miércoles, 17 de noviembre de 2010

Una noche en los museos


Foto: Dani Batista
Texto: Silvina Quintans

- ¡¡Quiero ir a los museos!!
La frase, que haría las delicias de cualquier madre, me cae como un mazazo: son las 11 de la noche y estoy agotada. Intento negociar, ofrezco alternativas. Sebi llora, dice que la Noche de los Museos es sólo una vez al año, y que siempre encuentro una excusa para no llevarlo. Entre lágrimas y pucheros asesta la estocada infalible: “¡Vos me prometiste!”.

"Mire que los negocios están cerrados", me ataja el policía en la puerta del Shopping Caballito, y agrega: “Ah, arriba está eso de los museos”. Cerca de la escalera mecánica, en el barcito del primer piso, una morocha vistosa, alta y de pelo largo da clase de salsa junto a un hombre de camisa roja, pantalón blanco y zapatos bicolores. Ondulan las caderas como si fueran agua de mar. Un público de mediana edad intenta acertar los pasos con el ritmo achicharrado de las caderas porteñas. Un gordito mueve la cintura con ímpetu, una nena saca fotos, un canoso con cara de intelectual acompaña con leve temblequeo de piernas.
Chimbale bim bam bam, empiezo a sospechar que la estrategia de la vueltita por el barrio y a la cucha no va a dar resultado. “¿Vamos a otro, mami?”

En la puerta de la peluquería La Epoca de Guayaquil y Centenera la cosa está más animada:
-You are so elegant, like me, dice en trabajoso inglés una chica de peluca, tapadito verde y párpados de sombra fucsia.
- Gracias, bienvenida. La invito a pasear en mi limousine de seis metros de largo, le contesta el Conde de Caballito, mientras señala un diminuto BMW Isetta modelo 1957, en el que a duras penas entra una persona.
- Estos dos parecen Lucas y Chaparrón, están un poco locos ¿no?, dice Sebi en voz baja, recordando al inmortal Chespirito.
- No, Sebi, esa señora medio ridícula está actuando, ¿ves que hay una cámara?.
El camarógrafo sigue a la tal Rosita Stoned –tapadito verde, reportera ficticia, performer- hasta el interior del local. Son las doce y media de la noche y la peluquería bulle.

Como dueño y artífice de la peluquería La Epoca, El Conde –chaleco dorado, zapatos bicolores- recibe con una sonrisa a cada persona que se acerca a este refugio de vitrinas de roble, caireles, sillones de barbero y mesas de mármol. Dificil definir el espíritu de este lugar, más parecido a un centro cultural que a una barbería. Un mozo hace malabares con su bandejita de café, mientras esquiva clientes, curiosos, una pianola, sillones de barbero, y hasta una antigua cabina telefónica. La gente se detiene ante las vitrinas que albergan una colección de brochas, cepillos, peines Pantera y fijador Glostora.
Salimos otra vez a la vereda. Sobre un antiguo camión que oficia de escenario, una mujer frasea las estrofas de Arrabalera: “Para mostrar mi blasón/ pedigrée modesto y sano…”. El Conde la mira con beneplácito desde el umbral de su palacio.

Una de la mañana. La cola para abordar el tranvía histórico en Emilio Mitre y Rivadavia es desalentadora. Tomamos un taxi y volvemos a casa. Lejos de dar por terminada la noche, subimos al auto y acometemos las bacheadas callecitas de Buenos Aires.

Un rubio munido de un láser señala la pantalla gigantesca que cubre el frente del Observatorio Astronómico de Parque Centenario. De la pantalla al cielo y del cielo a la pantalla, la lucecita del láser salta entre constelaciones y nebulosas.
- Ese láser está mortal, buenísimo para jugar a Star Wars, se ilusiona Sebi.
El rubio sigue con sus explicaciones espaciales, curiosa mezcla de lo escatológico con lo poético: cúmulos, grumos, bolos de gas, estrellas brillantes, estrellas frías, estrellas que se apagan. Una multitud sigue hipnotizada la luz del láser.
- ¿Lo está escuchando alguien a este chico? –pregunta Sebi- Hay que ser científico espacial para entender esto de la nebulosa de Orión.
 - Tenés razón, Sebi. Vamos para el Museo de Ciencias Naturales que es igual al de la película. ¿Te acordás de Una Noche en el Museo?.

Mientras caminamos por Angel Gallardo, empiezo a sospechar que nuestra visita poco tendrá que ver con la producción hollywoodense en la que un vigilador solitario tiene todo el museo a su disposición. Una multitud avanza con paso apretado hacia las escalinatas y se apiña en el hall central intentado avanzar en alguna dirección.
La marea humana nos arrastra hasta las vidrieras de una sala enorme, donde se exhiben piedras de todos los tamaños. Son las dos de la mañana y cientos de personas se apiñan y sacan fotos frente a vitrinas atestadas de objetos inertes. Un adolescente –pelo largo, mirada despierta- se sincera con otro: “loco, esto me está aburriendo”.

- Eso de las piedras y la geología no me gusta –se rebela Sebi- es para nerds.
- ¿Para quiénes?
- Para nerds
- ¿Y qué son nerds?
- Gente que se pasa el día estudiando.
Nos alejamos de las piedras, unas peceras muestran los únicos animales vivos que veremos en el recorrido. La gente no afloja. Atravesamos multitudes como quien cruza una tormenta. La música altisonante y antigua viene del lado de los dinosaurios: a los pies de un monumental esqueleto, un grupo de músicos disfrazados con máscaras enhebra una hipnótica mezcla de sonidos.

- Los dinosaurios los podemos saltear, como es de noche. Además esas máscaras me dan un poco de miedo…
Sebas tiene cara de asustado. Queremos encarar hacia la salida pero la marea otra vez nos empuja. Montamos escaleras de mármol, pasamos entre selvas, mares, insectos y animales. Cuando al fin llegamos a la puerta, Sebi da por terminada la excursión: “estuvo divertido, pero no se parece mucho a Una Noche en el Museo”.

viernes, 12 de noviembre de 2010

El Nobel y el Goncourt

Esta semana Michel Houellebecq se alzó con el Premio Goncourt. El hecho me hizo desempolvar este mail que envié hace un par de años al grupo Ríos de Tinta –amigos internéticos con los que mantengo cotidiana correspondencia- a propósito de las conferencias de Le Clézio y Houellebecq en sendos pasos por nuestra Buenos Aires Querida. En el momento de las conferencias, ninguno de los dos había sido premiado. El mail lo escribí tiempo después, cuando me enteré de que Le Clézio había ganado el Premio Nobel. Aquí lo copio con ligeras modificaciones.


Es cierto, señoras y señores, tinteros y tinteñas, con Pluma Cucharita estuvimos a escasos metros del flamante Premio Nobel de Literatura en una conferencia que casi podríamos calificar de íntima por la escasa concurrencia.

Es también cierto que el susodicho Jean Marie Gustave Le Clézio aún conserva cierta prestancia y que en sus años mozos las mujeres morían frente a la foto de la contratapa de los libros. También es cierto que Jean-Marie no sólo es bonito, sino también talentoso. Ha escrito libros brillantes como Désert (El Desierto), El Atestado (le Procès Verbal), La Fiebre, etc., etc,.

Es cierto, también, que Jean-Marie ha tenido una vida maravillosa que contó durante la conferencia. Una vida de aventuras que comienza con su extraño apellido de origen bretón (proviene de una familia de origen francés establecida desde hace siglos en la Isla Mauritius), y sigue con su padre inglés (al que dedica su libro El Africano), que durante años trabajó en Nigeria como médico militar.

Le Clézio vivió en Mauritius, Africa, México, Estados Unidos, Inglaterra. Le Clézio es un auténtico viajero, un escritor sensible y nómade que sabe captar la esencia de cada cultura. Si todo esto no alcanzara para ensalzarlo, agregamos que no sólo es bilingüe desde la mismísima cuna (inglés y francés), sino que podemos dar testimonio de que habla perfecto español

Pero no se ilusionen muchachas, Jean-Marie está casado desde hace muchísimos años con Jemia, una marroquí con la que escribió un excelente libro de viajes llamado "Gente de las Nubes" (Gens des Nuages) con maravillosas fotos del Norte de Africa.

Podría seguir hablando horas sobre Jean-Marie, un verdadero dechado de virtudes. Pero resulta inevitable comparar la conferencia que dio en el auditorio de la Alianza, con la que meses después daría su coterráneo Michel Houellebecq.

Si Juan María es apuesto, discreto, amable y políticamente correcto, su opuesto es Miguel, que nada tiene de bonito, es misógino, intolerante y hasta podríamos decir racista, gusta de las frases polémicas y goza de una fama mundial cimentada a base de declaraciones explosivas. Miguel suele hablar contra los musulmanes y despreciar todo aquello que provenga de países periféricos (en los estándares franceses, se entiende). Su visión del mundo, al contrario de la de Le Clézio, se basa en un cerrado etnocentrismo. Pues bien, Miguel también dio una conferencia en la Alianza Francesa pocos meses después que Juan María. Pero esta vez las cosas fueron muy diferentes.

La concurrencia se había multiplicado como los panes y los peces, y a las señoras gordas se sumaron muchachos de cabellos desparejos, anteojos geométricos, chicas onda Bafici. Donde antes había una amable señorita que ofrecía auriculares para la traducción simultánea (finalmente innecesaria porque J.M.G. habló en castellano), esta vez había varios patovicas que impedían la entrada al edificio. La gente hacía cola durante horas en la puerta con la esperanza de seguir la charla de Miguel H. en el hall. Los confortables asientos del auditorio (casi vacíos cuando vino Juan María), estaban reservados para personal de la embajada y jerarcas de la Alianza. Ni siquiera los profesores consiguieron butaca y tuvieron que resignarse a las frías baldosas de la recepción donde se había instalado una pantalla gigante.

El escritor fue entrevistado en esta ocasión por Alan Pauls, muchacho de buen ver aunque de dificultoso escuchar. Si seguir a Pauls es tarea complicada, lo es más seguir a Miguel H., estrella de la literatura francesa que profesa su amor por el siglo XIX y su desdén por la época que le ha tocado vivir, incluyendo, por supuesto, a todos los autores del siglo XX. Por momentos se extendía en contra de los americanos y la sociedad de consumo, luego hablaba de otras generalidades, con el beneplácito del público que intentaba encajar la risa antes de que apareciera la traducción simultánea, para alardear de sus conocimientos de francés. El hombre parecía un desaliñado pichón de pájaro que se desarmaba sobre la mesa, tomaba agua de la botella y hablaba con voz apocada.

Está claro que en la literatura, queridos tinteños, no todo lo que reluce es oro. Las modas se llevan su buena tajada en el mundo de las letras. Por eso, a no desalentarse tinteños escritores, que al talentoso, discreto y casi desconocido Jean Marie le llegó el momento del inesperado batacazo.

Hasta aquí el texto del mail. Para ser justa debería agregar que así como leí varios libros de Le Clézio, casi no he leído a nuestro pichón de pájaro y que me sorprendieron gratamente algunos capítulos de Las partículas elementales. También confieso que seguí hasta el final a Le Clézio y que me levanté en la mitad de la conferencia de Houellebecq porque mis asentaderas ya no toleraban las frías baldosas del piso. Prometo leer algo más para dar una opinión un poco más fundada sobre el Goncourt que acaba de ganar esta semana.

martes, 9 de noviembre de 2010

Brasil


Foto: Dani Batista
Texto: Silvina Quintans

De camisa inmaculada y buen porte, Elena sabe mantener la elegancia a pesar del calor. Nos recibe con un almuerzo bien provisto en las galerías de la hacienda que desde hace varias generaciones regentea la familia de su esposo al Sur del Estado de Bahía. En la casona de tejas y muebles antiguos cuenta la historia de los antepasados, que llegaron hace un siglo y medio para montar plantaciones de cacao. Pero los largos años de prosperidad llegaron a su fin en la década del ’80, cuando una plaga llamada vassoura-de-bruxa (escoba de bruja) manchó de negro los dorados frutos del cacao.
El almuerzo transcurre amable y didáctico hasta que Elena lanza: “Ellos trajeron la plaga: el PT y sus seguidores”. Sus dichos no pretenden ser una metáfora, la larga teoría conspirativa incluye al mismísmo Lula, que habría sembrado la peste para perjudicar a los hacendados.
El tema volverá una y otra vez durante la visita a la hacienda, mientras Elena –camisa inmaculada, peinado intacto- nos pasea entre la humedad umbrosa de sus plantaciones. Con la ayuda de un cuchillo parte los frutos amarillos del cacao: los que desnudan su pulpa blanca y brillosa; y los que acusan el ataque de la peste en su desnudez viscosa, grisácea y podrida de manchas .

A pocos kilómetros de la hacienda, Zé sube a una palmera interminable para alcanzar unos cocos que se esconden en la altura. Los pies descalzos se deslizan sobre el tronco rugoso de la palmera, mientras las piernas se mueven hacia la cima con asombrosa simetría. Corta un coco con un movimiento preciso y lo deja caer sobre un colchón de hojas. El coco larga su jugo, se parte en pedazos filosos como estrellas, deja al aire su carne blanca y seca.
Zé conoce los secretos de esta selva que a veces se abre hacia el mar y otras se cierra en una inquietante oscuridad. Camina entre árboles superpuestos, separa las hojas filosas, detecta insectos invisibles, descubre aromas escondidos. Resplandece en sudor y sonrisas cuando tiende la mano para ayudarnos a superar algún obstáculo.
Cuenta que le gusta trabajar con turistas, que se crió en medio de este paisaje, que de chico aprendió a trepar a las palmeras, que con tantos hermanos tuvo que empezar a trabajar sin ir a la escuela, y que recién a los dieciocho aprendió a leer y escribir gracias a un plan de este gobierno. Lo dice sin perder la sonrisa y agrega: “yo quiero que gane Dilma”.

El primero de los nombres es ficticio
 
Más fotos de Dani Batista en http://www.danibatista.com/

jueves, 28 de octubre de 2010

Ausencia

Todavía recuerdo el día que murió Perón. Era muy chica y espiaba detrás de un sillón las imágenes del multitudinario cortejo que disparaba la televisión en blanco y negro. Aún siento la angustia que me anudó la garganta aquel día y el momento en el que me encerré en el baño a llorar.

Lloré compulsivamente y recé por aquel hombre al que apenas conocía. Lloré por el país triste que asomaba en la pantalla, por la mirada desconcertada de mis padres, por el hombre que despertaba tantas pasiones. Lloré por la fragilidad ante la muerte.

Pasaron treinta y tantos años y el sentimiento se repite. Una angustia que sale de rincones escondidos, más allá de las etiquetas y de la filiación política. Un vago sentimiento de orfandad, de tiempo acelerado, de vida que se evapora como un líquido incandescente.

La muerte resignifica la vida. Bajo el prisma impiadoso de la muerte las cosas se ordenan nuevamente, toman formas distintas, se disparan hacia otras dimensiones. Más allá de ciertas mezquindades que uno escucha en estos días, hoy sentí que cada vida deja una estela luminosa y que vale aferrarse a ella cuando golpea la ausencia.

viernes, 15 de octubre de 2010

Germinal

“Y la mina, entre tanto, sumida en aquel precipicio, respiraba cada vez con más fuerza, jadeando fatigosamente, como si le costara trabajo la digestión de aquella carne humana que engullía todos los días”.

Cuando Emile Zola escribió su novela Germinal, seguramente no imaginó que 125 años después, a miles de kilómetros, treinta y tres hombres deberían ser rescatados de las entrañas de la tierra por trabajar bajo las mismas condiciones que él había denunciado. En la ficción construida por Zola, la huelga de trabajadores fracasaba, pero dejaba el germen del cambio y de la rebelión en aquel “ejército oscuro y vengador que germinaba lentamente en los surcos”. Pero aquel ejército oscuro dibujado en la ficción jamás germinó por estas latitudes.

“ Se oía una voz dada por la bocina, mientras que tiraban cuatro veces de la cuerda de señales, para avisar abajo que iba un cargamento de carne humana. Luego, la jaula experimentaba un ligero estremecimiento, se hundía silenciosamente, y caía como una piedra, no dejando tras de sí más que la vibración del cable”.

Mientras veía ayer las imágenes del rescate –conmovedoras, hipnóticas- no podía dejar de preguntarme qué sería de aquellos hombres cuando se apagaran las luces de las cámaras. Treinta y tres historias y otros tantos abrazos. Y el recuerdo de una sola frase -tajante y justa- del último de los mineros rescatados: “Que esto no se repita”, frente a un presidente de sonrisa impostada que intentaba sacar tajada del triunfalismo reinante.

“Aquella mina, abierta en el fondo de un precipicio, con sus construcciones monótonas de ladrillos, elevando su chimenea de aspecto amenazador, le parecía un animal extraño, dispuesto a tragarse hombres y más hombres.”

La historia se repite. Ni la voluntad tozuda del Che pudo con tanta injusticia. En el primero de sus viajes por América Latina fue testigo de la explotación en la mina de Chuquicamata –cerrada desde hace tiempo por el desastre ambiental de la explotación a cielo abierto-, a unos quinientos kilómetros del lugar en el que hoy se produjo el rescate. Los mineros eran examinados como si fueran animales para luego cargarlos en un camión hacia la mina donde trabajarían en terribles condiciones. Hombres anónimos que trabajaban para satisfacer intereses difusos y lejanos.

“-¡Eh! ¿Que de quién es todo eso?... ¡Vaya usted a saber!... De los accionistas...
Y con la mano señalaba en la oscuridad un punto vago, un sitio ignorado y lejano en que habitaban aquellos seres para quienes estaban trabajando desde hacía más de un siglo. Su voz había tomado un acento de temor religioso, como si hubiera hablado de un tabernáculo inaccesible, donde se adorara el ídolo al que todos aquellos hombres sacrificaban su vida, sin haberlo visto jamás.”

Los treinta y tres mineros salieron. Las luces de las cámaras se apagan. Presidentes y ministros vuelven a sus despachos y el ejército oscuro a las minas.

“De allí abajo brotaban hombres, un ejército oscuro y, vengador que germinaba lentamente en los surcos, espigándose para las cosechas del futuro siglo, en una germinación que pronto haría estallar la tierra”.


Nota : Los párrafos en bastardilla pertenecen a la novela Germinal de Emile Zola, escrita en 1885.

lunes, 27 de septiembre de 2010

¿Para qué fuiste?


Texto y foto: Silvina Quintans

La pregunta la lanzó con indignación en un almuerzo dominguero una persona que había leído el post sobre Villa General Belgrano que publiqué el 30 de julio: "Chocolates, cerveza y remeras nazis"

- Si te molesta tanto, ¿para qué vas?.

Respondí algo pueril para salir del paso, pero la pregunta quedó rebotando en mi cabeza durante varios días. La verdad es que yo misma, mientras recorría las calles de La Villa, me preguntaba para qué había llegado hasta ese lugar que me incomodaba tanto.

Detrás del "¿para qué fuiste?" hay una concepción de los viajes. La idea hedonista de que sólo vale experimentar aquello que nos da placer. Evitar el sufrimiento es la otra cara de esta posición. ¿Para qué frecuentar lugares desagradables, incómodos o ideológicamente inconvenientes?

La idea de los viajes de placer es reciente en la historia de la humanidad. El turismo tal como lo conocemos hoy, nace en el siglo XIX como consecuencia de la Revolución Industrial. Las vacaciones funcionan como un intervalo o descanso que permite desconectarse por unos días de la "vida productiva" para retomarla luego con más fuerza. Las vacaciones constituyen la rara excepción en esta cultura de la producción en la que el ocio está legitimado y hasta bien visto. Este ocio, sin embargo, no deja de ser funcional al esquema productivo ya que es aceptado como condición para lograr un mejor rendimiento el resto del año.
 Si la idea es descansar ¿qué sentido tiene -entonces- sacrificar esos pocos días de placer en lugares o actividades que nos resultan incómodos?

Pero el placer no es el único motivo de los viajes. Sin contar los exilios o migraciones forzadas por la intolerancia y la miseria -viajes dolorosos que se hunden como flechas en todas las geografías-, los desplazamientos muchas veces responden a un sentimiento tan misterioso como humano: la curiosidad. Curiosidad que -hay que admitirlo- muchas veces puede rozar el morbo.

¿De qué otro modo puede uno explicar que millones de personas se apretujen cada año por los estrechos y claustrofóbicos corredores que recorren las entrañas de las Pirámides? ¿Para qué escalar la montaña más alta del mundo donde hasta el oxígeno parece artículo de lujo? ¿Cuál es la gracia de recorrer miles de kilómetros en auto para ver el glaciar cuando es más fácil llegar en avión? ¿Qué necesidad hay de caminar por el Barrio Rojo de Amsterdan con sus vidrieras de chicas que se venden al mejor postor? ¿Para qué recorrer los lúgubres pasillos dedicados a la memoria de los muertos en Auschwitz o Treblinka? Es cierto, los ejemplos son arbitrarios y totalmente diferentes entre sí. Pero desde los primeros viajeros hasta los de este mundo globalizado, la curiosidad ha sido el motor más importante de cualquier travesía. Y bienvenida sea si esa curiosidad sirve para criticar, comprender, recordar, abrir o integrar mundos diferentes.

Vuelvo entonces a la pregunta dominguera: ¿Para qué fuiste?
Tal vez debería haber respondido con otra pregunta: ¿Por qué debería no ir?
He aquí una respuesta sencilla: no ir sería legitimar la exclusión.
Y otra más sencilla aún: fui por curiosidad.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Le Clézio y los contadores de historias.

Cuando J.M.G. Le Clézio ganó el Premio Nobel de Literatura en 2008 tuve una sensación -prestada, absurda- de orgullo. Por lo general los ganadores me resultaban desconocidos o ajenos, pero al gran Jean-Marie lo conocía desde hacía tiempo. En los cursos de Literatura Francesa en la Alianza había leído un par de libros (Désert, La Ronde et autres faits divers, La Ritournelle de la Faim) a los que se agregaron otros que fui descubriendo por mi cuenta (Gens des Nuages, El Africano).

Le Clézio representa para mí el paradigma del escritor-viajero, un espíritu con la increíble capacidad de meterse dentro de cada cultura como si fuera la propia. Puede relatar la rebelión de los Hombres Azules del Sahara contra el colonialismo, o seguir la travesía de una joven francesa para salvarse del hambre y de la guerra, o describir la sabana africana bajo la mirada asombrada y detallista de un niño. Su mirada siempre será certera y comprometida. Sus relatos van más allá de la curiosidad o de la empatía forzada y bienpensante. Detrás del narrador hay un hombre que conoce todos los horizontes posibles y se las arregla para comprender más allá de lo evidente.

Un año antes de ganar el premio, Le Clézio pasó fugazmente por la Argentina para presentar su libro El Africano. Durante una charla en el auditorio de la Alianza Francesa, contó en perfecto castellano sus orígenes familiares en la Isla Mauritius, su infancia en Africa, la adolescencia en Francia, el servicio militar en Tailandia, las experiencias en las poblaciones indígenas de México y América Central, y sus viajes por lugares olvidados. Aquella vida parecía el compendio de muchas vidas.
Esa tarde, el espacio solemne de la Alianza se llenó de nidos de termitas, selvas, ríos y desiertos que fuimos recorriendo de la mano de un gran contador de historias.

Un año después, mientras recibía el Nobel, Le Clézio dedicó el premio a Elvira, una narradora oral a la que conoció en la selva de Darien y que -como él aquella tarde en la Alianza- dominaba el viejo arte de contar historias.

Aquí van algunos fragmentos de aquel discurso.

"Una noche llegó una mujer joven. Su nombre era Elvira. En toda la selva de Emberas, Elvira era conocida por su arte de contar historias. Era una aventurera, que vivía sin hombre, sin hijos -se decía que era un poco borracha y prostituta, pero yo no creo nada de eso- y que iba de casa en casa para cantar, a cambio de una cena, una botella de alcohol y a veces algo de dinero (...) enseguida comprendí que se trataba de una gran artista, en el mejor sentido que se puede dar a esa palabra. El timbre de su voz, el ritmo de sus manos golpeando los pesados collares de cuentas de plata sobre su pecho, y sobre todo aquel aire de posesión que iluminaba su rostro y su mirada, esa suerte de arrebato medido y cadencioso, tenían un poder sobre todos aquellos que estaban presentes. A la trama simple de los mitos -la invención del tabaco, historias de dioses y humanos venidos del fondo de los tiempos-, ella agregaba su propia historia, la de su vida errante, sus amores, las traiciones y sufrimientos, la felicidad intensa del amor carnal, la acidez de los celos, el miedo a la vejez y a la muerte. Ella era poesía en acción, el teatro antiguo, y al mismo tiempo la novela más contemporánea. Ella representaba todo aquello con fuego, con violencia, inventaba, en la oscuridad de la floresta, entre el ruido de insectos y de sapos, el torbellino de murciélagos, esa sensación que no tiene otro nombre que la belleza (...) Allí estaba, sin duda, la paradoja más grande: que aquel lugar aislado, esa floresta alejada de la sofisticación de la literatura, era el lugar donde el arte se expresaba con más fuerza y autenticidad.
Poco después dejé aquel país, jamás volví a ver a Elvira ni a ninguno de los contadores de historias de la floresta de Darien. Pero más que nostalgia, me quedó la certeza de que la literatura puede existir, a pesar de la usura, de las convenciones y compromisos (...) Algo grande y fuerte los supera (...) algo nuevo y muy antiguo a la vez, impalpable como el viento, inmaterial como las nubes, infinito como el mar."

Le Clézio, J.M.G., "Dans la forêt des paradoxes", discurso pronunciado el 7/12/2008.
Selección y traducción: Silvina Quintans

Para leer el texto completo del discurso (en francés) cliquear aquí

jueves, 9 de septiembre de 2010

Rosh Hashana Urbano


Foto: Mi abuelo Salo
Texto: Silvina Quintans

- Mirá, mamá, un judío, dice mi sobrina Mora, mientras señala un hasidim con barba larga y anteojos.
- Nosotros también somos judíos, le responde Diana, su mamá.

                                       ¿Qué es ser judío?

La pregunta está escrita en letra cursiva sobre un espejo en una instalación montada en pleno Palermo Viejo para la celebración urbana de Rosh Hashaná. Una pregunta que flota a cada paso y que parece tener tantas respuestas como personas se paran frente al espejo.

- “¿Qué tengo yo de judío?”, me pregunta Nico leyendo otro de los espejos con la dificultad propia de sus seis años.
- Tu abuela, tus bisabuelos, una parte mía, le contesto

Muy cerca de allí, sobre una plataforma montada en la calle, el filósofo Tomás Abraham habla de lo difícil que le fue andar por la vida con ese apellido “tan judío”, y desafía a los que hablan de identidad diciendo que el concepto divide y discrimina.

En los puestitos de la Plaza Armenia, Esther vende knishes, guefilte fish, pletzalej y zambuzek, aunque sus hijos –simpáticos y ruidosos- insisten en que probemos el brownie que cuesta dos pesos. Cerca de allí, en otro puesto donde la carne del shawarma da vueltas hecha girones desde hace horas, un grupo de chicos liquida cinco magdalenas por cinco pesos. Más allá, sobre un coqueto mostrador, dos mujeres venden vistosos cup-cakes cubiertos con azúcar verde.

- La traje para probar la comida judía pero no hubo caso, eligió el cup-cake porque le encantaron los colores, se queja Diana.

Las tradiciones, como la gastronomía, se van mezclando. Desde los parlantes que dan sobre la plaza se escuchan los acordes de un reggae en hebreo.

Nos detenemos en una mesita cubierta de postales con paisajes de las Cataratas y una leyenda que dice “escuchando el shofar en todas las latitudes”
- ¿A cualquier lugar del mundo puedo mandar una postal? ¿A Marte también?, pregunta Nico.
- No, mejor mandale al tío Mauri que vive en Israel.

En los puestos montados sobre la calle Armenia abunda la iconografía judía, esa que muchos de nosotros vimos en los aparadores de nuestras abuelas: el hamsa, la menorá, la mezuza. Para conjurar la nostalgia le compro a una señora unos chupetines de chocolate con forma de estrella de David y los reparto entre Mora, Sebas y Nico.

Pasa un grupo de adolescentes con unos globos colorados que llevan papelitos adentro.
- Mirá, mamá, ahí van mis deseos, se ilusiona Sebas.
Espero ansiosa la suelta de globos, pero caigo en la cuenta de que difícilmente levanten vuelo porque están inflados con aire. Los veo pasar dentro de canasto con destino incierto.

Entramos a cada uno de los cinco containers de la instalación propuesta por el artista Gonzalo Córdoba: Memoria, Identidad, Celebración, Creación e Introspección.
- ¿Qué quiere decir introspección, ma?
- Meditar, pensar, meterse para adentro
- ¿Cómo meterse para adentro? ¿Adentro de dónde?

Sobre el piso del container se ven valijas con libros, ropa antigua, papas, cebollas…
- Ese libro se lo regalaron a mi vieja cuando se casó, se emociona una mujer frente al contenido de una de las valijas.

En el container de Creación hay letras imantadas con las que los chicos pueden formar palabras. Nico está fascinado: revuelve las letras, deletrea con los labios, corre por todo el container.
- La T, no encuentro la T
- ¿Y para qué querés una T si tu nombre empieza con N?
- Porque quiero escribir TRASERO

Lo llevo al container de Celebración antes de que concrete sus intenciones.
Un chico explica que el mantel que cubre la mesa preparada para la fiesta está confeccionado con fotos antiguas de celebraciones judías proporcionadas por distintas familias. Un impresionante patchwork en blanco y negro muestra caras sonrientes, abrazos, brindis con ropas y peinados de otros tiempos.
- Qué rico, pusieron una jalá redonda sobre la mesa. ¿Por qué no venden jalá en los puestos de comida? -se indigna una señora- Venden helados, brownies y cupcakes y no ponen lo más típico de Rosh Hashaná.
- Seguramente la podrá conseguir en cualquier casa de comida judía de la ciudad, intenta atajar el chico.

Segundos después el chico recibe otro embate. Un hombre mayor, canoso y de anteojos le pregunta en tono imperativo
- ¿Moishevique? ¿Sabés lo que quiere decir eso?
El chico se acomoda la remera colorada con una imagen del Che y una leyenda que dice “Moishevique”
- ¿Vos sos judío?
- Sí, señor
- ¿Sabés quién fue el Che Guevara? ¿Sabías que era una bestia que entrenó a los árabes contra Israel?.
- No sabía, señor. Me gustó la remera y la compré.
- No podés no saber, responde el viejo y se va.
- Yo también me voy, no estoy para escuchar estas lecciones, dice la mujer de la jalá.
- Shaná Tová, contesta el chico con timidez.

Una cortina negra tapa la entrada del container “Memoria”. Sebas la abre:
- Hay piedras y polvo, mamá, está todo sucio.
- No son piedras, son escombros
- ¿Por qué?
Intento postergar la explicación pero Sebas insiste. ¿Cómo explicar lo inexplicable?

Mientras nos vamos, Nico levanta un papel del piso.
Prestame, a ver qué dice

Rosh Hashaná es el inicio de un período reflexivo de introspección, de balance sobre el año que ha pasado y momento en el que se planifican los actos para el año que comienza. Días de balance del alma. Días para fijar objetivos a nivel personal, familiar y con nuestros semejantes”

Shaná Tová

jueves, 2 de septiembre de 2010

Cumplir años



Foto: Alicia Lecce
Texto: Silvina Quintans

Hoy vuelve a ser dos de septiembre en el tiempo de los relojes y soy un año más vieja.

Tal vez no sea casual que en los últimos días venga posteando cosas sobre la elasticidad del tiempo. El tiempo como desplazamiento implacable, como recordatorio permanente de aquello que no podemos detener. Y sin embargo, cada cumpleaños uno siente –como el personaje de El Perseguidor- que ese tiempo se dilata y se contrae de manera caprichosa.

Hay hitos en esto de cumplir años:
Los cinco y una fiesta con globos, gaseosas y payaso a la que sólo vino un compañerito
Los quince con chicas solas bailando frente a un tocadiscos
Los dieciocho con mucho sol en las ventanas y un gigantesco ramo de flores que ya no recuerdo quién mandó
Los veinte con fiesta multitudinaria y compañeros de la facultad
Los veinticuatro lejos de casa, en Estados Unidos, añorando el Sur durante el largo viaje con mis amigas (esas hermanas elegidas).
Los treinta y cinco y la súbita urgencia de maternidad
Los treinta y seis casi madre, enyesada, y a punto de casarme con Santiago
Los treinta y ocho en un restaurante contando los minutos que faltaban para darle la teta a Nico, el segundo de mis niños
Los cuarenta y la gran fiesta en el pelotero en la que -por unas horas- volvimos a recorrer los territorios olvidados de la infancia.

En alguno de todos estos cumpleaños una amiga me regaló un libro de Silvina Ocampo llamado Viaje Olvidado. El mundo fascinante que pintaban los cuentos de ese libro me persiguió durante meses. La atmósfera ingenua y siniestra, extraña y familiar, tierna y cruel, poética y cruda, llevaba al mundo perdido de la infancia. La autora relataba ese viaje de regreso a la infancia de una manera delicada, sutil, como si las palabras estuvieran tejidas con encaje.

Aquel no era un libro de viajes en sentido clásico -si uno concibe el viaje como un desplazamiento en el espacio-, pero proponía uno de los recorridos más extraordinarios que puedan hacerse: el viaje en el tiempo, el viaje al misterio, el viaje olvidado.

Viaje Olvidado es el título del cuento da nombre al libro y habla, justamente, del propio nacimiento, del recorrido entre la infancia y la adultez:

"Quería acordarse del día en que había nacido y fruncía tanto las cejas que a cada instante las personas grandes la interrumpían para que desarrugara la frente. Por eso no podía llegar hasta el recuerdo de su nacimiento (...) tenía la sensación de haber hecho un viaje, sin automóvil ni coche, un viaje lleno de sombras misteriosas y de haberse despertado en un camino de árboles con olor a casuarinas donde se encontró de repente haciendo nidos para pájaros".

El Viaje Olvidado, aquel viaje uterino y oscuro que suena a líquido, a latidos acolchados, a un calor que jamás volveremos a sentir.

Cada cumpleaños es, de algún modo, la frágil memoria de ese viaje olvidado.

martes, 31 de agosto de 2010

Antes del amanecer



Música para leer este post: cliquear aquí

Reinauguro esta sección de Viajes Catódicos. Como buena adicta al cine y la tele, no me privo de largos viajes frente a la pantalla. La semana pasada vi por enésima vez "Antes del amanecer" de Richard Linklater con los magníficos Julie Delpy y Ethan Hawke.

Céline y Jesse se conocen en un tren que viaja de Budapest a Viena. Se establece entre ellos esa clase de conexión intensa que sólo los viajes pueden lograr, y deciden recorrer juntos Viena hasta que amanezca y cada uno tenga que seguir su camino.

La película tiene que ver con la elasticidad del espacio y del tiempo de la que hablamos en el post anterior. Durante su caminata nocturna por Viena, los personajes hablan de todos los temas posibles -desde los más trascendentes a los más banales-, se cuentan historias propias y ajenas, recorren con palabras sus vidas, mientras los atraviesa una nueva experiencia. La experiencia del otro, y la experiencia de esa ciudad nocturna que se abre en su luminosa oscuridad.  Un par de actores los invitan a una obra de teatro bizarra, un poeta callejero les escribe un poema a medida, una gitana les lee el futuro, un mozo les regala una botella de vino.

Esa noche es mucho más que una noche: es el compendio de todas las noches posibles. El tiempo se concentra de tal modo, que en apenas unas horas Jesse y Céline se ven envueltos en una relación que los marcará para toda la vida, sin ánimos de adelantar la secuela. Extraña cualidad la del tiempo en los viajes, y extraña la intensidad de las relaciones que genera.
 
Me dirán que a la película le falta acción, que es puro diálogo, que las conversaciones son banales, que los austríacos no son tan simpáticos y excéntricos como se los muestra ... En fin, los críticos me recuerdan a una propaganda (¿de Coca Cola?) en la que se veía a una espectadora emocionada hasta las lágrimas en el cine mientras se escuchaba la voz implacable del crítico que se solazaba buscando expresiones ingeniosas para denostar toda clase de sentimentalismo.

Para los que alguna vez viajamos con la mochila al hombro, con boletos de segunda clase, sacrificando la comida por un día más de viaje. Para los que nos enamoramos en apenas unas horas, para los que chapuceamos idiomas extraños en trenes, albergues o vuelos baratos, para los que jamás desdeñamos el buen arte de la conversación, esta es la película perfecta.

Y ni hablar de la secuela (que no podría llamarse sino "Antes del atardecer") que junta a los protagonistas diez años después en la mítica librería parisina Shakespeare and Co., y tiene como telón de fondo a la ciudad más linda del mundo con imágenes que se apartan de cualquier cliché turístico.

La película misma -que a su vez condensa esa relación de una noche en apenas una hora y media- no hace otra cosa que jugar con el tiempo. Uno espera que la duración de esa noche imite su intensidad, y que al sol no se le ocurra aparecer otra vez entre las oscuras calles de Viena.



A pedido del Viajero Virtual cliquear  aquí   para ver escena.

viernes, 27 de agosto de 2010

El textito del fin de semana... Abelardo Castillo en La Cumbrecita y Cortázar en el metro

Estoy leyendo El Evangelio Según Van Hutten de Abelardo Castillo desde que volví de Córdoba. Ya colgaré el post que estoy preparando sobre La Cumbrecita.
Por ahora van unos párrafos que me encantaron de la novela de Castillo que hablan de la relación espacio/tiempo en los viajes.

"El espacio es medio inesperado. Ultimamente viene muy mezclado con el tiempo. Por ejemplo, a que usted ya se está olvidando de los problemas que tenía en Buenos Aires (...) Usted salió de Buenos Aires hace dos o tres días. Materialmente, no ha tenido tiempo de olvidar nada o de cambiar de situación (...) A su alma le ha sucedido espacio. El espacio opera como el tiempo. Por eso los desesperados viajan, por eso existe el turismo. No importa que se pueda llegar a La Cumbrecita en unas horas. Cuando estamos entre estos abedules, nuestro departamentito del Once nos parece tan remoto como la prehistoria."

Abelardo Castillo, El Evangelio según Van Hutten.

Cortázar muestra también la extraña relación espacio-tiempo que se plantea en los viajes en El Perseguidor. Siempre me impresionó mucho la descripción que hace Johnny  del transcurso del tiempo en el metro. Johnny cuenta que subió al metro en una estación y que en el minuto y medio que le llevó llegar a la siguiente, pensó en su familia, sus amigos, vivencias de su infancia que le hubiera llevado al menos quince minutos recordar, aunque sólo había pasado uno y medio:

"Apenas un minuto y medio por tu tiempo, por el tiempo de ésa -ha dicho rencorosamente Johnny- . Y también por el del métro y el de mi reloj, malditos sean. Entonces, ¿cómo puede ser que yo haya estado pensando un cuarto de hora, eh, Bruno? ¿Cómo se puede pensar un cuarto de hora en un minuto y medio? (....) Viajar en el métro es como estar metido en un reloj. Las estaciones son los minutos, comprendes, es ese el tiempo de ustedes, de ahora; pero yo sé que hay otro, y he estado pensando, pensando..."

Julio Cortázar, El Perseguidor, en Las Armas Secretas.

Los viajes nos permiten descifrar de algún modo la imperceptible elasticidad del espacio y del tiempo.

viernes, 6 de agosto de 2010

Hiroshima en otra isla

"Tu n'as rien vu à Hiroshima. Rien.
J'ai tout vu. Tout."
Marguerite Duras, Hiroshima mon amour.




Texto: Silvina Quintans

El texto que sigue lo escribí hace un par de años y forma parte de algo más grande: una serie de crónicas sobre el año que vivimos en Estados Unidos con un grupo de amigas.

Durante ese largo viaje -en cierto modo un viaje iniciático- derribé varios prejuicios y conocí gente que jamás olvidaría. Esta crónica está dedicada a Trudy Taylor, quien -además de ser la mamá de James Taylor- es una mujer extraordinaria que nos recibió con mucha calidez en su casita de cristal en la isla de Martha's Vineyard. Pero esa es otra historia.

Lo que aquí cuento es una íntima y muy conmovedora ceremonia en homenaje a las víctimas de Hiroshima a la que Trudy nos llevó hace veinte años -me da escalofríos la cifra- en Martha's Vineyard, una isla al Norte de Boston que es lugar de descanso de gran parte del poder norteamericano (los Kennedy, los Clinton, el propio Obama). Una isla dentro del mismo país que atacó con el arma más poderosa de la historia.

Una recomendación: cliqueen aquí para escuchar a Joan Baez meintras leen esta contracrónica.


El domingo seis de agosto de 1989 amaneció muy temprano.

Trudy nos levantó con el desayuno y nos pidió que nos vistiéramos.
- Tenemos una cita, dijo, sin dar más detalles.

El sol todavía no había salido y el aire estaba blanco, neblinoso.

El auto emprendió un recorrido entre campos de musgo y paisajes pedregosos. La isla parecía despoblada, y el mar apenas se intuía detrás de los acantilados. Tardamos una hora en llegar hasta el otro extremo de Martha’s Vineyard.

El sol era una uña colorada en el horizonte. En la playa, un grupo de gente formaba una ronda junto a un faro opaco y antiguo. Uno llevaba una especie de mortero que usaba de campana para dirigir el ritual. Llegué a distinguir entre la multitud a un cura, a un pastor protestante y a una mujer de rasgos indígenas. Todos estaban en silencio.

El hombre de la campana inauguró la sesión y dijo que estábamos reunidos para conmemorar el aniversario del ataque a Hiroshima: “una gran tragedia de nuestra historia, que no debemos olvidar”. Hacía ya 44 años que Estados Unidos había detonado el arma más nociva en la historia de la humanidad. El recuerdo de los civiles japoneses deformados, mutilados y llagados por la bomba atómica convivía con el sonido de aquella campana con forma de mortero.

El mensaje resultó premonitorio. Meses después, Estados Unidos invadía Panamá para derrocar a Noriega, y un par de años más tarde iniciaría sus bombardeos en Irak. Eran tiempos de George Bush (padre), otro descendiente –como Trudy- de una antigua familia de Massachussets. Probablemente habrían nacido en el mismo año y a pocos kilómetros de distancia, pero sus valores no podían ser más diferentes. Estábamos allí reunidos para repudiar un ataque del que el propio Bush podría haber participado mientras piloteaba aviones en Japón durante la Segunda Guerra Mundial.

La campana sonó muchas veces, y se habló de paz, de hermandad, de la injusta política de los Estados Unidos en tierras lejanas. A modo de despedida, sonaron como una plegaria los versos que alguna vez había escuchado cantar a Bob Dylan y Joan Baez:

¿Adónde se fueron todas las flores?
Hace tiempo
¿Adónde fueron los jóvenes?
El tiempo pasa
Oh, cuándo aprenderán?
Oh, cuándo aprenderán?

La ceremonia terminó en silencio. Los vecinos de Martha’s Vineyard se despedían, mientras el sol dibujaba una bola roja sobre el mar.

viernes, 30 de julio de 2010

Villa General Belgrano: chocolates, cerveza y remeras nazis

Texto: Silvina Quintans

Estuve en Córdoba durante las vacaciones de invierno. Aquí va la primera de mis contracrónicas.

“No tolero más esta música, ¿no te pasa lo mismo?”, me pregunta la rubia empleada de una chocolatería de Villa General Belgrano. Yo sonrío: al fin alguien más da cuenta del insufrible acordeón, de la voz aflautada del cantante y de la melodía machacona.


Hace rato que camino por la calle principal de “La Villa” –como le dicen sus habitantes- y la música cambia de cuadra en cuadra, pero no abandona ese ritmo reiterativo y saltarín. Ya escuché “La Cucaracha” en alemán, “Barrilito, barrilito” y otras canciones teutonas que fuerzan un clima festivo y artificioso.

La súbita complicidad con la chocolatera me desorienta: la chica tiene marcados rasgos alemanes y debe estar acostumbrada a este ritmo desde la cuna.

- No tolero tanto ruido -dice-, no veo la hora de que terminen las vacaciones de invierno. El resto del año esto es muy tranquilo. Si fuera por mí, pasaría las vacaciones en medio del campo lejos de la gente.

La miro con cierta simpatía, el tonito cordobés en su figura suena bizarro. Algo así como una película mal doblada.

- Yo nací aquí, en La Villa. Trabajo con turistas desde los tres años. Mis abuelos europeos tenían una posada y me hacían atender las mesas.

La música todavía se cuela en el local. La rubia con traje de aldeana atiende a varios turistas a la vez, pero tiene necesidad de hablar. Cuando salen todos me dice:

- Yo nací aquí, de abuelos europeos, y estudié turismo. Pero cuando llega esta época del año quiero irme. A los latinoamericanos les gustan las muchedumbres, eso de juntarse, de estar todos en el mismo lugar. Paso por los restaurantes y … -no puede terminar la frase, se estremece del asco.

Sus abuelos europeos, los latinoamericanos, el tonito cordobés, la música, el traje de aldeana. Compro los chocolates y salgo a la calle. Hace frío, camino y voy comiendo uno amargo con pasas de uva.

Los locales se suceden con sus carteles de madera de formas redondeadas y caprichosas, de esos que también han colonizado los pueblos de la Patagonia. Hay luces por todas partes, tejas a dos aguas, vigas de madera, nombres en alemán: El Viejo Munich, Edelweiss, Alter Zeppelin, Café Rissen, Tante Leny, Blumen.

Hay chocolates, cerveza, pastelería, salchichas, chucrut, kassler, fiambres de todo tipo. Hay jarritos para cerveza, repasadores y remeras con la parejita rubia vestida de aldeana, un clásico kitsch de los años ’70. Por momentos se me ocurre que los alemanes inventaron el kitsch. Hay enanos de jardín, duendes y sombreritos rojos en forma de cono. Más duendes, más jarritos de cerveza, más seres mitológicos de cachetes y barbas, cruza única entre lo bonachón y lo siniestro.

Sigue la música, terminé mi barrita de chocolate, siento que el clima se enrarece. La pretendida liviandad de esta música que pinta a los alemanes como aldeanos regordetes e ingenuos prendidos a su vaso de cerveza, dista de la imagen oscura que me asalta frente a un local llamado Bismarck, donde las remeras con símbolos nazis se despliegan con impunidad en la vidriera. Siento escalofríos: águilas amenazantes, cruces gamadas, dibujos muy parecidos a esvásticas, banderas alemanas cruzadas en ángulos, insignias del Graf Spee, más águilas.

En un costado, un diminuto cartel –como la letra chica de algún contrato- advierte que el local no comparte ideologías autoritarias o fascistas presentes o pasadas y que el material exhibido –a la venta, agrego- es sólo “con fines históricos”. Me acerco para increpar a la empleada, pero dudo que tenga alguna idea de lo que está vendiendo. No tengo bronca, siento dolor, un dolor muy hondo.

Sigo mi camino hacia el auto, las calles se vuelven más oscuras, la música ya no se escucha y el reloj de la plaza marca una hora que ya no existe.

viernes, 25 de junio de 2010

El textito de la semana... Paul Bowles, viajeros y turistas bajo el cielo protector


Foto: Alicia Lecce
Texto: Paul Bowles


"No se consideraba un turista; él era un viajero. Explicaba que la diferencia residía, en parte, en el tiempo. Mientras el turista se apresura por lo general en regresar a su casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra (...) Otra importante diferencia entre el turista y el viajero es que el primero acepta su propia civilización sin cuestionarla: no así el viajero, que la compara con las otras y rechaza los aspectos que no le gustan".

Paul Bowles, El cielo protector, Alfaguara.

No sé si coincido totalmente con esta visión de Port, el protagonista de la novela de Bowles.  Todos tenemos algo de turistas y algo de viajeros. Creo que la diferencia no está en el tiempo, tal vez sí en el cuestionamiento de la civilización propia y la disposición para aceptar lo diferente. La actitud del viajero es la del extrañamiento, pero también la de la aceptación. Tampoco estoy de acuerdo con el uso peyorativo de la palabra turista.
Se ha perdido el viaje en sentido puro.  La gente puede trasladarse miles de kilómetros hasta un país lejano y no salir jamás del hotel. Se busca la naturaleza y la sociedad domesticadas. Viajar para estar siempre en el mismo lugar.
Alguna vez escuché que la filosofía de Mc Donald's tenía que ver con encontrar un sabor familiar y seguro lejos de casa. El Big Mac es el Big Mac en Chicago, París, Buenos Aires, Bangkok o Moscú. Los arcos dorados garantizan sabores conocidos más allá de la distancia.
La clasificación de Bowles apunta a una especie de extinción: la del viajero que se toma meses o años para degustar un lugar. Hoy los viajes duran apenas unos días, y se busca el destino más que la ruta.
El cambio de hábitos, sin embargo, no impide que nos animemos a probar nuevos sabores, que nos perdamos por calles y mercados, que salgamos por las rutas con o sin mapas en la mano, que nos asomemos a la realidad que palpita más allá de la comodidad de los hoteles. Después de todo, siempre estaremos bajo el mismo cielo protector.

jueves, 17 de junio de 2010

Sudáfrica según Ryszard Kapuscinski

Mientras buscaba un texto para colgar mañana en el blog, me encontré con estas reflexiones de Kapuscinski sobre Sudáfrica. De algún modo completan las postales que colgué ayer.

"Sudáfrica es un milagro. el conflicto social y racial fue profundísimo, y es una de las heridas más grandes de Africa. Un país inmenso con una amalgama étnica inextricable: blancos, negros, mestizos, asiáticos. Una complejidad social enorme (...) Mandela hizo el milagro. No estalló ninguna guerra civil y el poder político pasó a manos de los negros. es un caso casi único en la historia: una sola persona, extraordinaria. Nelson Mandela consigue llevar a cabo una empresa que está más allá de la imaginación (...).
La transición será todavía larga: las contradicciones, en Sudáfrica son lacerantes. Los blancos conservan todavía sus grandes riquezas, viven prósperamente en barrios lujosos. Mientras tanto, una multitud de negros están confinados en barriadas de chabolas obscenas, en horribles poblados de barracas, los peores lugares que he visto en el mundo (...)
Sudáfrica es un país espléndido, pero son muchas sus contradicciones. Y hasta que no sean eliminadas, la posibilidad de nuevas oleadas de violencia siempre será algo real. Ahora la paz y la esperanza, gracias a este verdadero milagro han triunfado. Los blancos no han huido. Pocos, poquísimos, se han marchado. Mandela, con su excepcional historia, es uno de los padres de Africa"

Ryszard Kapuscinski, Los cínicos no sirven para este oficio, Ed. Anagrama.

martes, 15 de junio de 2010

Sudáfrica '78


Foto: Chris Perkins
Texto: Silvina Quintans

Fotografía tomada de este enlace

Supe de la existencia de un país llamado Sudáfrica el día que apareció mi papá con unos pasajes para viajar a ese lugar que imaginé poblado de animales salvajes, selvas impenetrables y tribus coloridas.
Estaba en esa etapa de transición entre la niñez y la adolescencia en la que una lupa gigantesca se posa sobre los detalles de las cosas. Tal vez sea por eso que conservo recuerdos aislados de aquel viaje, recuerdos magníficos y llenos de colores.
Recuerdos también contradictorios en los que se cuela la tensión del apartheid. En mi cabeza infantil algunas imágenes de la discriminación quedaron grabadas a fuego, aunque pude comprenderlas muchos años más tarde. Estos son apenas algunos retazos de aquel viaje a un país que ya no existe.

Ciudad del Cabo desierta como un pueblo fantasma el domingo en que llegamos. Las calles vacías, los negocios cerrados, los edificios despoblados: no cruzamos una sola persona en el camino hacia el hotel. La sensación escalofriante de una ciudad abandonada y la explicación del guía: "aquí la gente es muy religiosa".

El Cabo de Buena Esperanza y un acantilado desde el que se veía muy clara la línea que divide las aguas turquesas del Indico de las azules del Atlántico. Mi hermano y yo recibimos un diploma con un mapita que acreditaba nuestra llegada, como si fuéramos antiguos exploradores.

Unos campos muy verdes y ondulados en Stellenbosch, en la Ruta Jardín. Un paisaje que nada tenía que ver con mis fantasías de Africa.

Mi hermano montando trabajosamente un avestruz de plumaje negro.

El gusto a pollo de la carne de avestruz.

Un hotel metido en el mar. El interior parecían las entrañas de un caracol descomunal. Las olas rompían contra las ventanas del restaurante. Se llamaba Beacon Island.

Los colores de los saris de las mujeres indias en Durban.

Una pareja india vestida de gala en la entrada del Hotel Maharani. La pareja espera para subir al ascensor panorámico. El ascensor recién inaugurado es la gran atracción de Durban con sus paredes de vidrio que se deslizan sobre la fachada. Un guardia negro les impide la entrada: sólo los blancos pueden subir.

Mujeres semidesnudas que bailan para los turistas una danza africana. Las tetas grandes que cuelgan hasta la cintura y los movimientos desganados de quien está obligado a ganarse la vida.

Una soga con ropa occidental y descolorida que cuelga muy cerca de las danzantes de tetas grandes.

Las playas de Durban con espacios para negros, blancos y asiáticos.
Los baños para negros y para blancos.
Los barrios para negros y para blancos.

La mirada torva de una mujer negra en Johannesburgo una tarde en que nos separamos del grupo y salimos a caminar con mamá.

Las recomendaciones de Kevin -nuestro guía rubio, gay y discriminador-, para que nos mantuviéramos alejados del Soweto.

La larga travesía nocturna en una caravana de autos alquilados hacia la casa de Fred, un sudafricano blanco que nos invitó a su casa por el solo hecho de ser argentinos.

La oscuridad del camino hacia la casa de Fred entre barrios pobres y tachos en las esquinas. Alguna fogata en las veredas, aunque no estoy segura.

El lujo de la casa de Fred con su gigantesca cocina y sus modernos gadgets. Recuerdo una mesada color cromo.

La sabana amarillenta del Parque Kruger, tan distinta de la selva que había imaginado.

Un babuino en medio del parque manoseando su enorme pene –aún no podía interpretar la imagen en toda su dimensión.

Los leones escondidos en la maleza.

Las manadas de kudus, al principio novedosas y luego repetitivamente aburridas.

Los inquietantes ruidos nocturnos en el lodge de la sabana.

La excursión a las Cataratas de Victoria en Rhodesia –hoy Zimbabwe- escoltados por camiones y lanchas militares que contenían las agresiones a los turistas y la inminente revolución contra el régimen blanco.

Los carteles en la habitación del hotel frente al río Zambeze que ordenaban hacer cuerpo a tierra en caso de escuchar tiros.

La selva que rodeaba a las cataratas y los gigantescos saltos de agua.

Las noticias de la revolución que convirtió a Rhodesia en Zimbabwe pocas semanas después.

Las noticias del fin del apartheid y la llegada de Mandela al poder, 16 años después, cuando por primera vez comprendí muchas de las cosas que había visto en aquel viaje.

viernes, 11 de junio de 2010

El textito del fin de semana... Desierto y literatura según Tahar Ben Jelloun

"Esta historia es también un desierto. Tendremos que marchar descalzos sobre la arena ardiente, marchar y callar, creer en el oasis que se dibuja en el horizonte y que no deja de avanzar hacia el cielo, marchar sin mirar atrás para no sentir el vértigo. Nuestros pasos inventan el camino a medida que avanzamos; no dejan huellas sino el vacío, el precipicio, la nada. Entonces miramos adelante y confiamos en nuestros pies. Ellos nos llevarán tan lejos como creamos en esta historia. Ustedes saben ahora que ni la duda ni la ironía formarán parte de este viaje."

Tahar Ben Jelloun, L'enfant de sable (El niño de arena), Éditions du Seuil.

Ben Jelloun es un escritor marroquí que vive en París. Este fragmento pertenece a "El niño de arena", una novela que cuenta la historia (real) de una niña que es criada como varón por su familia en una sociedad en la que el género define los derechos de las personas.
Es también la historia de cómo contar una historia. Jelloun ambienta su libro en Djemáa el Fna, la plaza principal de Marrakech, último reducto de la tradición oral en el mundo. Allí sobrevive un grupo de juglares que se ganan la vida contando historias en voz alta a un público numeroso y receptivo. El lugar fue declarado Patrimonio Oral de la Humanidad por la Unesco.
El narrador de la novela de Jelloun va cambiando, y el lector puede "escuchar" distintas versiones de la misma historia según el juglar que la cuenta. ¿Cómo escribir desde la oralidad? ¿Cómo contar una historia donde el narrador y el punto de vista cambian todo el tiempo? Las distintas voces y versiones descolocan al lector y enriquecen el relato.
Hay algo del desierto en la novela de Jelloun, ese desierto que acecha más allá de Marraquech y que se parece a una página en blanco.  El vacío, el precipicio, la nada.
El próximo post hablará sobre una noche larga en el desierto.

Para conocer más sobre Tahar Ben Jelloun, recomiendo visitar la página http://www.taharbenjelloun.org/

Agrego también un artículo que publiqué sobre Marraquech y Djemáa el Fna
http://edant.clarin.com/suplementos/viajes/2006/11/19/v-01611.htm

jueves, 10 de junio de 2010

Culebrones


Todos tenemos nuestros placeres inconfesables, y el mío durante estos últimos meses fue ver "Caminho das Indias" (o "India una historia de amor", como la tituló menos poéticamente Canal 11). Así como El Clon mostraba la cultura y los paisajes de Marruecos, India está filmada en lugares fabulosos como Agra, Benarés y Jaipur con una producción impresionante.
La historia de Maya, Bahuan y Raj fue un suceso en Brasil, donde se paró el país para ver los últimos capítulos. A la hora de escribir culebrones, los brasileños toman riesgos. Además de tocar temas de la cultura india como las castas, los parias o los matrimonios arreglados, en esta novela también se hablaba de psicopatías, locura, y hasta bullying cibernético.
¿A qué viene todo esto? A que el primer capítulo de la novela empieza con un largo y espectacular paneo de los ghats de Benarés, donde se ven imágenes de muchas de las cosas que describo en el último post. Si cliquean aquí podrán pasear con la cámara por los ghats de Benarés y ver el primer encuentro de Bahuan y Raj, que luego serán los protagonistas de la historia.
Y ahora que confesé mi afición por los culebrones brasileños ambientados en Oriente, va mi indignación contra Canal 11, que no contento con jugar con los horarios y "editar" los capítulos reduciéndolos a la mitad (recurso insólito y de mal gusto en el que se omitía la presentación, los créditos, los avances y escenas fundamentales para entender la historia), levantó la novela sin aviso estafando a los espectadores.
Todo vale para los directores de programación.

Vean este video: http://www.youtube.com/watch?v=7cfi0TySGog

martes, 8 de junio de 2010

Benarés entre el sueño y lo siniestro


Texto y foto: Silvina Quintans

No podría precisar exactamente cuándo sentí que la experiencia se volvía siniestra. Pudo haber sido al principio, cuando antes de salir del auto un grupo de chicos pegaba las caras al vidrio en busca de limosna, o unos minutos más tarde, cuando vi a una mujer con la nariz mutilada por la lepra, o mientras bajaba las escaleras del ghat entre ancianos que esperaban su turno para morir.

Poco después empezó a salir el sol con un color anaranjado que nunca antes había visto. El cielo, el río, los palacios, las caras, todo estaba teñido por una niebla rojiza que esfumaba las imágenes como en un sueño. A esta altura ya estábamos embarcados en un bote que nos llevaba por el Ganges, a cierta distancia de la marea humana que bajaba las escalinatas en busca de las aguas sagradas.
Lo que desde tierra nos había parecido el séptimo círculo del infierno, desde el agua se nos hacía dulce, gentil y casi onírico, gracias a la distancia y a la suavidad de la niebla. Entonces pudimos escuchar los rezos, las campanitas, la música, el murmullo, el claqueo de los remos contra el agua, las didácticas explicaciones de la guía. Estábamos a salvo en nuestro refugio de voyeurs, mientras veíamos desfilar al compás del bote a los parias que lavaban la ropa a golpes, los sadhus que meditaban semidesnudos bajo las sombrillas, las mujeres que se bañaban vestidas, los hombres que se lavaban los dientes con agua sagrada, los chicos que depositaban velitas en el agua. Las escenas, con su movimiento y vivacidad, contrastaban con las imágenes siniestras que me habían asaltado al principio. Todo desfilaba con lentitud como en una postal viviente. Todo parecía dispuesto allí para nuestras cámaras y nuestra mirada.

Una humareda espesa y negra se levantaba al final del recorrido. “No photos”, dijo la guía sin mayores explicaciones. El ghat Manikarnika es el lugar en el que se crema a los muertos a orillas del Ganges; los afortunados que son incinerados allí consiguen la liberación del alma. La imagen era sobrecogedora: varios cuerpos se quemaban sobre piras de leña, mientras los familiares –hombres- conversaban a su alrededor. Distinguí a un hombre con la cabeza blanca intacta y el cuerpo cubierto por un manto amarillo que se consumía bajo las llamas.

Por la tarde, ya libres de la agencia de turismo, volvimos a los ghats. Una nube de gente nos seguía para guiarnos a cambio de unas rupias. Avanzábamos con mucha dificultad entre mendigos, sabios, adivinos, devotos, comerciantes, barberos, cocineros, lavanderas. No podíamos caminar solos: el enjambre de curiosos y pedigüeños se renovaba a cada paso. Los pies se nos hundían sobre los interminables escalones tapados por una mezcla de barro y bosta de vaca. Detrás de las escalinatas, los palacios color tierra y rosa borroso acusaban el sueño o la decadencia.

Caminamos durante media hora hacia el ghat Manikarnika. Poco antes de llegar, tomé una panorámica de las escalinatas y la humareda. En ese momento, apareció un hombre que comenzó a insultarme y pedirme que entregara la cámara. Le dije que la foto era panorámica, que de ningún modo se veían las cremaciones. El hombre insistía con horribles amenazas y me siguió todo el trayecto que quedaba hasta el ghat. Una vez allí, los parientes de una mujer que se consumía en cenizas lo alejaron, y nos invitaron a participar del ritual –yo a una prudente distancia, ya que las mujeres no tienen permitido acercarse. Me dijeron que no me preocupara, que podía tomar fotos de lejos y que aquel hombre sólo buscaba dinero.

Parada a cierta distancia, vi cómo el cuerpo de la mujer se consumía mientras sus familiares charlaban. Me sentí incómoda, como si hubiera profanado un templo. Aquel hombre tenía razón: no tenía derecho a estar allí, a curiosear la muerte, a buscar el espectáculo en lo trascendente. No tenía derecho a ignorar la miseria de mis perseguidores, ni a avanzar entre el hambre de los chicos, ni a pisar los desechos de animales sagrados, ni a mirar las caras deformadas por enfermedades que apenas me atrevía a pronunciar. Hay mucho de cobardía en el turista: esa sensación de mirarlo todo y no involucrarse con nada, caminar sobre el barro con la certeza de la comodidad del hotel, asomarse al infierno con boleto de regreso. Hay algo de morbo, de hipocresía, de falsa comprensión. Pero también es cierto que todos somos voyeurs –aún- frente a la muerte. Un destino común me hermanaba con los que estaban frente a la pira, con los mendigos del camino, con el hombre que me había seguido, con los chicos con hambre, con la mujer con lepra.

Ya estaba oscureciendo cuando emprendimos la vuelta. Caminaba abrumada por la culpa, por el olor del fuego y de la bosta, por los colores terrosos que cubrían las escalinata. De pronto apareció de nuevo el hombre con su carga de imprecaciones: Ud. se burla de nuestra religión/ se cree muy inteligente/ unos israelíes que hicieron lo mismo que Ud. fueron presos y nadie los pudo sacar / los extranjeros se sienten con derecho a burlar nuestras costumbres.
El hombre ponía en palabras algo que yo sospechaba: todo viajero es un profanador. Viajar es sentirse siempre extranjero, y en la India uno es más extranjero que en ninguna otra parte.
De pronto, mezclada en su discurso, escuché la palabra “money”. De algún modo me sentí aliviada: el argumento de la profanación era una estrategia para sacarme plata. Rompí entonces el silencio y a los gritos le dije que no me molestara más, que lo iba a denunciar por extorsionar a los turistas. Un policía miraba la escena; el hombre desapareció con la inmaterialidad de las almas.

El hombre desapareció, pero una multitud avanzaba en sentido contrario. Cientos de hombres con la cara y el pelo pintados de rojo, con los ojos muy negros, la mirada agresiva y en trance. Avanzaban en una danza frenética bajo ritmo de tambores. Las mujeres iban en procesión vestidas de amarillo con velas. Los colores apabullaban, las caras exaltadas, las luces de las velas, la multitud que nos empujaba de nuevo hacia el Ganges. Alguien nos explicó que era el festival Vasanta Panchami dedicado a Sarawasti, la diosa de la sabiduría.

Fue muy difícil conciliar el sueño aquella noche. El amanecer neblinoso en el Ganges, los mendigos, los cuerpos en el fuego, los devotos de Sarawasti y su rojo-guerra, las acusaciones del hombre enfurecido. Las imágenes desfilaban acompasadas, con su carga de fascinación y sacrilegio.
Las pesadillas se sucedieron toda la noche: cuerpos que se consumían, personas mutiladas, cárceles de las que yo huía, mientras miles de presos ardían tras las rejas.
La pesadilla se repetía, y por un momento pensé que nunca más podría soñar otra cosa. El eterno castigo del sueño.

Sin embargo, mucho antes de que amaneciera, hechizados por el río, regresamos.


Enlaces con notas y artículos que publiqué sobre India.

India - "Lo Sagrado y lo Profano" Publicado en La Nacion adn
http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1073782

India - Agra - El Taj Mahal
http://edant.clarin.com/suplementos/viajes/2005/10/02/v-00401.htm

India - Mandawa, pueblo de colores en el desierto de Rajasthan
http://edant.clarin.com/suplementos/viajes/2009/03/29/v-01886593.htm

viernes, 4 de junio de 2010

El textito del fin de semana ... Pasolini en la India



Texto: Pier Paolo Pasolini

"A lo lejos brillan unos fuegos, sobre otra dársena similar a la que acabamos de dejar, a la que ahora llegamos, costeando un trozo de orilla negra y escarpada repleta de embarcaciones.
Llegamos junto a unos fuegos. Son las piras de los muertos. Hay tres, dos en lo alto, como en la cima de una escalinata, y una más abajo, a pocos metros de la superficie del agua (...)
Vemos, alrededor de las piras, muchos indios acurrucados, con sus habituales harapos. Ninguno llora, ninguno está triste, ninguno se ocupa de atizar el fuego: todos parecen aguardar tran sólo que la hoguera se apague, sin impaciencia, sin el menor sentimiento de dolor, pena o curiosidad. Caminamos entre ellos, que siempre tan tranquilos, amables e indiferentes, nos dejan pasar, hasta llegar junto al fuego. No se distingue nada, solo leña ordenada y bien atada, en cuyo centro está aprisionado el muerto: pero todo está ardiendo y los miembros no se distinguen de los pequeños troncos. No hay ningún olor, salvo el delicado olor del fuego.
Dado que el aire está frío, instintivamente Moravia y yo nos acercamos a las hogueras, y, al acercarnos, pronto nos damos cuenta de que experimentamos la placentera sensación de estar junto al fuego, en invierno, con los miembros ateridos, gozando de estar allí, junto a un grupo de amigos ocasionales, sobre cuyos rostros, sobre cuyos harapos, la llama colorea plácidamente su laborioso agonizar.
Así, reconfortados en la tibieza, observamos más de cerca a esos pobres muertos que arden sin molestar a nadie. Nunca, en ningún sitio, en ninguna hora, en ningún acto, hemos experimentado un sentimiento tan profundo de comunión, de tranquilidad y casi de júbilo a lo largo de toda nuestra estadía en la India."

Pier Paolo Pasolini, El olor de la India, Ed. Península.

La experiencia de visitar Benarés -o Varanasi-, la ciudad sagrada de los indios, deja una marca inevitable. La muerte iguala y uno siente que las distancias se achican con aquellos a quienes sentimos tan lejos de nuestro mundo. Y allí están los mendigos que vienen a morir junto al Ganges, los leprosos que se bañan, los parias que lavan la ropa, los sabios que meditan en las orillas, o los familiares que se agrupan alrededor de la pira. Morir en Benarés es romper la cadena de las reencarnaciones, llegar al Nirvana, el estado supremo del alma. Por eso nadie llora, por eso Pier y su amigo Moravia sienten ese estado de comunión y tranquilidad.
La experiencia de los ghats crematorios de Benarés no puede compararse con nada que uno haya visto en ninguna otra parte. Si la India es un golpe a los sentidos, Benarés es un verdadero cross a la mandíbula. No existe viaje más real y más fantástico a la vez.
Mi experiencia fue muy distinta a la de Pasolini. Lejos de encontrar un clima de sosiego, los sentimientos de culpa y profanación -algo que uno intuye como inevitable condición del viajero- me siguieron durante todo el trayecto. Todo viajero es un profanador, sobre todo el que se acerca a una ceremonia tan íntima como la de la muerte. De esta experiencia hablará mi próximo post.

miércoles, 2 de junio de 2010

Nueva página de enlaces en el blog

Sigo descubriendo gadgets, queridos anónimos.

En la barra derecha del blog encontrarán la pestaña de "páginas". Allí acabo de colgar una lista de enlaces con algunas de las notas sobre viajes y turismo que llevo publicadas.
Pueden encontrarlas clasificadas por continentes, países y destinos en orden alfabético.
Tal vez pueda ayudarlos a soñar un poco o a planificar su próximo viaje.
Siempre vale el flaneo cibernético.

domingo, 30 de mayo de 2010

La argentinidad al palo: un flaneo con mis hijos por el Paseo del Bicentenario


Foto: Daniel García AFP - Getty Images.
Texto: Silvina Quintans

Sebi salta, gira, ríe, intenta agarrar alguno de los miles de papelitos que caen sobre la 9 de Julio. Nico agita una banderita apretado contra las vallas que lo separan de los diablitos jujeños que bailan desaforados. Es sábado 22 de mayo de 2010 y avanzamos por el Paseo del Bicentenario.

¿Quiénes son esas señoras que giran allá arriba? Les contamos de nuevo la historia de las Madres de Plaza de Mayo. ¿Y por qué se llevaban a sus chicos? Intento explicar lo inexplicable, tranquilizarlos, decirles que fueron otras épocas, que eso ya no pasa desde que estamos en democracia. ¿Y qué es la democracia? La democracia es esto, chicos.

La multitud nos empuja como el mar y vamos avanzando entre banderas, puestitos de comida, escenarios todavía vacíos. “Lindo lugar para perder a un chico”, comenta una mujer mientras por los altoparlantes anuncian que encontraron a un nene de cinco años. Agarramos fuerte a los chicos, arremetemos contra la marea humana. Quieren ver a los dinosaurios de Neuquén, pero el locutor anuncia que se acercan los ex Combatientes de Malvinas.

¿Y bombardearon Buenos Aires en la guerra, mami? No, Sebi, los chicos (la palabra chicos los inquieta pero no encuentro otra) pelearon lejos de su casa, muchos murieron de frío o por las bombas (Uno de estos días se impone hacerles escuchar la súplica de Charly “No bombardeen Buenos Aires”). ¿Estos son soldados de verdad o de mentira? Son de verdad, Nico. ¿Y estos solos se salvaron? Estos y otros más, tenían la edad de papi.

El discurso de los altoparlantes habla de hermandad latinoamericana, de derechos humanos, de Nunca Más, de artistas populares, de los pueblos originarios. ¿Qué son los pueblos originarios, mami? Es la gente que vivía en América antes de que llegaran los españoles. ¿Son estos que vienen marchando? Estos son los descendientes, Nico. ¿Pero son estos mismos? No, sus tataratatararaa nietos, Nico.

Pienso en la suerte que tienen mis hijos. Las fiestas patrias para mí siempre tuvieron gusto rancio y ritmo de marcha militar. Todavía recuerdo el aspecto castrense de la directora de mi colegio, parada en la puerta con su tapado azul tan parecida a un granadero, revisando el peinado y el largo de la pollera de las alumnas. La recuerdo, sobre todo, en el descanso de la escalera el 3 de abril de 1982, mientras anunciaba que se había iniciado la “gesta” de la recuperación de las Islas Malvinas.

Avanzamos por Avenida de Mayo. Los chicos miran las banderas. ¿Todo esto lo pusieron por el 25 de mayo? Sí, Sebi, se cumplen 200 años del primer gobierno que pudimos elegir los argentinos. Caminamos alrededor de la Pirámide de Mayo, preguntan por el dibujo de las Madres sobre la vereda. ¿Y qué pasó con los chicos, los mataron a casi todos, no? Sí, Nico. Les decimos “chicos” pero eran más grandes que vos - aclaro frente a su creciente inquietud. ¿Y cómo los mataron? El padre empieza a responder. A algunos los subían a los aviones… Lo miro fijo ¿estarán preparados para escucharlo? Intentamos distraerlos. ¿Los tiraban del avión, papi? Me cuesta escuchar la respuesta.

Ya es de noche. Los edificios están iluminados de colores que nunca antes habíamos visto. La Casa Rosada refulge de tan rosada, el Cabildo está muy blanco y parece que se prepara un acto. Varios soldados vestidos de época se acercan, despreocupados, hablando por celular. ¿Había celulares en esa época, mami? No, Nico, estos señores están disfrazados.
Ya estamos cerca del subte, y Nico quiere volver a casa. Santiago se lo lleva y yo me quedo con Sebi.

Alrededor de la Plaza de Mayo descubrimos cosas insólitas. ¿Qué es ese auto que cuelga, mami? Un viejo Siam-Di Tella, un auto totalmente fabricado en la Argentina ¿Por qué está colgado ahí? ¿Para qué sirve ese barco en medio de la plaza? Mirá, mami, esa burbuja gigante parece un inflable con caballitos de colores adentro. ¿nos dejarán entrar?. No tengo idea de qué se trata, Sebi. Nunca había visto estas cosas en Plaza de Mayo.

Entramos a la Catedral, están dando misa. Llegamos en el mejor momento: el saludo de la paz. Nos abrazamos y besamos con varios desconocidos. Sebi me mira y pide aprobación. Sí, Sebi, en la misa se puede besar a los desconocidos.

Creo que hay alguien importante enterrado en la Catedral, mami, yo vi una tumba gigante. ¿Se entierra gente en las Catedrales? Volvamos y me mostrás de qué tumba estás hablando. ¡¡Ups!! Era la tumba de San Martín. ¿Y por qué no se apaga nunca esa llama de la entrada, mami? ¿Cómo hacen? ¿Quién se encarga de mantenerla prendida? ¿Hay gente que vigila toda la noche que no se apague?

Enfilamos por Corrientes hacia el Obelisco por Diagonal Norte. Vamos trazando nuestro propio mapa de la ciudad, caminamos por el medio de las avenidas, avanzamos entre edificios iluminados. Llueven papeles celestes y blancos de la terraza del Hotel Panamericano. Sebi salta, gira, ríe, intenta agarrar alguno de los miles de papelitos que caen sobre la 9 de Julio.

Avanzamos hasta Tribunales y adivinamos detrás de los vidrios la imagen ciega de la justicia. ¿Por qué es ciega, mami? Intento justificar semejante despropósito.

Corrientes está tomada por la gente. Los autos por esta vez cedieron su lugar. Debemos resignar la pizza en Los Inmortales –imposible entrar- por un modesto tostado en un bar de esquinas. Volvemos a la 9 de Julio. Me parece escuchar a Vox Dei. “Vengo de muy lejos a vivir aquí./en la casa que está detrás del río/vengo a buscar nomás lo que es mío/es una promesa que debo cumplir”. Este es un grupo de rock muy viejo, Sebi, uno de los primeros. Este disco se llama La Biblia. ¿Cómo, la Biblia no es un libro? Si, pero ellos hicieron un disco.

Vamos por el segundo tema de Víctor Heredia. El piso está embarrado, a duras penas logramos ver algo. Es un poco repetitivo esto, mami. ¿cuántas veces dijo Coraje?¿Por qué lo repite tantas veces? Estoy un poco cansado, ¿volvemos a casa?.

Los vagones de madera del subte se bambolean. Este es el primer subte que se hizo en Latinoamérica, Sebi. ¿El primero del mundo? No, de Latinoamérica. Pero uno de los primeros del mundo, mami. Sí, Sebi, uno de los primeros del mundo.

viernes, 28 de mayo de 2010

El textito del fin de semana... Walter Benjamin notas sobre el flâneur

Foto: Henri Cartier-Bresson
Texto: Walter Benjamin

Una embriaguez entusiasta sobreviene al que marcha mucho tiempo sin meta por las calles. A cada paso, la caminata adquiere una fuerza nueva; se vuelven insignificantes los negocios, los restaurantes, las mujeres que sonríen y siempre ejercen un magnetismo irresistible en la próxima esquina, una lejana masa de follaje, un nombre de calle. Entonces se siente hambre. El paseante no quiere saber nada con los cientos de posibilidades que le permitirían saciarla. Como un animal ascético vaga por barrios desconocidos, hasta desplomarse, hondamente agotado, en su habitación, que lo recibe extranjera y fría.

Walter Benjamin, Notas sobre el flâneur, citado por Jorge Monteleone en "El Relato de Viaje de Sarmiento a Humberto Eco", Ed. El Ateneo, 1998.

Cito este texto de Benjamin porque no hay viajero más auténtico que el flâneur. Que el verbo francés "flâner" no tenga traducción al castellano es una pena porque es una palabra maravillosa. Se trata de la acción de caminar por las calles sin rumbo fijo y sin apuro, dejándose sorprender por lo que se encuentra a cada paso. Caminar con la curiosidad despierta, con la mirada ingenua y extrañada de quien ve las cosas por primera vez.

En estos días me tocó flanear por Buenos Aires. Los festejos del Bicentenario fueron la oportunidad para redescubrir la ciudad de la mano de mis pequeños Sebi y Nico. De eso hablaré en mi próximo post.

Les mando un enlace de una nota que escribí sobre Benjamin y los pasajes parisinos
http://edant.clarin.com/suplementos/viajes/2004/01/04/v-00801.htm

viernes, 21 de mayo de 2010

El textito del fin de semana... Alejandra Pizarnik


Foto: Alicia Lecce
Texto: Alejandra Pizarnik

una mirada desde la alcantarilla
puede ser una visión del mundo

la rebelión consiste en mirar una rosa
hasta pulverizarse los ojos

De El Arbol de Diana, Alejandra Pizarnik

Gustavo Cerati y el lado oscuro del viaje

Me perdí en el viaje/ y nunca me sentí tan bien. (G. Cerati) 

Texto: Silvina Quintans

Hace exactamente 12 años –cuando aún trabajaba como abogada- sonó el teléfono del estudio y un hombre me dijo que mi papá había tenido un accidente cerebral en República Dominicana. Yo por aquel entonces estaba distanciada de mi padre y no lo veía desde hacía tiempo. No tenía idea de que había viajado, y mucho menos de que tuviera algún problema de salud. Era un hombre joven, muy activo y deportista.
En pocas horas me vi embarcada en una aventura que me sobrepasó por completo: enfrentarme con mi padre, enfrentarme con mi padre en coma, enfrentarme con mi padre en coma por un accidente cerebral, enfrentarme con mi padre en coma por un accidente cerebral en República Dominicana.
El viaje a República Dominicana con Santiago y con mi hermano fue –sin dudas- el momento más desconcertante y doloroso de mi vida. Es imposible describir el dolor que uno siente cuando no sabe cómo va a quedar aquella persona a la que quiere. Cuando llegué a Dominicana papá ya estaba despierto, pero no era aquel al que yo había llamado papá. Para empezar, había perdido el habla y no estábamos muy seguros de cuánto entendía de lo que decíamos. Había perdido también la movilidad de las piernas y de un brazo. Teníamos que ayudarlo entre dos personas para que cambiara de posición en la cama.
Hace ya varios años que intento escribir una novela sobre la experiencia de aquel viaje - inimaginable, surrealista, avasallante- y voy avanzando de a poco. El calor pegajoso, el olor del trópico, las discusiones para lograr que nos enviaran un avión ambulancia, la soledad, el desamparo, el extrañamiento. Esa es la palabra: extrañamiento.
Durante aquellos quince días en Dominicana nos sentimos más extranjeros que en ninguna otra parte. Extranjeros frente a los demás extranjeros. Hordas de turistas que llegaban con gorritos y cámaras fotográficas a disfrutar de una semana de diversión sin cuestionamientos. La sensación se potenciaba hasta el grotesco en un escenario que desplegaba todos los clichés del turismo moderno: chicas con guirnaldas de flores esperando a la salida del avión, resort con lagos artificiales, la música funcional de la recepción, los mediocres espectáculos nocturnos en el patio del hotel, los animadores dispuestos a conjurar el aburrimiento a fuerza de actividades sin sentido. Todo parecía preparado para resaltar aún más nuestra desgracia. Aquel clima de alegría artificiosa me irritaba y entristecía.
No quiero irme por las ramas, hace años que intento profundizar en este lado oscuro de los viajes, pero no es el objeto de este post. No sé en realidad cuál es el objeto de este post. Así como no sabía entonces cuál era el objeto de la actividad del resort, o el mío en un país lejano intentando repatriar a un hombre al que me costaba reconocer como mi padre.
Todas estas imágenes volvieron a mi cabeza esta semana cuando leía sobre la salud de Cerati. Las crónicas hablaban de vegetación, calor, humedad, accidente cerebral, una clínica moderna, familiares perdidos en un país extraño. Y luego llegaron los reproches y estupideces: si fumaba, si tomaba, cuál era su estilo vida, como si la enfermedad tuviera un culpable. Si algo aprendí con la enfermedad de mi padre es que a veces resulta difícil asumir lo inexplicable, aquello sobre lo que no tenemos control. La enfermedad es siempre un golpe a la omnipotencia.
Por suerte, para mí Cerati evoca también otros viajes: Canción Animal en el walkman por los caminos de Chile en el ’90, El Puente –un tema de su primer disco solista- en la entrada del salón el día de mi casamiento, y las inmensidades patagónicas desfilando este verano en el auto al ritmo de su maravilloso disco Fuerza Natural. Estamos a merced de la fuerza natural.

Fuerza natural

lunes, 17 de mayo de 2010

Tarde de Pincha en La Plata


Texto: Silvina Quintans

Sé que varios de mis compañeros de ruta se ofenderán con el adjetivo, pero para un no-fanático del fútbol la propuesta de ver en un bar céntrico de La Plata el partido en el que el pincha definía el campeonato resultaba -por lo menos- pintoresca.
Hacia allí partimos desde Caballito cuatro madres, dos padres y seis mini fanáticos del León embanderados y vestidos como un pequeño ejército a rayas rojas y blancas. Es cierto que el bar al que yo había imaginado poblado de fanáticos de verba exaltada, mozos con bandejas de metal, mesas de madera, y pisos algo percudidos, terminó siendo una moderna panchería con una moza joven que miraba azorada tanto despliegue de fervor, y trataba de mantener la pulcritud del local a fuerza de desinfectante y lavandina.
Los hinchas de voz gruesa y calibrado vocabulario también brillaron por su ausencia, merced al "Fútbol para todos" que fue minando la costumbre de compartir la pasión futbolística en los bares. Atrás quedaron los tiempos en los que uno se abrazaba con desconocidos hermanado por el tan esperado gol: hoy muchos hinchas compran el plasma en 50 cuotas y se apoltronan en el living para alentar al equipo. Y no los culpo.
Lo cierto es que en la soledad del local reluciente, mientras paladeábamos unos cargadísimos panqueques, festejamos los cuatro goles del pincha, sacamos a los chicos a pelotear en la plaza en el entretiempo, y sufrimos durante los últimos minutos viendo con impotencia cómo se nos iba el campeonato en manos de Argentinos Juniors.
Por lo demás, siempre vale la pena volver a La Plata. Para los que venimos de Capital, queda claro que es una ciudad que está hecha a medida de sus habitantes. Diagonales que desembocan en plazoletas, muchos árboles, casas bajas, veredas sanas, amplios bulevares,  la espectacular catedral iluminada. Vale la pena volver a La Plata, aunque esta vez no hayamos ganado el campeonato.