Don Draper es mi padre. Llegué a la conclusión hacia la
mitad de la segunda temporada de Mad Men, cuando no podía evitar el efecto
hipnótico de la serie que –Netflix mediante-
me desvelaba capítulo tras capítulo hasta altas horas de la noche. Fue entonces que comprendí que aquel hombre
de traje y afeitada, de pelo engominado
y porte misterioso, era demasiado parecido a mi padre, o a la imagen que
una niña nacida en la clase media de mitad de los años 60 podía tener de su
padre.
Mi padre vestía trajes grises, transmitía la solidez de un
superhéroe, y llevaba un peine en la guantera que desenfundaba antes de
enfrentar el mundo. Como Don Draper, le gustaba el cigarrillo y tuvo una infancia difícil de la que emergió
con la prestancia del self made man.
Y no termina aquí lo autobiográfico: los decorados, los
peinados, la ropa, la televisión, forman parte del collage de mi infancia. Allí abundan –como en Mad Men- cortinas anaranjadas, pisos alfombrados,
paredes machimbradas, lámparas de colores,
muebles de patas cilindradas, estampados psicodélicos. En aquel paisaje
lejano reconozco la tensa calma suburbana, la televisión en blanco y negro, y los autos rectangulares y aparatosos. Me
identifico también con los niños de la serie que, como todos los chicos nacidos
en plena carrera espacial, soñaban con ser astronautas y viajar a la luna. Sospecho que tantas coincidencias no son
casuales: Matt Weiner, el creador de la serie,
nació el mismo año que yo y habrá recurrido a sus recuerdos infantiles
para idear la obsesiva reconstrucción de la vida de un creativo publicitario en
la década del 60.
Espiar el mundo de Don Draper fue espiar el mundo de los adultos, allí donde todo
parecía sólido y previsible, para descubrir la impostura de aquello que se
escondía detrás de los silencios y cosas dichas a medias. Todo formaba parte de
una realidad líquida donde nada era lo que parecía. La familia tipo y el sueño americano armaban un
espejismo que se escapaba cada vez más lejos.
Tal vez por todas estas coincidencias o simplemente porque cada escena de Mad Men está construida con el detalle de una obra de arte, es que no pude despegarme de su atmósfera hasta que terminé de ver el último capítulo de la última temporada.
Retrato de un perdedor exitoso
Detrás de su porte de triunfador, Don Draper resultó ser el
hombre más triste del mundo. Ni el dinero, ni una casa lujosa, ni la
mujer de figurín, ni la familia perfecta lograron su felicidad.
La sociedad del éxito no pudo contra la soledad y la melancolía.
Don Draper y sus miradas, sus vacíos, sus repentinas ausencias. Mad Men es un drama
construido con elipsis, con aquello que
no se dice. Un drama con el ritmo moroso de un libro, que se despliega en los
silencios, en los gestos, en la búsqueda de una felicidad artificiosa. Cada temporada avanza lentamente y se degusta
como el vaso de whisky con el que Don se relaja en su oficina. Para los que buscan acción y vértigo, esta no
es la serie. Se trata aquí de atmósferas y personajes, de pintar los matices
más sutiles de la experiencia humana, de hurgar más allá de las apariencias.
La escritora francesa Nathalie Sarraute adaptó el término
científico “tropismo” a la literatura. Según la autora, son los “movimientos
apenas voluntarios y subterráneos donde se originan los comportamientos, las
sensaciones, los actos; son esas vibraciones imperceptibles, esas impresiones
innombrables que modifican las relaciones entre los seres humanos y se reflejan
en sus más cotidianas reacciones, en sus gestos más corrientes.” Pienso en esta
palabra cuando veo a Don con la mirada perdida recordando su infancia, a Peggy
contener la respiración frente a los desaires de sus compañeros, a Roger
inventar una broma en pleno velorio de su madre, a Joan acomodarse el vestido
después de ser violada por Greg Harris, su marido. Todos estos gestos que
muestran las angustias subterráneas de las personas, son el combustible que alimenta a los
personajes.
He pensado muchas veces que la saga de Don Draper bien
podría haber sido una monumental novela épica de aquellas que siguen las
peripecias de su protagonista. Solo que aquí el héroe es, a pesar de las apariencias,
un antihéroe. Don es lindo, inteligente, exitoso, adinerado, dueño de una casa
en los suburbios, bien casado con una exmodelo, y respetado padre de familia.
Todo esto debería alcanzarle para ser feliz, pero Don no es feliz. Tal vez esa
sea la prueba más certera del fracaso del sistema: alguien que ha llegado a la
cúspide por sus propios medios, y, una
vez allí, descubre que tampoco está satisfecho. Don no es feliz, aunque él
mismo haya inventado el concepto de felicidad:
“La publicidad se basa
en una cosa, la felicidad. Y, ¿sabes lo que es la felicidad? La felicidad es el
olor de un coche nuevo.”
En el mundo de Don Draper –al menos en la primera
temporada-, ni siquiera el amor se salva del escepticismo: “Lo que tú llamas amor fue inventado por alguien como yo para vender
medias de nailon”, no tiene empacho en decir.
Este hombre que afirma que la felicidad no existe, la busca
hasta la autodestrucción. A lo largo de siete temporadas vemos cómo en los
títulos se precipita en caída libre entre las tentaciones publicitarias del
sueño americano.
Como en El Quijote, donde el protagonista busca el ideal de
las novelas de caballería, o en Madame Bovary, donde Emma va de amante en
amante en busca del ideal de las novelas románticas, Don Draper va detrás del
sueño americano. Pero a diferencia de los dos primeros, Don es el creador y
artífice de su propia utopía, un sueño relacionado con el consumo, que no es
otra cosa que el espejo vacío de sus propias creaciones publicitarias. Su
personaje está solo frente a una utopía que sabe que no es tal. Una utopía que
es una ilusión, igual que su identidad, también falsa. El destino es la
insatisfacción, la disconformidad, el cinismo.
¿Hay esperanza para Don Draper? Sin estropear el final a
quienes no lo hayan visto, podríamos decir que sí, que el personaje crece y,
sobre todo en los últimos capítulos, su coraza se desarma luego de un largo
proceso de introspección, lejos de los decorados artificiales de Madison
Avenue, y cerca de la naturaleza y de la contracultura hippie. Al ideal del
consumo que representa la publicidad (y la felicidad, Don dixit), los hippies
oponen sus comunidades lejos de todo avance consumista (¿estará allí la
felicidad?).
En algún momento del penúltimo capítulo, Don y Peggy tienen
un diálogo revelador:
Don - ¿Qué ves para tu futuro?
Peggy – Quiero ser la primera
mujer directiva de esta agencia
Don se sonríe – Me sorprende que
lo sepas con tanta exactitud. Supongamos que lo logras, ¿qué sigue?
Peggy – Conseguir una cuenta
enorme.
Don - ¿Y después?
Peggy – Tener una gran idea,
crear una frase pegadiza
Don - ¿Te gustaría ser famosa?
Peggy – Sí
Don - ¿Y qué más?
Peggy – No sé
Don – Sí lo sabes
Peggy – Crear algo con un valor
duradero
Don ríe con sorna - ¿En
publicidad?
Peggy – Esto es sobre mi trabajo,
no el significado de la vida
Don - ¿Pensás que no están
relacionados?
Peggy – Estás de mal humor, por
qué no escribes tus sueños para que yo pueda pisotearlos.
Queda claro que la felicidad está en una escalera donde
siempre hay otro peldaño más alto en un proceso que difícilmente llegue a su fin.
Peggy quiere crear algo con valor duradero, cosa que para Don está reñida con
la publicidad. Felicidad, publicidad y consumo corren por vías paralelas que,
para Don, no se cruzan, aunque su trabajo sea hacer creer a la gente que sí.
Hay que llegar hasta el final de la serie para ver si Don puede vencer el
pesimismo y encontrar algún sentido en el trabajo y en la vida.
El otro aspecto que surge de esta conversación entre ambos
protagonistas, es el del papel de las mujeres en la sociedad de los años
sesenta, con el que aún hoy podemos sentirnos identificadas.
Deliciosas criaturas perfumadas
-
Comme je m’ennuie!, se quejaba Madame Bovary, harta
de la chatura de la vida pueblerina.
Lo mismo podría decir Betty Draper, porte de modelo,
fumadora empedernida, madre aburrida.
Betty carga con el mandato del ama de casa perfecta de la década del 50,
aquella que se dedicaba feliz a su próspera familia, rodeada de confort y lejos
de las vicisitudes de la vida laboral. Pero estamos en los 60, y todo aquello
no la conforma. Su incomodidad se nota en los gestos de disgusto frente a sus
hijos, en su insatisfacción, en el ahogo con el que juega a ser la anfitriona
perfecta.
Betty es confinada en sus sucesivos matrimonios a un lugar
decorativo en el que debe lucir siempre espléndida para sostener la carrera del
marido de turno. Tanto Don Draper como Henry Francis la exhiben como trofeo y se
interesan poco por sus opiniones.
En el ambiente claustrofóbico de la vida suburbana, son
pocas las veces que Betty irradia felicidad. Cuando organiza una colecta para
mejorar el agua del pueblo, cuando viaja a Italia con Don y sorprende con su
dominio del italiano, cuando parece a punto de retomar su carrera de modelo.
Pero cada una de las inquietudes de Betty se ahoga bajo el mandato de una
sociedad que la somete y subestima.
Don la usa como prototipo de la esposa suburbana para un
estudio de mercado, y ella se indigna al enterarse. Henry, su segundo esposo,
la reprime duramente luego de que opina de política en una reunión:
- Habla sobre cómo te molestan las migas sobre la
mesa, y deja el pensamiento para mí, le espeta.
La opresión estalla cuando en uno de los capítulos de la
primera temporada, luego de aceptar silenciosamente que no volvería a trabajar
como modelo, Betty empuña un arma en el jardín de su casa, y con un cigarrillo
colgando de la boca, dispara a los pájaros de su vecino.
Betty es, de algún modo, la denuncia contra el confinamiento
doméstico de las mujeres, que en la década del 60 se empieza a desmoronar.
Peggy Olson, la mujer que recorre el camino de secretaria a
creativa publicitaria, representa a la mujer dispuesta a dejar el ámbito
doméstico y luchar contra el techo de cristal.
Peggy aspira a ocupar el mismo
lugar que Don, pero aunque a lo largo de las temporadas ha demostrado su
talento y capacidad de trabajo, deberá abrirse camino entre el desprecio y los
prejuicios de los demás personajes.
Peggy renunció a su hijo, al que dio en adopción, para
focalizarse en su carrera, un pecado difícil de perdonar en cualquier época. En
el penúltimo capítulo expone su secreto ante su amigo y compañero Stan:
Stan – No podrías haber hecho tu
carrera si hubieras tenido hijos, le dice él, que ignora su secreto.
Peggy – Ya entiendo –le responde
con ironía- el secreto de tu espectacular carrera es que no los tuviste. Puedes
tenerlos y escaparte o ni siquiera saberlo. Cualquier hombre puede equivocarse
sin que eso le impida avanzar, (la mujer) debería poder vivir su vida como lo
haría un hombre.
“Peggy no se casó”, se llama el ensayo que escribió el escritor español Enrique Vila-Matas en el libro Mad Men. O la frágil belleza de los
sueños en Madison Avenue. El autor sostiene que la historia de Peggy y sus
compañeras de oficina es en realidad la trama secreta, el centro de la
narración, el eje verdadero de la serie. Para él “pasara lo que pasara, siempre
al fondo de las escenas estaba Peggy (…) Peggy canta siempre al fondo, pensé. Y
me dije también que ella no solo era la trama secreta, sino también el género
secreto oculto en el eje mismo de la narración (… ) Peggy, vista como un fragmento que rompe,
quiebra y acaba cantando al fondo de alguna sala, aniquilando cualquier posible
última ilusión anticuada de plenitud decimonónica.”
No sabemos si al final Peggy se casa o no, pero sí sabemos
que está decidida a seguir dando batalla en un mundo que comenzaba a abrir sus
puertas –a los golpes, eso sí- a mujeres como ella.
Joan, el otro personaje femenino importante de la serie,
lucha para que la reconozcan en un ámbito donde el acoso es moneda corriente. La
belleza abre puertas hasta que se convierte en un arma peligrosa y empieza a
cerrarlas. Porque Joan tiene una figura curvilínea y le gustan los vestidos
ajustados, pero eso es solo el envase de una mujer inteligente y eficiente que
va ganando independencia a medida que enfrenta distintos desafíos.
Entre aquella secretaria que aspiraba a conseguir un marido de los primeros capítulos, a la mujer que lucha por
sus derechos, mantiene sola a su hijo y decide independizarse, transcurren
siete temporadas y corre mucha agua bajo el puente.
En una escena memorable, Joan y Peggy intentan vender un
proyecto a unos clientes que de manera burda y grosera ignoran la propuesta y
se dedican a lanzar indirectas sobre la silueta de Joan, como si fueran estudiantes secundarios. Ella
se ofusca y piensa que jamás la tomarán en serio, aunque seguirá luchando por
su lugar y no dejará que los embates masculinos la amedrenten.
Me costó llegar a los últimos capítulos. No quería
despedirme de los personajes, sabía que los iba a extrañar. Me sentía como Sally,
la joven hija de Don Draper, que descubre un oscuro secreto de su padre a
través de una puerta entornada.
Espiar el mundo de
Don, Betty, Peggy y Joan fue mirar por
el ojo de la cerradura ese mundo tan parecido al de mis padres, donde todo
parecía tan sólido y la felicidad era un
lujo que suponíamos se podía comprar. Una mirada sobre mi propia infancia, y
sobre los comienzos de esta modernidad líquida, en la que siempre sentimos que
la verdadera vida –como en las buenas publicidades- habita en otra parte.
Nota publicada por elblog Damiselas en apuros