias relacionadas con el aborto. ¿Qué significó para vos escribir
sobre este tema?
S.A.: En mi
adolescencia nos pasaban una película que se llamaba “El grito silencioso”, que
nos había causado una impresión tremenda
a todos, tanto varones como
mujeres. El video fomentaba una posición antiabortista incentivando la culpa y
el miedo. El pueblo del que yo vengo,
Villa Elisa –Entre Ríos- es muy católico, muy conservador. Todas las historias
que siempre habíamos escuchado de abortos eran terribles y siempre estaba
ligado al asesinato. Abortar era igual a asesinar, y este video venía a
reforzar esa mitología, por llamarla de
algún modo, que nos metían desde chicas en la cabeza. La que abortaba era mala,
estaba cometiendo no solo un acto ilegal sino que además era una cuestión de
conciencia, de culpa y de moral. Durante
toda mi adolescencia yo fui
antiabortista, ya que vi ese video
cuando tenía 13 años. Entre los 15 y los 16 empezaron a circular historias de
abortos de chicas que iban a la escuela conmigo. Siempre asociadas a las clases
más pudientes, la que abortaba lo hacía en una clínica, en condiciones
sanitarias óptimas. Seguía siendo malo abortar,
pero había mujeres que podían hacerlo y no se morían, mientras para las
de clase media baja -como yo- o pobres, abortar era sinónimo de poder quedarse
ahí, en el proceso, en el acto. Al ir a
la facultad y al salir del pueblo empecé a pensar el tema desde otro lugar, yo
termino el prólogo diciendo qué bien que me hubiera hecho leer un libro así
cuando era chica.