miércoles, 5 de agosto de 2020

PAPÁ


El lunes murió mi papá, Roberto Quintans, a los 78 años. Murió de un cáncer avanzado que se detectó el día anterior a que empezara la cuarentena. Más adelante escribiré sobre el cruel laberinto del sistema de salud que nos tocó enfrentar, pero no sería justo con él porque tuvo una vida extraordinaria que me gustaría recordar en este momento.

Si a cada persona se le deben varias vidas, como alguna vez leí, mi padre las vivió todas.  Si tuviera que elegir pocas palabras para definirlo serían voluntad y tenacidad. Primer universitario de una familia de inmigrantes, siempre estuvo marcado por el ansia de superación. Cuenta la leyenda familiar que terminó la secundaria a los 15 y la facultad de Ciencias Económicas a los 21. Trabajó desde chico, se casó muy joven, armó una carrera exitosa, ganó todo,  perdió todo, se cayó y se levantó mil veces.  Inteligente, entrador, terco, enojón, con un sentido del humor a prueba de todo,  lo recuerdo desde chica jugando con los números y las palabras.

Su vida se partió en dos a los 56 años. Tuvo un ACV que lo dejó hemipléjico y le quitó el habla. Durante 22 años luchó contra las limitaciones físicas que le imponía su enfermedad, pero sobre todo contra la pérdida del lenguaje. Solo pudo recuperar algunas palabras sueltas, pero nunca más lo escuchamos articular oraciones o frases; sabía lo que quería decir, pero no podía ponerlo en palabras. A pesar de esa condición, nunca dejó de expresarse: se comunicaba con los ojos, con las miradas, con las manos, con fragmentos de palabras que a veces dibujaba en su cuaderno,  y algunas otras que lograba vocalizar después de un gran esfuerzo. 

Alguna vez pensé que su vida, tal como la conocíamos, había terminado cuando tuvo el ACV, pero el tiempo probó que ese fue un nuevo comienzo. Desde entonces la palabra fue su búsqueda, y la encontró de una manera extraordinaria. Durante los últimos años dedicó largas horas a transcribir libros clásicos a mano y a investigar la historia de la música y la pintura. Lo hacía acompañado de un cuaderno de hojas rayadas donde copiaba las palabras o frases que estaba buscando y luego las iba tipeando en una vieja computadora. Lo hacía en el living de su casa, acompañado por música clásica, óperas, tango, folklore que escuchaba en un antiguo aparato de audio.

Ese living surcado de sol, el termito de mate, las melodías, su silla de cuero y la satisfacción de ir encontrando cada palabra,  son algunas de las imágenes más plenas que guardo de él.  Un mundo en el que se rodeó de belleza y buscó expresarla. El resultado fueron dos recopilaciones: Historia Universal de la Música e Historia de la Pintura Argentina. Aunque lo vimos trabajar, para nosotros es un misterio entender cómo logró construir esos libros con un manejo del lenguaje y la escritura que había perdido desde hacía ya más de veinte años.  En todo caso, nos interesaría que pudiera estudiarlo algún especialista en cuestiones relacionadas con la pérdida del lenguaje para ayudar a desarrollar habilidades en otros pacientes con afasia.

El último fin de semana, cuando vimos que el final era inminente, nos propusimos que pudiera verlo impreso en  papel como soñaba.  No pudimos llegar, pero asumí frente a él el compromiso de publicarlos.

Me llevo de él sus miradas, el sentido del humor y esa fuerza de voluntad optimista que mantuvo  hasta el último instante. También la entereza de mi madre que lo acompaña desde hace 56 años y lo sostuvo con mucha valentía hasta el final. Mi hermano y yo lo vamos a recordar con una sonrisa por sus ocurrencias y con ese espíritu capaz de buscar belleza en los momentos más oscuros y de encontrar las palabras aunque no pudiera pronunciarlas.

Hasta siempre querido Rober