Anoche salí a dar la vuelta al perro. Salgo a la medianoche,
cuando la calle está desierta y solo circula alguna bicicleta con
repartidores. Cuando se acerca algún
vecino correa en mano, tratamos de enfilar hacia el otro lado, y si el
encuentro resulta inevitable, tironeamos de las correas para que ni los perros
puedan cruzarse.
La manzana donde vivo suele tener mucha vida en las calles,
pero hoy se parece a un pueblo fantasma. Hay un record de peluquerías que cerraron
hace un mes, una tradicional panadería que ataja clientes con alcohol en gel,
un supermercado poblado de estantes vacíos, un bar que cerró hasta nuevo aviso,
un exclusivo restaurante que reemplazó sus platos gourmet por la venta de
pollos, huevos y milanesas crudas, y una veterinaria que ahora vende barbijos a
pedido. Las estrategias de supervivencia son de lo más variadas.
Mi rincón preferido es un negocio de ropa que desde
hace décadas es posta obligada para todas las mujeres del barrio. Tiene prendas
lindas, variadas y a buenos precios. Ninguna mujer, cualquiera sea su edad y
talle, sale con las manos vacías de ese lugar. Anoche, mientras paseaba el perro,
me detuve a mirar la vidriera, que habitualmente
se renueva cada semana y suele estar un paso delante de la temporada.
Pero ayer
los maniquís todavía vestían mangas cortas y ropa gastada por el sol que
denunciaba la ligereza anacrónica del verano. Desde hace más de un mes que
nadie pasa por allí, los maniquís sudan en sus ropas abandonadas, y los
carteles todavía anuncian horarios de atención que ya no existen. Un cataclismo
los ancló a un presente ya gastado. Nada más triste que una vidriera desteñida.
La imagen me recordó a un lugar que conocí hace un año en
Italia. Pompeya era una ciudad pujante con quince mil habitantes, hasta que un
día del agosto del año 79 DC, la erupción del volcán Vesubio petrificó en un
instante las avenidas, mercados, viviendas y templos. Las ruinas de Pompeya aún
están allí, con sus anchas calzadas por las que se desplazaban los carruajes,
sus templos, tabernas y hasta lupanares.
En el siglo XIX, el arqueólogo italiano Giuseppe Fiorelli creó una
técnica de relleno en yeso sobre los cuerpos encontrados en las ruinas, que logró
recuperar con gran precisión el último instante de vida de las personas sorprendidas por la erupción. Algunas de estas escenas quedaron fosilizadas: una madre que
intenta proteger a sus hijos, gente que se cubre la cara para protegerse de las cenizas, un perro atado que no
pudo huir, alguien aferrado a sus ahorros, una pareja de enamorados en un
abrazo eterno. La ciudad entera congelada en ese instante.
El perro tironea, dejo la vidriera y enfilo para casa. Está
fresco y espero que pronto alguien se apiade de los maniquís y los cubra con un
saquito, una chalina, alguna bufanda, algo que recuerde que el tiempo pasa y
que el frío acecha.
Audio Radio Continental: https://ar.radiocut.fm/audiocut/columna-silvina-quintans-vidrieras-abandonadas-en-cuarentena/