jueves, 25 de febrero de 2016

MATAR A UN DELFÍN

Hace apenas unos días, moría Harper Lee, autora sensible que con su libro  “Matar a un ruiseñor” sacudió los prejuicios raciales sureños apenas despuntaba la década del 60 y la lucha por los derechos civiles. Scout es una chiquita inquieta que va aprendiendo la vida según su padre, el modesto abogado Atticus Finch. Para los que alguna vez estudiamos derecho y soñamos con defender una buena causa, Finch es el modelo ideal. Un hombre que enfrenta la violencia y el odio  de sus vecinos para defender a  un hombre negro acusado injustamente de violar a una mujer blanca.

En algún lugar del libro,  se explica el por qué del título:

“Cuando nos dio nuestros rifles de aire, Atticus no nos enseño a disparar. Fue el tío Jack quien nos instruyó en sus principios, dijo que Atticus no estaba interesado en armas. Atticus le dijo a Jem un día,
-Prefiero que disparen a las latas vacías en el patio trasero, pero se que ustedes van tras los pájaros. Dispara a todos los pájaros azules que quieras, si es que les puedes acertar, pero recuerda que es un pecado matar un ruiseñor-.
Ese fue el único momento que escuché a Atticus decir que era un pecado hacer algo, y le pregunté a la señorita Maudie al respecto. -Tu padre tiene razón-, me dijo ella. Los ruiseñores no hacen otra cosa que crear música para que la disfrutemos. No se comen los jardines de la gente, no hacen nidos en los graneros, no hacen otra cosa que cantar su corazón para nosotros. Es por eso que es un pecado matar a un ruiseñor."

Pienso en cuántos ruiseñores matamos cada día. ¿Cuántas veces disparamos sobre aquellos que nos rodean de música, que se atreven a cantar?

Pienso en los chiquitos de la murga que ensayaban sus pasos cuando la gendarmería les disparó con balas de goma. Sus piernitas heridas, las alas de un ruiseñor.

En estos tiempos de protocolos contra las protestas sociales, pienso también en los muertos de la Masacre de Amritsar: hombres, mujeres y niños que participaban de un festival en India y fueron asesinados a mansalva por el poder inglés en 1919. En la matanza de Sharperville, en Sudáfrica, cuando 69 manifestantes negros fueron asesinados por las fuerzas del apartheid en 1960. En el domingo sangriento de Selma,  Alabama, cuando la policía reprimió duramente a una multitud que reclamaba por los derechos civiles de las personas negras –la marcha fue en 1965, cinco años después de la publicación del libro de Harper Lee- .¿Qué hubiera sucedido si hubieran obedecido la orden de no manifestarse?¿Qué hubiera sucedido si no hubieran cantado?  El silencio muchas veces es sinónimo de resignación. Ruiseñores  frente a un orden social injusto.


El mismo día que murió Harper Lee, un pequeño delfín también murió en manos de una multitud ávida de sacarse una foto en el balneario de Santa Teresita.  Morir por una sonrisa, por ese hábito morboso llamado “selfie”, por esa adicción a la nimiedad, el ombliguismo del “estuve ahí”, la pose de la felicidad forzada –y forzosa- . Un delfín que muere de egoísmo, de sinsentido, la paradoja de ahogarse en la  falta de agua. El disparo de una cámara como la bala sobre las alas del ruiseñor.