viernes, 30 de octubre de 2020

Cazar el sol en cuarentena

 Texto y foto de Mike: Silvina Quintans


 Nadie en casa registraba lo que era un solsticio hasta que empezó la cuarentena. Cuando el calendario se acercaba al solsticio, el perro, que suele pasar el día ovillado en su cucha, desaparecía a las once para volver recién a la hora del almuerzo.  Nico, mi hijo menor, desaparecía después de comer y Sebas unos minutos después. El misterio estaba en el balcón de atrás, un lugar que había quedado relegado y cubierto de cosas: cajas con papeles y juguetes, el tender siempre atiborrado de ropa,  dos viejas reposeras algo descoloridas. Un rincón poco atractivo que supo ser una luminosa sala de juegos cuando los chicos eran chicos y se fue transformando en depósito cuando crecieron.

La cuarentena convirtió este apéndice trasero en un lugar privilegiado: en invierno, entre las 12 y las 15 tiene su momento de gloria. Apenas tres horas de sol cuando se acerca aquello que la astronomía define como solsticio de invierno.  Como los antiguos que se guiaban por la posición del sol y las estrellas, la cuarentena nos puso en contacto con  fenómenos naturales que antes nos pasaban desapercibidos. En  las grandes ciudades seguimos sin ver las estrellas, tenemos escasas oportunidades de pispear el horizonte, pero estamos pendientes de los movimientos de la luz en las ventanas.

En estos casi seis meses de confinamiento fuimos registrando los cambios en la luminosidad,  los rincones por los que se cuelan los rayos de sol y aquellos que van quedando a oscuras. Descubrimos que, como las moscas, nos pegamos a las ventanas a la caza de la luz, y que si miramos en detalle un rayo de sol lo vamos a sorprender reverberando o salpicado por diminutas partículas de polvo.

El perro fue el primero en apropiarse de una de las viejas reposeras, mientras mis hijos iban ocupando la otra de manera alternada. Cuando avanzaban las sombras, el perro reaparecía en su cucha como confirmación de que Febo ya no asomaba. A medida que el balcón fue ganando protagonismo, fuimos despejando algunas cajas, improvisamos una mesita con un mantel, y cubrimos las reposeras con mantas playeras que habíamos traído  de unas vacaciones en Brasil.  Recordatorio de otros horizontes, modesto refugio de luz.

La cuarentena empezó el 20 de marzo, justo el día anterior al equinoccio de otoño. Por aquel entonces el refugio en mi casa era el otro balcón, el delantero, un lugar fresco, ordenado y con sombra donde tenemos una mesa con sillas. Allí almorzábamos, mirábamos la calle,  y,  por supuesto,  espiábamos a los desafortunados vecinos de enfrente que se refugiaban a la sombra de sus departamentos porque el sol los asaba todo el día. En invierno la ecuación se invirtió: nuestro balcón sureño quedó abandonado y los vecinos de enfrente nos restriegan en la cara las sillas y reposeras que sacan para disfrutar del sol invernal.

El eje de rotación de nuestras vídas en confinamiento fue cambiando al ritmo de la rotación terrestre.  A medida que se acerca el equinoccio, los rayos se desperezan hasta más tarde, pasan por encima de los edificios, sube la temperatura y nos animamos a buscar un poco de sombra.  

La cuarentena se convirtió en un curso práctico de astronomía.  Son casi las cinco del cinco de septiembre, 169 días de cuarentena, el sol todavía pega sobre las reposeras mientras escribo (reescribo) estas líneas que empecé en el invierno. El perro se guarda debajo de mi reposera, duerme amparado por ese techito,  hasta que el calor vuelva a empujarnos hacia el lado de las sombras, hasta que volvamos al mar escondido entre las mantas.