Texto: Silvina Quintans
Foto tomada de la página http://clubdemalasmadres.com/
Hace un par de semanas una modelo relató ante las
cámaras de televisión que tuvo a su hijo de más de 4 kilos después de 36 horas
de trabajo de parto sin anestesia: “Fue
como un parto animal, me puse de cuclillas, buscando la posición más cómoda”. Envidio su entereza mientras recuerdo mis
propios partos y cómo le rogaba al médico que me pusieran la anestesia ante los
embates de las contracciones. Me
pregunto: ¿seré una mala madre?
Para estas fechas asedian las fotos de mujeres
espléndidas junto a sus hij@s también impecables. Un mundo sin ojeras, iluminado como una
estampita, donde relucen ambientes en
colores pastel, ropas vaporosas y sonrisas blanqueadas bajo una catarata de
títulos:
SER MADRE ENCENDIO MI
PASION, .
SER MADRE ME
HACE SENTIR UNA MUJER COMPLETA
DESDE QUE NACE
UN HIJO TU VIDA YA NO ES MÁS TUYA
TRATO DE CONFIAR
EN MI INSTINTO Y NO GUIARME POR LOS MANDATOS
CUANDO ESTOY CON
MI BEBÉ SOY UN NIÑO MÁS
ME LEVANTO Y ME
ACUESTO PENSANDO EN MI HIJA
JAMAS IMAGINE
QUE IBA A AFLORAR EN MI SEMEJANTE INSTINTO ANIMAL
Me atraganto con todos estos títulos mientras intento que
mi hijo adolescente enhebre una oración con sujeto y predicado, y amenazo al
preadolescente con tirar el celular a la basura si lo sorprendo frente a la
pantalla un minuto más. La casa está desordenada, la luz es penumbrosa, mi pelo
está erizado por la humedad y mis cuerdas vocales empiezan a emitir reclamos
cada vez más agudos. Me convierto en una aterradora versión de Doña Florinda.
Madraza, leona, madre osa, supermami, heroína. Desde
siempre hemos escuchado que las madres tenemos poderes especiales, instintos, perspicacia,
una habilidad única para hacer muchas cosas a la vez, y una sabiduría ancestral
para consolar a un bebé que llora, fabricar un disfraz con dos harapos,
detectar cualquier peligro que aceche a nuestros polluelos, cocinar sabores
imbatibles y librar a la familia de la
pátina de tierra sobre los muebles.
Me siento juzgada
por las páginas de la revista. Mamás siempre dispuestas, preocupadas
hasta la obsesión por la alimentación
sana de sus hijos, por el rendimiento académico, por los logros deportivos, por
sus méritos artísticos. Mamás que nunca
levantan la voz, que viven en un permanente éxtasis maternal, incansables,
bonitas, perfectas.
¿Seré una mala madre? ¿Existe ese estado de felicidad
permanente? ¿Por qué me siento culpable cuando pongo límites y también cuando
no los pongo? Me pregunto todas estas cosas, mientras la televisión me recuerda
que debo desinfectar mi casa, porque las bacterias acechan y, como bien
sabemos, “las mamás pasamos el 99,9% del tiempo
pensando en nuestros hijos”.
Mamás
políticamente perfectas
La perfección maternal
tampoco afloja a la hora de las urnas. La maternidad es también un arma
política en Estados Unidos. Michelle Obama,
abogada que dejó de lado su profesión para ocupar el lugar de primera
dama, se autodefinió como “mom in chief”
(mamá en jefe). Manifestó que aunque
trabajó durante muchos años, su prioridad siempre fue la educación de sus hijas. “Cuando pienso en
los temas que enfrenta nuestra nación –declaró-, pienso en lo que significan
para mis hijas”.
Michelle se diferencia así de la ex primera dama demócrata y primera candidata
mujer a la presidencia Hillary Clinton, muy criticada porque en 1992 espetó a
un periodista una frase que hizo historia: “Supongo que podría haberme quedado
en casa a hornear galletas y tomar el té, pero lo que decidí fue desarrollar mi
profesión”. Su frase no cayó bien entre
las amas de casa y abrió una brecha entre las “working moms” (madres que
trabajan) y las “at home moms” (madres que se quedan en casa).
En los 90 aparecieron las “soccer moms”, madres
futboleras que viven pendientes de las actividades de sus hijos y conducen
largos kilómetros para llevarlos a los partidos, y las “hockey moms”, del mismo estilo, pero
en versión hockey sobre hielo.
La ex gobernadora republicana de Alaska Sarah Palin,
madre de cinco hijos, ha esgrimido como
argumento de campaña su condición de “hockey mom”. “¿Saben cuál es la
diferencia entre un pitbull y una hockey mom? – preguntó alguna vez- El lápiz
labial”. La hockey mom es multitasking, sabia y dura para soportar la
adversidad.
Sarah Palin y Michelle Obama militan en veredas opuestas
en política, ideología y modo de vida. Sin embargo, ambas suscriben a
una suerte de hipermaternidad que ha dado en llamarse el “New Momism”[i] . Esta tendencia abarca tanto a madres
trabajadoras como a aquellas profesionales que aspiran al ideal de la madre
perfecta y deciden dejar sus carreras para dedicarse a la crianza de sus hijos.
En 2005 la autora Katherine Ellison publicó un libro que
se convirtió en best seller: The Mommy
Brain (El cerebro de la mamá), allí sostiene que las mujeres son más
inteligentes después de tener hijos. Según este libro, las maternidad hace que
las mujeres se tornen más perceptivas, eficientes, resilientes, motivadas y emocionalmente inteligentes.
La enumeración de virtudes me exaspera. Me topo entonces
con “The Mommy Myth” (El mito de las mamás), un libro escrito por las Dras. Susan Douglas and Meredith Michaels que me
devuelve el alma al cuerpo. Las profesionales convocan a redefinir la función
materna en terminos más realistas. Afirman que la maternidad es la asignatura
pendiente del movimiento de mujeres.
En una entrevista con la cadena CBS, Douglas define el
“New Momism” en estos términos: “Es el
mito romántico de la madre perfecta. Es un papel que ninguna mujer podrá
alcanzar jamás. Su lista de cosas para hacer incluye: insuflar a Mozart hacia su útero, utilizar tarjetas de
álgebra con su hijo de seis meses, enseñar a su hijo de tres años a leer a
James Joyce, manejar cinco horas hasta un partido de futbol, y además lucir
sexy y feliz todo el tiempo”[ii]
El
problema que no tiene nombre
Una mañana de abril de 1959, cuatro mujeres conversaban en un café de los
suburbios prósperos de Nueva York. Una
de ellas, madre de cuatro hijos, hablaba de “el problema”, un problema que no
tenía nombre, que apenas podía definir,
pero que todas conocían bien. En aquella sociedad próspera de posguerra en la
que las amas de casa tenían garantizada una vida de tranquilidad y confort,
ellas sentían un malestar, un vacío que no podían expresar. Tenían todo aquello
a lo que se suponía debían aspirar: una casa en los suburbios, hijos,
electrodomésticos. Pero nada de eso les alcanzaba.
Esa conversación pescada al azar sobre “el problema que
no tiene nombre”, sobre aquella insatisfacción de las amas de casa
desesperadas, inspiró “La mistica de la
feminidad”, un libro escrito por la
activista estadounidense Betty Friedan, que ganó el Pulitzer en 1964 y marcó a
varias generaciones.
Al final de la Segunda Guerra Mundial, las mujeres, que habían salido a ocupar los
puestos laborales de los hombres, fueron
incentivadas a retornar a la vida
hogareña. Era indispensable elevar el
índice de natalidad y que los hombres retomaran sus empleos. Asentadas las conquistas de generaciones
anteriores, como el derecho al voto o a la educación, las mujeres quedaron
anestesiadas entre las paredes del
hogar, enredadas en una maraña de tareas domésticas.
Betty Friedan identificó las raíces del malestar de la
vida hogareña en una mística de lo femenino que se difundía a través de la
educación, la publicidad y los medios de comunicación. Una mujer que desde la
infancia había sido criada, educada y preparada para casarse, tener hijos,
cuidarlos y mantener la estabilidad emocional en el hogar. Debía, además,
apuntalar la carrera profesional de su marido, porque –se sabe- detrás de un
gran hombre siempre hay una gran mujer.
No puedo dejar de pensar en Betty Draper, la esposa del
protagonista de la serie Mad Men, siempre insatisfecha con su vida confortable
y vacía, o en April Wheeler, la protagonista del libro Revolutionary Road de Robert Yates –en el
cine protagonizada por Kate Winslet y Leonardo di Caprio-, que se ahoga en las
angustias de una vida sin sentido.
Friedan aspiraba a que las mujeres salieran de sus casas
y buscaran la realización como profesionales. Pero no pudo prever la
conflictiva convivencia que enfrentarían la maternidad y el trabajo. Ganamos el
derecho al sustento y a la realización personal, pero eso no nos liberó del
mandato del hogar. La doble carga lejos de liberar, acentuó la exigencia.
Han pasado más de
cincuenta años desde la publicación del ensayo de Betty Friedan que daba por
tierra con la idea de perfección de la vida doméstica. La escritora hablaba de
una profesionalización del ama de casa, a la que se le ofrecían cada día
productos más específicos para que sintiera que su tarea requería cierta
habilidad.
Me explico entonces el desconcierto que me asalta cada
vez que recorro las góndolas del supermercado. Nada cambió desde los tiempos de
Betty Friedan y me asaltan varias
preguntas existenciales: ¿llevo el desengrasante líquido, en crema o en polvo?, ¿qué diferencia hay
entre el limpiador para cocina, para baño o para dormitorio?, ¿Es necesario que compre tres tipos distintos
de productos para el piso: cerámica, mate o plastificados?.
La publicidad promete que contaré con la ayuda de un tipo
musculoso para las arduas tareas de limpieza, pero en la práctica lo único que
brilla es su ausencia. Me ilusiono con las virtudes de las amas de casa de los
comerciales: mamás que saben pasar el
trapo hasta que todo brilla, eliminar los gérmenes, elegir el pañal perfecto,
borrar las pisadas del perro, dejar todo listo para que el marido y los hijos
jueguen en el suelo sin temor a ensuciarse.
Cuando pensábamos que Susanita finalmente había sucumbido
a la rebeldía de Mafalda, allí están los medios y la publicidad para
recordarnos nuestra extraordinaria capacidad innata para los quehaceres del
hogar.
Clubes
de madres desesperadas
A toda mujer le gustaría gozar del éxito
profesional, ser una buena amiga, una novia amorosa, tener las manos hechas, el
pelo humectado y ser madre. Pero esta
ambición desmedida puede liquidarte,
Así se presentaba en 2012 la página de Según Roxi[iii], serie on line que
contaba las desventuras de Roxi, mamá de Clarita, que –como muchas madres-
lidia con la fauna de la puerta de la
escuela, tiene una casa desordenada, un auto rociado con galletas, juguetes y
bebidas, y un trabajo que le cuesta conciliar con sus demás obligaciones.
La serie desmitifica la maternidad y toma con humor las
exigencias desmedidas. Tuvo tanto éxito que se convirtió en libro, obra de
teatro y adaptó su formato a la televisión.
Según Roxi es el reflejo de la necesidad de muchas madres
de despojarse del estigma de la madre perfecta, habilidosa, instintiva,
infalible e incondicional que ahoga desde otros medios de comunicación.
En Estados Unidos,
el blog Her Bad Mother estuvo entre los 25 más influyentes de 2012 según la
revista TIME. [iv].
Otro gran éxito es el libro Scary Mommy, que figura entre la lista de los más
vendidos de The New York Times, con una página muy consultada en internet. [v]
“Yo era mejor madre antes de ser madre”, clama una de las
participantes de la página española Club de Malasmadres[vi], que recoge experiencias,
errores y secretos de madres hartas de tanta perfección, con una cuidada
estética basada en antiguas fotografías. “Venimos a reivindicar que seguimos
siendo mujeres y no somos perfectas, ni superwomans, y que, además, no nos
conviene nada tener superpoderes”, dice al diario El País de España Laura
Baena, creadora de la página, y agrega: “Queremos ser madres y también mujeres.
Estamos hartas de que nos etiqueten como progenitoras. Independientemente de tu
manera de criar a tu hijo, lo que nos une es el sentimiento de culpa que nos
acecha, la búsqueda de nuestro espacio, la lucha diaria por seguir siendo
nosotras mismas, por no perder esos intereses que nos movían antes de ser madre
y, sobre todo, por encima de todo, el sentido del humor y la autocrítica”.
Tengo muy asumido que estoy del lado de las malasmadres,
muy lejos de las madres perfectas. No tengo superpoderes, ni un instinto
especial. No pienso el 99.9 % del tiempo en mis hijos, como exige una
publicidad de desinfectante. Tampoco soy buena cocinera, no limpio el baño
hasta sacarle brillo, no sé coser dobladillos ni forrar cuadernos. A veces me
olvido de comprar el regalito para que lleven al cumpleaños y no tengo idea de
cuáles son los temas que entran para la próxima prueba. Pero sigo sintiendo
que, a pesar de todas mis falencias, los quiero con toda el alma, me alegra
verlos contentos y me desgarra verlos sufrir.
Termino de ordenar la casa y depongo la batalla con mis
hijos. Descubro que mientras escribía, uno de ellos estiró su cama y ordenó la
montaña de papeles. El más chico se despereza y se acerca para darme un abrazo.
Antes de cerrar la computadora, anoto una frase de Roxi: “La
maternidad es un trabajo que nadie sabe cómo hacer, pero todos tienen una
opinión para dar y algo para criticar. #quiéntepreguntó.”