EN
DEFENSA DE LAS VIAJERAS
Texto: Silvina Quintans
He de
partir
Pero
arremete ¡viajera![i]
(Alejandra Pizarnik)
Caperucita se alejó del camino establecido y un lobo
malo se la comió. Mi hijo estaba en cuarto grado cuando una maestra decidió contarles el lado B del clásico
infantil. Según la docente, el relato
empezó a circular de manera anónima en una época en la que existían muchos
riesgos para las mujeres que se internaban solas por los caminos. Las
violaciones eran habituales y por eso había que enseñar a las niñas desde la
más tierna infancia a no circular solas ni alejarse del sendero establecido.
Caperucita se aventura en el bosque por el lugar prohibido y llega a la casa
donde la espera el lobo, que mediante argucias le hace sacarse la ropa y
acostarse con él. Los dos están desnudos en la cama y él se la come, en sentido
metafórico, claro.
La maestra contó a los chicos cómo, en el contexto de
la época, el cuento tenía el objetivo de amedrentar a las mujeres. Pero ellos
aún eran chicos para la lección, y yo me enteré de la historia porque los
escuché riendo en el asiento trasero del auto –con la picardía que a esa edad
genera lo prohibido- al grito de “El lobo se violó a Caperucita”. De más está explicar que a los pocos días la
maestra renunció a su puesto, enojada por la incomprensión de los padres/madres
que se fueron a quejar y pusieron en grito en el cielo.
La historia de Caperucita vino a mi cabeza con el caso del crimen de
Marina Menegazzo y María José Coni en Ecuador. Como Caperucitas modernas, las
chicas tuvieron la osadía de alejarse del camino establecido, y allí estaba el
lobo esperándolas. Porque las niñas no deben andar solas por el bosque, su
lugar es mantener el fuego del hogar y cocinar pasteles, como bien le enseñó la
abuela a Caperucita.
Desde hace siglos se enseña que el lugar de las
mujeres es el hogar y la familia, mientras son los hombres los que salen a
cazar, a traer el sustento, a la aventura. Las mujeres que se arriesgan a la
intemperie quedan expuestas a su propia suerte. Son ellas las “víctimas
propiciatorias” –como las llamó un funcionario-, las que se exponen, y los lobos sueltos simplemente aprovechan la
oportunidad.
Frente al crimen de las viajeras mendocinas diarios y revistas repararon en
“las-mujeres-que-viajan-solas” etiqueta con la que se rotula a aquellas que viajan sin la compañía de un
hombre, aunque se trate de un grupo de dos, cuatro o diez.
Viajeras existieron siempre, porque la curiosidad es
atributo de la condición humana. Riesgos existen en todas partes, sobre todo
entre las paredes del hogar. Según estudios recientes, las mujeres corren más
riesgo de ser atacadas en su casa que en la calle. En un mundo en el que
pareciera ser que las mujeres debemos pedir permiso o justificar el hecho de
salir solas, muchas hemos incorporado el viaje como parte esencial de nuestras
vidas.
Alguna vez escuché que a cada persona se le deben
varias vidas, y la manera más intensa de vivirlas –para mí- es viajando. Como
Marina y María José, desde muy joven me calcé la mochila ansiosa por cruzar el
horizonte, pero comencé a viajar mucho antes que eso. Fue cuando tenía cuatro o cinco años y con mi mamá
mirábamos un ciclo de documentales que se llamaba La Vuelta al Mundo.
Porque mamá nunca me contó el cuento de Caperucita,
pero sí me enseñó de sus suspiros cada vez que veía el Taj Mahal por
televisión. Y yo me prometí que allí iría, que algún día visitaría el Taj
Mahal, el monumento más hermoso del mundo, que viajaría y llegaría a aquellos
lugares que ella nunca había podido pisar.
- - Qué planes tenés para tu futuro?, solía
preguntarme un exnovio con mucha solemnidad.
- - Viajar, le respondía.
- - Via-jar, via-jar – se burlaba con voz
nasal y arrugando la nariz-.Eso no es un plan de vida ¿no pensás en
independizarte, tener tu casa, formar una familia?
Todas esas ideas me parecían remotas y extrañas. Lo
único que sabía era que quería viajar. Viajar todo el tiempo posible y lo más
lejos que pudiera.
La incompatibilidad, como podía esperarse, terminó con el noviazgo. Pocos meses después,
él trabajaba en una compañía de seguros y yo viajaba por Estados Unidos y
Europa con el mínimo de plata y el máximo de tiempo.
Jamás volvería a ser la
misma después de ese año lejos de casa. Mi mundo plano y bidimensional incorporó la
perspectiva. Mi cabeza era como una galería de arte con bocetos desnudos que se
llenaban de detalles y minúsculas sutilezas, algunos cuadros torcidos y
otros dados vuelta. Matices
desconocidos, colores que ni siquiera podía nombrar, la música de otras ciudades, la consistencia de otros cielos. Aprender a mirar lo nunca visto, recuperar el
asombro, ser extranjera en el mejor
sentido, el del extrañamiento. Lejos de
los libros románticos y de las telenovelas, muchas recibimos nuestra educación
sentimental con la mochila al hombro.
Si no me hubiera colgado la mochila, no habría visto
a las mujeres llorar a sus muertos a la distancia en las cremaciones de
Benarés, mientras los hombres se sentaban alrededor de la hoguera con la calma
de quien comparte una charla de fogón. Ni a las madres y abuelas que festejaban
el bar mitzvá de su hijo o nieto a través de un alambrado en el Muro de los
Lamentos, donde todavía rezan por separado. Ni a la mujer que caminaba descalza
sobre la tierra, a metros de donde los caciques –hombres- resolvían las
cuestiones de la comunidad con sus sombreros y bastones de mando, en el pueblo
de San Juan Chamula, en Chiapas.
No habría visto los colores del mercado de
Tlacolula, en Oaxaca, donde las mujeres se cubren la cabeza con pañuelos de
colores y venden manjares hechos de pequeños insectos. Ni habría saboreado una
fruta impronunciable en el mercado flotante de Damnoen Saduak en Tailandia,
donde las mujeres pregonan sus productos desde los botes, al amparo de sus
sombreros cónicos y puntiagudos.
No habría
visto la cadencia de las campesinas con dignidad de pasarela,
que llevaban sus recipientes de
metal en la cabeza, mientras balanceaban sus saris de colores al borde de una
ruta en Rajasthán. O a las ancianas de Chiapas,
que adelantan la frente al resto del cuerpo porque de allí sale el
soporte de la bolsa con la que cargan la cosecha en la espalda. Ni a la viejita
que segaba el campo en las afueras de Minsk, mientras cantaba una letanía,
cerca del memorial que guarda tierra de cientos de aldeas arrasadas por los
nazis.
Ni a las mujeres malayas con la sensualidad insinuada
a través de túnicas y velos de seda. Ni a las mujeres rusas que me ofrecían sus
rublos a cambio de un pantalón de jean en plena perestroika de Moscú. Ni a la
mujer cubierta de pies a cabeza con una burka negra, unos pasos detrás de su
esposo, en una lujosa tienda de Champs
Elysées.
No habría visto en los museos majas desnudas ni
vestidas, ni mujeres con cuello Modigliani, ni segadoras de cuerpos encorvados,
ni Venus de formas voluptuosas. No habría Libertad guiando al pueblo, ni
mujeres que danzan en ronda sobre un fondo azul, ni las mujeres de Picasso desgajadas
por el llanto.
Si no me hubiera colgado la mochila al hombro, tendrían
menos colores las piezas de mi caleidoscopio.
Mujeres con baules, valijas o mochilas. Solitarias,
en manada, en pareja. Jóvenes, maduras,
definitivamente viejas. El viaje ocupa
también un lugar importante en el imaginario de las mujeres. Ya sea como vía de
escape, búsqueda interior, curiosidad
o mera sed de aventura, las mujeres reivindicamos
nuestro derecho a tajear el horizonte.
Alicia corrió detrás del conejo y se metió en el País de las Maravillas. Se agrandó, se achicó y
exploró lugares jamás imaginados, pero la ilusión terminó cuando despertó bajo un árbol en el regazo de
su hermana. Dorothy, la protagonista de El Mago de Oz, es otra damita que recorrió
los confines, conoció seres extraordinarios, peleó con brujas bien malas, llegó
al final del arco iris, y terminó su
travesía con una elocuente moraleja:
“There’s no place like home”. Las protagonistas de los cuentos infantiles son
inquietas y curiosas, pero el final de su aventura estará signado por el tranquilizador
regreso al hogar.
Julia Roberts siente que su vida no tiene sentido y
se lanza al mundo a Comer rezar amar.
Viaja por Italia, India y Bali para descubrir su destino en los brazos de un
brasileño interpretado por el ibérico Javier Bardem. De la misma forma Diane Lane en Bajo el sol de la Toscana se lanza a esa zona de Italia después de un
divorcio conflictivo, padece su soledad mientras arregla una maltrecha
mansión, para finalmente encontrarse a
sí misma en brazos de un joven bohemio de cuidada desprolijidad. Hasta la
melancólica y sensible Delphine, protagonista de la película francesa El Rayo
Verde de Eric Rohmer, decide emprender sola sus vacaciones, pero se siente
inadecuada en todas partes, hasta que termina iluminada por el rayo en cuestión
en un atardecer frente al mar, bajo el abrazo de un muchacho bien parecido.
La
independencia no es más que un gesto para estas mujeres que viajan para
encontrar al príncipe azul. El regreso al hogar de El Mago de Oz es reemplazado
por los brazos masculinos, en estas historias de mujer madura que viaja
“buscándose a sí misma”. El viaje para estas películas es un vehículo para
encontrar pareja y reencausarse en aquello que se espera del lugar de una
mujer: “There’s no place like home”.
El cielo de Dorothy en el mago de Oz es el infierno
de Shirley Valentine (Pauline Collins
en la versión cinematográfica). Si de
viajeras maduras se trata, allí está la inglesa para sacudir todos los
prejuicios. Una mujer anclada en la monotonía de la vida familiar, invisible para quienes la rodean, que un buen
día viaja a Grecia para nunca más volver. Shirley había perdido el espíritu
rebelde e inquieto de su adolescencia, y el viaje despierta una parte suya que
había estado dormida durante tantos años de sopor matrimonial. En su travesia irá ganando la confianza
necesaria para construir una nueva vida, aunque eso implique abandonar su zona
de confort.
Otra que se anima a abandonar la niebla londinense
para instalarse más allá del horizonte es Julia (Kate Winslet), la protagonista
de Hideous Hinky, una mujer que viaja
con sus dos hijas pequeñas a principios de los años 70 a Marrakech para huir de
la comodidad burguesa. Julia enfrentará la miseria con trabajos precarios,
tendrá amores y desamores, y pagará el costo de haber huido con sus hijas a una
cultura lejana. La película está basada en la autobiografía de Esther Freud,
hija del pintor Lucien Freud y nieta del mismísimo Sigmund.
Marruecos también es el escenario de El cielo
protector, la novela de Paul Bowles llevada al cine por Bernardo
Bertolucci, en la que una mujer y dos hombres emprenden un viaje sin demasiada
planificación por ese país. El viaje se
convierte en un descenso a los infiernos cuando muere Port (John Malkovich), el
esposo de la protagonista. Kit (Debra
Winger) queda sola en el desierto y es
allí que se une a una caravana donde es tomada como amante por el jefe. Kit
queda encerrada en una terraza, aislada en un mundo sin palabras, sexual, primitivo.
El exotismo como motor de la sensualidad es también
el tema en Pasaje a la India, la
novela de E.M. Forster, llevada al cine por David Lean. La maestra inglesa
Adela Quested (Judy Davis) llega a la India en época del Raj. Lejos del
esnobismo británico, quiere conocer la “verdadera India” pero, aturdida por una
cultura que no termina de entender, imagina el ataque sexual de un médico indio
en la visita a unas cuevas. El juicio por violación desnuda las tensiones de la
sociedad colonial victoriana, pero es la propia Adela quien frustra el proceso
cuando reconoce que todo ha sido una alucinación. Una joven que viaja a un
lugar que desborda todos sus sentidos.
Si de viajes a países exóticos se trata, allí está
Karen Blixen o Isak Dinesen (el seudónimo de la escritora danesa), o Meryl
Streep, en la interpretación cinematográfica de Out of Africa. Una mujer independiente que dirige una plantación
de café en Kenia, que ama el lugar y su gente, pero que debe volver –no como
alivio, sino a su pesar- a la fría comodidad europea.
Contra cualquier atisbo de la comodidad, la otrora
rubia Reese Whiterspoon, esta vez cubierta de mugre y ampollas, se lanza a
exorcizar sus fantasmas después de la muerte de su madre. Basada en el libro de
Cheryl Strayed, la protagonista de Wild
recorre en solitario y cargada con una pesada mochila casi 1.800 kilometros, por el Sendero de las Cimas del Pacífico. Frío,
calor, pantanos, víboras, hambre, sed, dos fallidos violadores, son algunos de
los peligros que enfrenta en esta prueba de supervivencia y búsqueda
espiritual.
Por motivos bien diferentes, Thelma y Louise (Geena Davis – Susan Sarandon) se lanzan a la ruta. El viaje comienza como una aventura, y termina como una audaz huida de la
(in)justicia. Las dos mujeres escapan de un mundo desigual que las empuja –literalmente- al abismo.
El cine ha retratado a mujeres que viajan con
distinta suerte y con motivaciones bien diferentes. Seguramente quedarán muchas
fuera de esta lista y cada lector/a podrá armar la propia. Traviesas,
románticas, arriesgadas, reprimidas, temerosas, sensuales, las viajeras seguirán
abriendo caminos en las pantallas y en la vida.
Llegar
al Taj Mahal
Juliette camina sola por las calles de El
Cairo. Rubia, mediana edad, estructurada y curiosa, deseosa
–tal vez sin saberlo- de romper esquemas,
de asomarse al mundo. Es una mañana
soleada y sus pasos la guían por las ruidosas calles de la ciudad. Los hombres
la miran con insistencia, la siguen. Se sorprende: hace años que los jóvenes
dejaron de fijarse en ella. Pero el acoso se hace cada vez más incómodo, a su alrededor se desplaza un enjambre de
miradas libidinosas y zumbidos obscenos. Juliette se refugia en una zapatería.
La próxima vez que salga sola llevará mangas largas y cubrirá su cabeza con un hiyab.
Por algún motivo ese breve pasaje de la película Cairo Time con la actriz Patricia Clarkson quedó dando
vueltas en mi cabeza. Y recordé una situación parecida que viví en la India
hace muchos años. En Agra, después de conocer el Taj Mahal, le pedimos al tuc
tuc (vehículo con cabeza de moto y cuerpo de carrito) que nos dejara en un
bazar. Todavía era de día y queríamos hacer tiempo antes de volver al monumento
para ver el atardecer. Mi amiga Alejandra y yo bajamos en una calle deslucida y
polvorienta rodeada por pequeños cubículos
de material donde vendían telas y especias.
Caminamos apenas unos pasos cuando percibimos las
miradas. Hacía más de una semana que estábamos en India y era la primera vez
que nos miraban así. También era la primera vez que salíamos sin la compañía de
un hombre. Decenas de ojos oscuros y brillosos nos miraban sin disimulo. Los
ojos guiaban pasos que se aproximaban cada vez más. Entonces decidimos volver
al tuc tuc que todavía esperaba en la esquina.
La experiencia no duró más que un par de minutos,
pero fue suficiente para darnos cuenta de que aquel país amable y pacífico era
más complejo de lo que suponíamos, sobre todo en lo que se refería a las
mujeres.
Regresamos al Taj Mahal, donde esperamos a que
cayera el sol. Una mujer con un sari colorido se sentó a mi lado. Tenía lágrimas en los ojos. Ella también era
una viajera: había llegado a la India desde Londres, y era la primera vez que
visitaba el país de sus ancestros. Hacía siglos que su familia había emigrado a
Sudáfrica y luego a Inglaterra en busca de un mejor futuro.
-
Tardamos varias generaciones en llegar
hasta aquí –dijo- Toda mi vida soñé con este lugar.
Yo recordé entonces los suspiros de mi mamá frente a
la escenografía en blanco y negro del Taj Mahal cuando era chica. Sentí que
ambas, por distintos motivos, y en distintos puntos del planeta, habíamos buscado ese viaje.
Y allí estábamos, la mujer del sari y yo, en
silencio, frente al monumento que se tragaba la noche. Mujeres que atraviesan el mundo y suspiran, frente a un monumento construido para otra
mujer.