Hace apenas unos días, moría Harper Lee, autora sensible que
con su libro “Matar a un ruiseñor”
sacudió los prejuicios raciales sureños apenas despuntaba la década del 60 y la
lucha por los derechos civiles. Scout es una chiquita inquieta que va aprendiendo
la vida según su padre, el modesto abogado Atticus Finch. Para los que alguna
vez estudiamos derecho y soñamos con defender una buena causa, Finch es el
modelo ideal. Un hombre que enfrenta la violencia y el odio de sus vecinos para defender a un hombre negro acusado injustamente de violar
a una mujer blanca.
En algún lugar del libro,
se explica el por qué del título:
“Cuando nos dio nuestros
rifles de aire, Atticus no nos enseño a disparar. Fue el tío Jack quien nos
instruyó en sus principios, dijo que Atticus no estaba interesado en armas.
Atticus le dijo a Jem un día,
-Prefiero que disparen a las
latas vacías en el patio trasero, pero se que ustedes van tras los pájaros.
Dispara a todos los pájaros azules que quieras, si es que les puedes acertar,
pero recuerda que es un pecado matar un ruiseñor-.
Ese fue el único momento que
escuché a Atticus decir que era un pecado hacer algo, y le pregunté a la
señorita Maudie al respecto. -Tu padre tiene razón-, me dijo ella. Los
ruiseñores no hacen otra cosa que crear música para que la disfrutemos. No se
comen los jardines de la gente, no hacen nidos en los graneros, no hacen otra
cosa que cantar su corazón para nosotros. Es por eso que es un pecado matar a
un ruiseñor."
Pienso en cuántos ruiseñores matamos cada día. ¿Cuántas
veces disparamos sobre aquellos que nos rodean de música, que se atreven a
cantar?
Pienso en los chiquitos de la murga que ensayaban sus pasos
cuando la gendarmería les disparó con balas de goma. Sus piernitas heridas, las
alas de un ruiseñor.
En estos tiempos de protocolos contra las protestas
sociales, pienso también en los muertos de la Masacre de Amritsar: hombres,
mujeres y niños que participaban de un festival en India y fueron asesinados a
mansalva por el poder inglés en 1919. En la matanza de Sharperville, en
Sudáfrica, cuando 69 manifestantes negros fueron asesinados por las fuerzas del
apartheid en 1960. En el domingo sangriento de Selma, Alabama, cuando la policía reprimió duramente
a una multitud que reclamaba por los derechos civiles de las personas negras –la
marcha fue en 1965, cinco años después de la publicación del libro de Harper
Lee- .¿Qué hubiera sucedido si hubieran obedecido la orden de no manifestarse?¿Qué
hubiera sucedido si no hubieran cantado? El silencio muchas veces es sinónimo de
resignación. Ruiseñores frente a un
orden social injusto.
El mismo día que murió Harper Lee, un pequeño delfín también
murió en manos de una multitud ávida de sacarse una foto en el balneario de
Santa Teresita. Morir por una sonrisa,
por ese hábito morboso llamado “selfie”, por esa adicción a la nimiedad, el
ombliguismo del “estuve ahí”, la pose de la felicidad forzada –y forzosa- . Un
delfín que muere de egoísmo, de sinsentido, la paradoja de ahogarse en la falta de agua. El disparo de una cámara como la
bala sobre las alas del ruiseñor.