viernes, 30 de octubre de 2020

Cazar el sol en cuarentena

 Texto y foto de Mike: Silvina Quintans


 Nadie en casa registraba lo que era un solsticio hasta que empezó la cuarentena. Cuando el calendario se acercaba al solsticio, el perro, que suele pasar el día ovillado en su cucha, desaparecía a las once para volver recién a la hora del almuerzo.  Nico, mi hijo menor, desaparecía después de comer y Sebas unos minutos después. El misterio estaba en el balcón de atrás, un lugar que había quedado relegado y cubierto de cosas: cajas con papeles y juguetes, el tender siempre atiborrado de ropa,  dos viejas reposeras algo descoloridas. Un rincón poco atractivo que supo ser una luminosa sala de juegos cuando los chicos eran chicos y se fue transformando en depósito cuando crecieron.

La cuarentena convirtió este apéndice trasero en un lugar privilegiado: en invierno, entre las 12 y las 15 tiene su momento de gloria. Apenas tres horas de sol cuando se acerca aquello que la astronomía define como solsticio de invierno.  Como los antiguos que se guiaban por la posición del sol y las estrellas, la cuarentena nos puso en contacto con  fenómenos naturales que antes nos pasaban desapercibidos. En  las grandes ciudades seguimos sin ver las estrellas, tenemos escasas oportunidades de pispear el horizonte, pero estamos pendientes de los movimientos de la luz en las ventanas.

En estos casi seis meses de confinamiento fuimos registrando los cambios en la luminosidad,  los rincones por los que se cuelan los rayos de sol y aquellos que van quedando a oscuras. Descubrimos que, como las moscas, nos pegamos a las ventanas a la caza de la luz, y que si miramos en detalle un rayo de sol lo vamos a sorprender reverberando o salpicado por diminutas partículas de polvo.

El perro fue el primero en apropiarse de una de las viejas reposeras, mientras mis hijos iban ocupando la otra de manera alternada. Cuando avanzaban las sombras, el perro reaparecía en su cucha como confirmación de que Febo ya no asomaba. A medida que el balcón fue ganando protagonismo, fuimos despejando algunas cajas, improvisamos una mesita con un mantel, y cubrimos las reposeras con mantas playeras que habíamos traído  de unas vacaciones en Brasil.  Recordatorio de otros horizontes, modesto refugio de luz.

La cuarentena empezó el 20 de marzo, justo el día anterior al equinoccio de otoño. Por aquel entonces el refugio en mi casa era el otro balcón, el delantero, un lugar fresco, ordenado y con sombra donde tenemos una mesa con sillas. Allí almorzábamos, mirábamos la calle,  y,  por supuesto,  espiábamos a los desafortunados vecinos de enfrente que se refugiaban a la sombra de sus departamentos porque el sol los asaba todo el día. En invierno la ecuación se invirtió: nuestro balcón sureño quedó abandonado y los vecinos de enfrente nos restriegan en la cara las sillas y reposeras que sacan para disfrutar del sol invernal.

El eje de rotación de nuestras vídas en confinamiento fue cambiando al ritmo de la rotación terrestre.  A medida que se acerca el equinoccio, los rayos se desperezan hasta más tarde, pasan por encima de los edificios, sube la temperatura y nos animamos a buscar un poco de sombra.  

La cuarentena se convirtió en un curso práctico de astronomía.  Son casi las cinco del cinco de septiembre, 169 días de cuarentena, el sol todavía pega sobre las reposeras mientras escribo (reescribo) estas líneas que empecé en el invierno. El perro se guarda debajo de mi reposera, duerme amparado por ese techito,  hasta que el calor vuelva a empujarnos hacia el lado de las sombras, hasta que volvamos al mar escondido entre las mantas. 


miércoles, 5 de agosto de 2020

PAPÁ


El lunes murió mi papá, Roberto Quintans, a los 78 años. Murió de un cáncer avanzado que se detectó el día anterior a que empezara la cuarentena. Más adelante escribiré sobre el cruel laberinto del sistema de salud que nos tocó enfrentar, pero no sería justo con él porque tuvo una vida extraordinaria que me gustaría recordar en este momento.

Si a cada persona se le deben varias vidas, como alguna vez leí, mi padre las vivió todas.  Si tuviera que elegir pocas palabras para definirlo serían voluntad y tenacidad. Primer universitario de una familia de inmigrantes, siempre estuvo marcado por el ansia de superación. Cuenta la leyenda familiar que terminó la secundaria a los 15 y la facultad de Ciencias Económicas a los 21. Trabajó desde chico, se casó muy joven, armó una carrera exitosa, ganó todo,  perdió todo, se cayó y se levantó mil veces.  Inteligente, entrador, terco, enojón, con un sentido del humor a prueba de todo,  lo recuerdo desde chica jugando con los números y las palabras.

Su vida se partió en dos a los 56 años. Tuvo un ACV que lo dejó hemipléjico y le quitó el habla. Durante 22 años luchó contra las limitaciones físicas que le imponía su enfermedad, pero sobre todo contra la pérdida del lenguaje. Solo pudo recuperar algunas palabras sueltas, pero nunca más lo escuchamos articular oraciones o frases; sabía lo que quería decir, pero no podía ponerlo en palabras. A pesar de esa condición, nunca dejó de expresarse: se comunicaba con los ojos, con las miradas, con las manos, con fragmentos de palabras que a veces dibujaba en su cuaderno,  y algunas otras que lograba vocalizar después de un gran esfuerzo. 

Alguna vez pensé que su vida, tal como la conocíamos, había terminado cuando tuvo el ACV, pero el tiempo probó que ese fue un nuevo comienzo. Desde entonces la palabra fue su búsqueda, y la encontró de una manera extraordinaria. Durante los últimos años dedicó largas horas a transcribir libros clásicos a mano y a investigar la historia de la música y la pintura. Lo hacía acompañado de un cuaderno de hojas rayadas donde copiaba las palabras o frases que estaba buscando y luego las iba tipeando en una vieja computadora. Lo hacía en el living de su casa, acompañado por música clásica, óperas, tango, folklore que escuchaba en un antiguo aparato de audio.

Ese living surcado de sol, el termito de mate, las melodías, su silla de cuero y la satisfacción de ir encontrando cada palabra,  son algunas de las imágenes más plenas que guardo de él.  Un mundo en el que se rodeó de belleza y buscó expresarla. El resultado fueron dos recopilaciones: Historia Universal de la Música e Historia de la Pintura Argentina. Aunque lo vimos trabajar, para nosotros es un misterio entender cómo logró construir esos libros con un manejo del lenguaje y la escritura que había perdido desde hacía ya más de veinte años.  En todo caso, nos interesaría que pudiera estudiarlo algún especialista en cuestiones relacionadas con la pérdida del lenguaje para ayudar a desarrollar habilidades en otros pacientes con afasia.

El último fin de semana, cuando vimos que el final era inminente, nos propusimos que pudiera verlo impreso en  papel como soñaba.  No pudimos llegar, pero asumí frente a él el compromiso de publicarlos.

Me llevo de él sus miradas, el sentido del humor y esa fuerza de voluntad optimista que mantuvo  hasta el último instante. También la entereza de mi madre que lo acompaña desde hace 56 años y lo sostuvo con mucha valentía hasta el final. Mi hermano y yo lo vamos a recordar con una sonrisa por sus ocurrencias y con ese espíritu capaz de buscar belleza en los momentos más oscuros y de encontrar las palabras aunque no pudiera pronunciarlas.

Hasta siempre querido Rober

lunes, 27 de julio de 2020

Diccionario de la cuarentena - Procrastinar

Texto y libros que esperan: Silvina Quintans


Hoy añadimos la palabra “procrastinar” al diccionario de la cuarentena. Esta palabra que parece un trabalenguas se incorpora no solo en el lenguaje sino, sobre todo, en la práctica. ¿Quién de nosotros no ha procrastinado alguna vez durante la cuarentena?

El diccionario de la  RAE define la palabra como diferir, aplazar. La propia academia se encarga de decir que aunque resulte más fácil y suene mejor decir procastinar, la forma correcta es procrastinar, del latín 'procrastinare': 'pro', adelante, y 'crastinus, el futuro.

Están quienes se proponen objetivos y los cumplen,  y los que postergan(mos) y pasan(mos) el día rumiando con culpa por lo que no hacen(mos).  Y así los(nos) agarra la noche con la culpa encima, trabajando a cuatro manos para cumplir con sus (nuestros) compromisos.

Los procrastinadores se sienten solos, se reprochan el peor de los pecados,  mientras suponen que el resto del mundo madruga y está siempre dispuesto. Por eso es todo un consuelo que la canadiense  Margaret Atwood, autora de El cuento de la Criada, se haya reconocido como una procrastinadora serial y haya revelado sus trucos para que no dejemos para mañana lo que podemos hacer hoy.

Su primer consejo es ser  amable con uno mismo. De acuerdo con sus fuentes (no sabemos si confiables) un 20 porciento de la población suele aplazar sus obligaciones de manera crónica.  Take it easy o tomalo con calma, diría Margaret, de nada sirven la culpa o la autoflagelación.

El segundo consejo es no juzgar nuestro trabajo antes de haberlo empezado. Muchos procrastinadores no quieren comenzar el trabajo hasta que estén seguros de que va a salir perfecto, el resultado es que nunca empiezan. No soy vago, soy perfeccionista, se excusarán algunos. ¿Qué aconseja Margaret?.  “Come on, say something. (Avanza, di algo). Es posible que no sea lo correcto, pero después puedes desecharlo y nadie se va a enterar de esa estupidez que has escrito”

El tercer consejo es organizarse con anticipación, fijarse  objetivos para que el yo del deber prevalezca sobre el yo del querer, dominado por las emociones.

El cuarto es el más interesante: confeccionar una lista de lo que  no hay que hacer. Muchos se activan con listas de deberes, pero Margaret sugiere que armemos la lista de los no-deberes. A la cabeza de los mandamientos figura  “Keep away from Twitter”a la hora de sentarse a escribir

Todos estos consejos salen a la luz en plena cuarentena.  Atwood sostiene que le dieron resultado para encarar la escritura de su novela que había estado postergando durante tres años. Decidida y alejada de cualquier distracción, inventó Gilead y escribió la distopía que se convirtió en best seller.  Nosotros, humildes acuarententados procrastinadores que apenas  nos decidimos a encarar los estantes del placard, tal vez con estos consejos nos animemos a redactar una modesta lista de supermercado.  Por algo se empieza.

viernes, 10 de julio de 2020

Diccionario de la cuarentena - Aplanar la curva

Texto y curva: Silvina Quintans



“Aplanar la curva” es otra de las expresiones que se incorporaron a nuestro vocabulario durante la cuarentena.  Esta combinación de palabras que nunca habíamos escuchado antes ahora forma parte de los zócalos de los noticieros, de las discusiones de los panelistas, de las charlas en la mesa o en la verdulería.  Alguien sugirió los otros días en la radio que  “aplaname la curva” bien podría ser el nombre de un espectáculo de revista  para la próxima temporada de verano, “nueva normalidad” mediante, por supuesto.

Así define el diccionario de la RAE la palabra curva: “Que se va apartando de manera continua de la dirección recta sin formar ángulos”. En otras palabras, la curva no es ni recta ni ángulo,  está en un limbo geométrico lejos de la chatura de una recta y de la contundencia de un ángulo. Pero así de modosita como la definen, la curva es metereta y anda por todas partes: se habla de curva de la playa, curva del camino, curva de la línea férrea, curva de la silueta femenina y hasta curva de la nariz.  Hay también curvas abiertas y cerradas, y una expresión automovilística de gran sabiduría popular que asevera que la gente siempre te espera en la curva, haciendo referencia a que siempre están dispuestos a marcar el error.

Como muchas de las expresiones que aparecieron en la cuarentena, “aplanar la curva” suena a paradoja. Una curva jamás es plana, así como la normalidad no puede ser nueva. Sin embargo, depositamos todas nuestras esperanzas en que pronto se aplane la curva para retomar nuestras vidas. Aplanar la curva es el nuevo horizonte, la Tierra Prometida, el Shangri-la.

Lo cierto es que esta expresión que irrumpió  en la vida cotidiana viene del campo científico, maneja sus propias reglas y tiene definición propia: “Línea que representa gráficamente la magnitud de un fenómeno según los valores que va tomando una de sus variables. Curva de temperatura, de mortalidad, melódica.”

Nos plantamos entonces ante esta última acepción para hacer los deberes que nos indican los expertos: pisotear la curva y aplanarla hasta que se convierta en una recta. A veces las paradojas ayudan a mirar el horizonte.

martes, 7 de julio de 2020

Diccionario de la cuarentena - Protocolo


Texto: Silvina Quintans

Si hay un término que invadió nuestra vida cotidiana es “protocolo”, una palabra que rara vez utilizábamos A.C. (antes de la cuarentena), por eso la incorporamos hoy al Diccionario de la Cuarentena.

El sustantivo “protocolo”  viene del latín protocollum, que a su vez deriva del griego clásico “protokollon”. Proto adelante y kólla, goma de pegar. Así se designaba a la hoja que se pegaba delante de un documento importante para garantizar que fuera auténtico.  Este es el origen de una de las acepciones del diccionario de la RAE:  Conjunto de reglas establecidas por norma o por costumbre para ceremonias y actos oficiales o solemnes.

Antes de la pandemia la asociábamos con trámites ante los escribanos, gente tan habituada al término que hasta lo convirtió en verbo: “protocolizar”. Otro uso habitual está relacionado con el trato que rodea a la nobleza o a la gente de alta alcurnia. Para quienes vieron The Crown, el protocolo que rodea a la reina de Inglaterra la convierte en un personaje casi divino. Hay que tratarla de Su Majestad, hacer una reverencia, no tocarla (muy adecuado a tiempos de distanciamiento social), no retirarse antes que ella, no darle la espalda, y ni hablar de pedirle una selfie.

Tanto apego a la formalidad hizo florecer los especialistas en ceremonial y protocolo, gente que asesora en materia de saludos, costumbres, manejo de los cubiertos, modales y obsequios. Una paquetería.

Pero más allá de estas acepciones, hoy la palabra se incorporó a nuestra vida con usos inéditos: se arman protocolos para volver al teatro, para salir a la calle, para comprar en el supermercado, para atender la verdulería o para despachar en la farmacia. Nuestra vida se  llenó de protocolos que están más cerca de los guantes de goma y el alcohol en gel que de los cubiertos de plata y los perfumes franceses.

Menos glamorosa aún puede resultar la expresión “romper el protocolo”. Los rompedores de protocolos suelen ser personas de gesto adusto y ceño fruncido que no entienden razones a la hora de hablar de salud pública. Aunque  está también quien con cierta picaresca pronuncia la frase como si postulara el título de una puesta de verano en un teatro de revistas: “Te rompo el protocolo”.

Volvemos entonces al diccionario de la RAE para encontrar esta acepción: 4. m. Secuencia detallada de un proceso de actuación científica, técnica, médica, etc. Hablamos entonces de reglas, de procedimientos de actuación, esta vez guiados no por el savoir faire sino por el saber de los científicos. Y aunque glamour y salud no siempre vayan de la mano, respetar el protocolo siempre será más responsable que romperlo. Como esos viejos papeles que se ponían delante de los documentos importantes para que nadie se olvidara de que eran auténticos, el protocolo es cosa seria.

sábado, 4 de julio de 2020

Diccionario de la cuarentena - "Nueva normalidad"

Texto. Silvina Quintans
En esta nueva entrega del Diccionario de la cuarentena vamos a analizar una expresión tan nueva como remanida: “nueva normalidad”.

El diccionario de la RAE define normal como habitual u ordinario. Ahí empiezan las contradicciones: para que algo sea habitual debe haber hábito o repetición, y si hay algo nuevo, por definición no es habitual ni repetido.  “Nueva normalidad”, entonces, es casi un oxímoron, una paradoja. Hablar de nueva normalidad es especular, pedalear en el aire, imaginar cómo serán nuestros hábitos en un futuro que aún no conocemos.

¿Volveremos a abrazar a nuestros padres?  ¿Volveremos a viajar por el mundo? ¿Caminaremos despreocupados por shoppings, aeropuertos, restaurantes, recitales o lugares multitudinarios? ¿Tomaremos mate? ¿Nos pondremos barbijo cuando nos juntemos para un asado? ¿Seremos más solidarios? ¿Seremos más egoístas?

A la hora de hacer especulaciones, también están quienes se ocupan de los grandes temas:  ¿Es el fin del neoliberalismo? ¿Se termina el capitalismo? Y están hasta quienes plantean escenarios anacrónicos o distópicos: los que cacerolean contra el “comunismo”,  y los que vaticinan un estado autoritario y controlador al estilo de la novela de Orwell 1984

Si hay algo que queda claro es nuestra baja tolerancia a la incertidumbre y la poca aceptación de la ignorancia. Más allá de las especulaciones, en apenas un par de meses nuestra realidad se volvió ficción: ¿Quién hubiera imaginado que haríamos la cola de la verdulería con barbijo y tomando distancia? ¿Quién hubiera pensado que estaría prohibido juntarse con amigos,  visitar a los hijos, caminar por un parque, andar en bicicleta, besar a tus padres? ¿A quién se le hubiera ocurrido que los pizarrones serían reemplazados por pantallas y que festejaríamos los cumpleaños con nuestros amigos en la pantalla de la computadora? ¿Qué alma trasnochada hubiera vaticinado que tendríamos que salir con un certificado que nos autorizara a subir al colectivo o con una bolsita bajo el brazo para justificar que atravesamos el umbral de casa?

Pero de todas estas preguntas hay una que es la más aterradora: ¿y si esta fuera  la tan mentada “nueva normalidad”?

Hay una escena de la película Mejor Imposible que recuerdo mucho en estos días. Melvin Udall, el amargo escritor que encarna Jack Nicholson, sale enojado del consultorio de su psiquiatra y se cruza con un montón de pacientes en la sala de espera, ansiosos por calmar sus angustias. Entonces les lanza una frase matadora: “Y qué pasa si esto es lo mejor que pueden esperar?” (What if this is as good as it gets?”). De ahí sale el título de la película, que en castellano es Mejor imposible.

Prefiero alejarme del pesimismo de Mr. Udall e imaginar una “nueva normalidad” mejor que esta no normalidad que tenemos ahora, pero también mejor que la normalidad que teníamos antes. Después de todo, creo que aquello a lo que llamamos “normalidad” (definición que varía según la persona a la que le preguntes) está tan lleno de injusticias y desigualdades que volver allí da más miedo que dejarla atrás.

miércoles, 1 de julio de 2020

Diccionario de la cuarentena - Distanciamiento social

Texto: Silvina Quintans


Hoy incorporamos al Diccionario de la cuarentena la expresión “distanciamiento social. ¿Cuántas veces la habíamos utilizado antes?

Cuando éramos chicos en la fila de la escuela nos obligaban a tomar distancia para ingresar al aula. Era una vieja costumbre con resabios militares que el tiempo –afortunadamente- erradicó. La pandemia instaló en muchos de nosotros un déjà vu que nos hace tomar distancia cada vez que alguien se acerca.

Hace unos días encontré una foto de una escuela china que al abrir sus puertas obligó a los alumnos a portar "sombreros de distanciamiento social", dispositivos rodeados de varillas de un metro que impiden el acercamiento entre los compañeros de clase. Algo parecido se le ocurrió a un zapatero italiano, que antes de  que su negocio terminara de hundirse, inventó un calzado con una punta tan larga que impide cualquier tipo de aproximación.

El distanciamiento social es uno de los desafíos más complicados de esta pandemia: al principio consistía en reemplazar los besos por los codazos, pero ahora cualquier contacto físico es pecado. Miramos al otro con sospecha y contenemos la respiración cuando alguien pasa cerca.

Para los que solemos esquivar el contacto físico, aquello que al principio parecía un alivio, ahora se convirtió en obsesión. No sólo huímos del acercamiento, tampoco queremos tocar aquello que otros tocan. En mi caso, llevo una birome en la cartera por si debo firmar algo para no tomar prestada una ajena; toco manijas, teclados y puertas con un pañuelo descartable; desinfecto llaves, documentos y tarjetas de crédito, prodigo sin culpa gestos de total descortesía. Sin ir más lejos, ayer presté mi teléfono celular al farmacéutico para que leyera una receta electrónica. Cuando me lo devolvió, lo agarré con un trapo embebido en alcohol, lo envolví,  y lo tiré en una bolsita como si fuera material radioactivo. No pude distinguir si la expresión del hombre era de enojo o desconcierto.

Hace unos días,  la antropóloga Rita Segato lanzó esta frase en una entrevista: “Es un gran equívoco pensar que la distancia física no es una distancia social.  Algo interesantísimo que está ocurriendo con la cuarentena es que comenzamos a sentir la necesidad de la materialidad del cuerpo del otro, hay muchísima gente para quienes la comunicación no verbal es esencial.”

Si el infierno es el otro, la distancia social podría ser una versión del paraíso, pero temo que, como dice Rita Segato, este distanciamiento nos convierta en personas más solas y con menos recursos para comunicarnos. Hasta los más ariscos extrañamos los abrazos y las sonrisas que se esconden detrás de los barbijos. Esperamos el día en el que los zapatos vuelvan a amoldarse al tamaño de los pies, y que los niños dejen de usar sombreros con varillas para ir a la escuela.

martes, 30 de junio de 2020

Diccionario de la cuarentena - Cuarentena


Texto y diccionarios: Silvina Quintans


En estos días empezamos a incorporar palabras a nuestro vocabulario que rara vez utilizábamos antes de la pandemia. La propuesta es rescatar los términos nuevos o las nuevas acepciones que tomaron viejos vocablos. Empezaremos por el más obvio y trillado: cuarentena


La RAE define así una de sus acepciones: Aislamiento preventivo a que se somete durante un período de tiempo, por razones sanitarias, a personas o animales.

La palabra cuarentena es de origen latino y se traduce como cuatro veces diez, es un concepto que ya se utilizaba en la Biblia, entre los griegos y los romanos en los siglos V y VI AC. Sin embargo, la cuarentena se origina formalmente en el siglo XIV, en Italia, como una medida para controlar las epidemias de peste negra que azotaban a Europa y que obligaban a los barcos y personas que provenían de Asia a esperar 40 días (“Quaranta giorni”, en italiano) antes de entrar en las ciudades.  También era el tiempo durante el que se aislaba a los enfermos, de aquella época proviene la máscara veneciana del médico de la Peste, esa temible imagen de nariz larga y ganchuda, donde se insertaban hierbas aromáticas y paja a modo de filtros, artesanales precursores del barbijo.

La historia de las cuarentenas llega hasta el siglo XX. Hace 50 años, cuando regresaron los astronautas del Apolo XI de la luna, se los sometió a una estricta cuarentena en el Laboratorio de Recepción Lunar desde el 24 de julio hasta el 10 de agosto, es decir, 17 días.  Ni bien amerizaron en Hawaii les calzaron las escafandras, los rociaron con lavandina y los enclaustraron en un recinto móvil hermético para luego confinarlos en un laboratorio. La idea era evitar que supuestos gérmenes traídos desde la Luna pudieran contaminar la Tierra.  

Vuelvo al diccionario de la RAE, encuentro otra de las definiciones de cuarentena y me pone la piel de gallina: Tiempo de 40 días, meses o años.  CUARENTA DÍAS, MESES O AÑOS, y ya pasamos con creces los cuarenta días.  
.
Los miembros de la RAE , entre otras cosas, están estudiando cómo transformar en verbo el término cuarentena. ¿Hablaremos de cuarentenar, cuarentenear y encuarentenar? Mientras tanto, roguemos para que en algún momento incluyan el verbo desencuarentenar y nos den una luz de esperanza. 

Saltamos entonces al diccionario de refranes: no hay mal que dure 100 años , ni cuerpo que lo resista. No sé si es un consuelo o una cruel premonición.

miércoles, 17 de junio de 2020

Contracrónicas de cuarentena - Joggings, calzas, barbijos y corpiños

Texto: Silvina Quintans

A veces las redes sociales logran que nos sintamos menos solos. Cuando leí este tuit sentí una comunión de sentimientos, una revelación, casi una epifanía:

-Marie Kondo y tu puto orden, quiero recuperar toda la ropa de entrecasa que regalé.

Ayer en una de estas charlas virtuales con las que nos consolamos de tanto encierro, una amiga que suele andar muy elegante, confesó que desde que empezó la cuarentena alterna entre dos pantalones de jogging maridados con Crocs, ese calzado noble y feo que cabalga entre la ojota y el queso gruyere. El gran acontecimiento fue que se compró un tercer jogging verdoso para incorporar una variante. 

Uno de los pocos rubros que florecen durante la cuarentena es el de los pijamas y la ropa de entrecasa. Las grandes marcas archivaron por el momento la alta costura para remplazarla por “equipos” (palabra muy cara al mundo de la moda) para estar en casa. Debe haber gente que invierte en este rubro, sobre todo las famosas, que decidieron retratarse en pijama en sus redes sociales, como si se pudiera ser glamoroso después de tres meses de cuarentena. Pero lo cierto es que para el común de los mortales la ropa de entrecasa no es otra cosa que buzos, remeras y joggings viejos confinados en el fondo del placard, si es que lograron salvarse de las garras de Marie Kondo.

El jogging y la calza, esas prendas tantas veces menospreciadas, se convirtieron en nuestra segunda piel durante la cuarentena.  Otra prenda de cuarentena es el barbijo, accesorio que reclama su cuota de glamour. Y si no pregúntenle a Dolores Barreiro que no escatimó onda ni precio: 13.500 pesos.
Pero en esta fiesta de  joggings, calzas, pijamas y barbijos, hay una prenda que quedó confinada: el corpiño.  

-        -   Che, se acuerdan del corpiño?, tuiteó alguien en la red del pajarito
.
Miles de mujeres confesaron que aprovecharon la cuarentena para librarse de esa tortura de telas, ganchos, elásticos y aros que comprimen y levantan. Si en los 60 quemaban corpiños como signo de liberación, hoy alcanza con dejarlo en el cajón o reciclarlo como barbijo.

Ni hablar de los jeans –prenda incómoda si las hay para andar de entrecasa- del maquillaje, de los tacos altos, de los trajecitos o minifaldas que también quedaron colgados.  

¿Qué nos depara la "nueva normalidad"? ¿Veremos legiones de joggings y calzas en las salas de espera, los edificios públicos, los teatros y las oficinas? ¿Volveremos a ese instrumento de tortura llamado push up? ¿Caminaremos erguidas sin necesidad de hacer equilibrio sobre tacos y plataformas?

Habrá que hacer frente a tanta incertidumbre, pero mientras tanto, nada de andar retrocediendo en chancletas.



martes, 16 de junio de 2020

Contracrónicas de cuarentena - Las pelusas debajo de la cama

Texto: Silvina Quintans

Joven barriendo de Francisco Goya
La cuarentena ha dado resultados sublimes para algunos. Shakespeare escribió Macbeth y sus bellísimos  sonetos durante sucesivas cuarentenas, Newton descubrió las leyes de la gravedad, Frida Kahlo empezó a pintar después de tener el accidente en el tranvía que la dejó en cama durante meses y Banksy armó una obra de arte con graffitis en su propio baño.

Pero no todos somos tan excelsos. Yo tengo que confesar que envidio a todos aquellos que usan la cuarentena para devorarse la biblioteca, agotar el catálogo de Netflix o dejar la casa impecable.

 Hay cierta exigencia de productividad ligada al tiempo en casa. El razonamiento sería así: ya que no voy a salir tengo que aprovechar el tiempo y aprender carpintería, hacer los cursos gratuitos que pusieron on line las universidades más prestigiosas del mundo, retomar hobbies que había largado hace años, mantenerme en forma, cocinar rico, sano y barato, escribir una novela o encarar todas esas actividades que tenía postergadas o, como se dice ahora, procrastinadas.

Y estamos los demás: los que no nos podemos concentrar. Los que no pudimos encarar los arreglos de la casa ya sea por falta de tiempo o de ganas, los que miramos los libros acumulados como una epopeya más desafiante que escalar el Everest, los que lejos de comer más sano, arremetemos contra la heladera para calmar la ansiedad.

Sin embargo, las inquietudes a veces también afloran aunque no levanten demasiado vuelo. En estos días me sorprendí a mi misma buceando en las profundidades de internet para explorar un artículo titulado  “Por qué se acumula la pelusa en las casas”

Una pregunta con una respuesta desoladora: la pelusa es un destino inevitable. El secreto de la 'supervivencia' de las pelusas está en los movimientos que hay en la casa. Cuanto más nos movemos, más pelusas. Es una masa de pelos, polvo, piel muerta, telarañas y  fibras que se acumula en los rincones por arte de la atracción electrostática.

Cuando termine la cuarentena no habré escrito los sonetos de Shakespeare, no habré pintado los autorretratos de Frida Kahlo, no habré encarado la novela que tengo inconclusa desde hace tantos años, pero al menos podré contemplar las pelusas acumuladas debajo de la cama y asumirlas con la resignación del que sabe que enfrenta un destino imposible de torcer, en este caso gracias a la atracción electrostática, expresión que ya mismo estoy incorporando a mi diccionario de la cuarentena.



lunes, 4 de mayo de 2020

Contracrónicas de cuarentena - Vidrieras desteñidas

Texto y fotos de Pompeya: Silvina Quintans



Anoche salí a dar la vuelta al perro. Salgo a la medianoche, cuando la calle está desierta y solo circula alguna bicicleta con repartidores.  Cuando se acerca algún vecino correa en mano, tratamos de enfilar hacia el otro lado, y si el encuentro resulta inevitable, tironeamos de las correas para que ni los perros puedan cruzarse.

La manzana donde vivo suele tener mucha vida en las calles, pero hoy se parece a un pueblo fantasma. Hay un record de peluquerías que cerraron hace un mes, una tradicional panadería que ataja clientes con alcohol en gel, un supermercado poblado de estantes vacíos, un bar que cerró hasta nuevo aviso, un exclusivo restaurante que reemplazó sus platos gourmet por la venta de pollos, huevos y milanesas crudas, y una veterinaria que ahora vende barbijos a pedido. Las estrategias de supervivencia son de lo más variadas.

Mi rincón preferido es un negocio de ropa que desde hace décadas es posta obligada para todas las mujeres del barrio. Tiene prendas lindas, variadas y a buenos precios. Ninguna mujer, cualquiera sea su edad y talle, sale con las manos vacías de ese lugar. Anoche, mientras paseaba el perro,  me detuve a mirar la vidriera, que habitualmente se renueva cada semana y suele estar un paso delante de la temporada. 

Pero ayer los maniquís todavía vestían mangas cortas y ropa gastada por el sol que denunciaba la ligereza anacrónica del verano. Desde hace más de un mes que nadie pasa por allí, los maniquís sudan en sus ropas abandonadas, y los carteles todavía anuncian horarios de atención que ya no existen. Un cataclismo los ancló a un presente ya gastado. Nada más triste que una vidriera desteñida. 


La imagen me recordó a un lugar que conocí hace un año en Italia. Pompeya era una ciudad pujante con quince mil habitantes, hasta que un día del agosto del año 79 DC, la erupción del volcán Vesubio petrificó en un instante las avenidas, mercados, viviendas y templos. Las ruinas de Pompeya aún están allí, con sus anchas calzadas por las que se desplazaban los carruajes, sus templos, tabernas y hasta lupanares.  En el siglo XIX, el arqueólogo italiano Giuseppe Fiorelli creó una técnica de relleno en yeso sobre los cuerpos encontrados en las ruinas, que logró recuperar con gran precisión el último instante de vida de las personas sorprendidas por la erupción. Algunas de estas escenas quedaron fosilizadas: una madre que intenta  proteger a sus hijos, gente que se cubre la cara para protegerse de las cenizas, un perro atado que no pudo huir, alguien aferrado a sus ahorros, una pareja de enamorados en un abrazo eterno. La ciudad entera congelada en ese instante.

El perro tironea, dejo la vidriera y enfilo para casa. Está fresco y espero que pronto alguien se apiade de los maniquís y los cubra con un saquito, una chalina, alguna bufanda, algo que recuerde que el tiempo pasa y que el frío acecha.




sábado, 2 de mayo de 2020

Contracrónicas de cuarentena - La aldea y el mundo


Texto y retrato de globo terráqueo: Silvina Quintans


Hace un par de días, me llegó un mail con un servicio que jamás había pedido,  pero que terminé incorporando a mi vida con cierto resquemor. Se trata de una función de Google llamada Timeline, que merced a la geolocalización activada en el celular, cada mes envía un estado de cuenta de cuántos kilómetros recorriste,  cuánto caminaste, por dónde anduviste y qué lugares nuevos conociste.  

La primera vez que lo recibí fue a fines de 2019, con un resumen anual y un mapamundi.  Se me infló el pecho cuando me enteré de que había caminado 408 kilómetros, pero el orgullo duró hasta que mi hijo me asestó un certero golpe aritmético: “mamá, eso es un kilómetro por día”. La aplicación, empero, está diseñada para levantar el ego: señala que visité 35 ciudades y que, de acuerdo a la cantidad de kilómetros recorridos, el año pasado di media vuelta al mundo.  

Ayer llegó el resumen de marzo y abril 2020, donde la curva se aplana –expresión tan de moda en estos días- y da un promedio de un kilómetro caminado en un mes, es decir, 33,3 metros por día. Busco consuelo en aquello de “pinta tu aldea y pintarás el mundo”. Mi aldea: los dos mercaditos de enfrente, la verdulería de la esquina, los balcones de los vecinos, la vuelta a la manzana con el perro a medianoche. El mundo: un par de idas a la radio, trámites médicos para mis padres, y una salida a PAMI que fue una réplica del turismo de aventura.

Mirar la aplicación hacia atrás es como contar plata delante de los pobres. Hace apenas un año iba a caminar al parque, acababa de llegar de un viaje, disfrutaba de cenar con mis amigas o de sentarme sola en mi café preferido.  La tecnología me viene a mostrar cómo se acortó el horizonte en el último mes. Ahora cuenta los pasos de la cama al living, y  recordará que el mundo, que creíamos tener en la palma de la mano, todavía es ancho y ajeno.


Audio Radio Continental: https://ar.radiocut.fm/audiocut/columna-silvina-quintans-yendo-cama-al-living-en-cuarentena/

miércoles, 29 de abril de 2020

Contracrónicas de cuarentena - Las manos rasposas

Texto y guantes gastados: Silvina Quintans


Tengo las manos rasposas. A fuerza de darle a la lavandina, al trapo de piso, a la limpieza minuciosa de las superficies, las manos quedaron hechas una lija. A eso se suma el alcohol, los jabones y los ungüentos que les propino varias veces al día al ritmo del cumpleaños feliz.

Tal vez sea por eso que se rebelaron y me confesaron que no dan más. Así no hay crema que aguante, se quejan, y me advierten que ya les cuesta percibir la suavidad del pelaje cuando acarician al perro y que les da lo mismo agarrar un trapo con lavandina que deslizarse sobre una chalina de seda.

Les prohíbo que se acerquen a mi cara, pero ellas se rebelan. ¿Por qué no podemos hacerlo si llevamos toda una vida rascando narices, frotando ojos y peinando cejas?, me preguntan. Trato de ponerles límites,  pero no me hacen caso. Para contenerlas,  mientras hago las tareas de la casa las cubro con guantes. Ahí me convierto en la mujer maravilla, le hago frente a todo: desde sacarle la pelusa acumulada a la escoba hasta estrujar el trapo después de limpiar los desechos caninos. Nada me detiene cuando me pongo los guantes: me siento impune, puedo vencer el asco, la aversión y todas mis manías obsesivo-compulsivas. Pero cuando me los saco y las veo tan vulnerables y rasposas, me vuelve la culpa. 

En el último mes y medio me convertí en policía de mis propias manos. Vigilo cada objeto que tocan: el picaporte de la entrada, el botón del ascensor, la manija de la bolsita que me entrega la verdulera, el teclado de la compu, el paquete de fideos que retiro de la estantería. Me convertí en la madre castradora de mis manos, me empeciné en esterilizar todo aquello que tocan.

Ahora están demandantes, piden atención, reclaman cremas de marca como hijos malcriados. Hace pocos días se deprimieron porque el Dr. Fauci, el capo de la infectología en Estados Unidos, amenazó con que nunca más podrían estrecharse con otras manos. Eso las desanimó, no les gusta andar solas por la vida, así que ya encontraremos la manera, cuando todo esto termine, de que vuelvan a tener compañía.

Mientras tanto, les advierto que no se agranden, que se olviden del poema de Neruda que las compara con las alas de una paloma dorada. Por ahora, y hasta que consiga un buen suavizante, seguirán con su destino de papel de lija.


Audio radial: https://ar.radiocut.fm/audiocut/columna-silvina-quintans-manos-se-rebelan-en-cuarentena/

Contracrónicas de cuarentena - Anteojos


Texto y anteojos destruídos: Silvina Quintans



Perdí los anteojos justo una semana antes de que comenzara la cuarentena. Unos de marco colorado, preciosos, que me había mandado a hacer un par de meses, porque con los anteriores ya no veía nada. Trato de reconstruir los últimos movimientos, de pensar dónde habrán huido y recuerdo que la última vez que los vi fue hace un mes en una visita a mi mamá que estaba internada en un hospital de la colectividad italiana. Se quisieron quedar allí, abandonaron su cajita de plástico rojo y se fueron para nunca más volver.  Tal vez me estén escuchando y decidan regresar a casa, los recibiré con los brazos abiertos.

Las personas de cierta edad necesitamos lentes distintos para mirar de cerca y de lejos. Los que perdí eran los indispensables: los que sirven para leer, estudiar, trabajar. Volvieron entonces a mi vida los anteojos que había descartado por deformes, rayados y viejos. Y así ando a tientas hasta que las ópticas salgan de la cuarentena.

Pienso en las personas que tienen problemas graves de la visión, que pierden autonomía sin los anteojos y no pueden manejarse solas. En el país hay 4500 ópticas que están pidiendo a las autoridades que evalúen su actividad como esencial para aquellas personas que pierden o rompen sus anteojos. Están evaluando un protocolo con condiciones de higiene para retomar sus actividades.

Hay un cuento de Edgar Allan Poe llamado Los anteojos. En él un joven  vanidoso termina casándose con su tatarabuela por resistirse a calzarse los lentes. “En la velada musical, mi necia obstinación en no usar lentes fue lo que me impidió descubrir su edad”, se queja el protagonista. Finalmente todo había sido un engaño, el casamiento ficticio, pero el joven aprendió su lección y acepta resignado: “se terminaron para mí las cartas de amor, y jamás volverá alguien a verme sin mis anteojos”

Espero no cometer un error tan grueso como el del protagonista del cuento. Mientras tanto, me ilusiono con que mis divinos anteojos de marco colorado decidan dejar la caja de objetos perdidos en la que seguramente estarán refugiados, o que el gobierno se apiade de quienes andamos a tientas y se decida a habilitarnos las ópticas.



Nota: Un día después de leída la nota un decreto habilitó las opticas como servicio esencial. No pude recuperar aún mis anteojos, pero tengo la esperanza de encontrar un par nuevo tan precioso como los de marco colorado. 


lunes, 27 de abril de 2020

Contracronicas de cuarentena - El budín esponjoso

Texto y budín de zanahoria: Silvina Quintans



Al lado de mi casa hay una rotisería que desde hace muchos años trabaja muy bien. Sus platos tienen el sabor de la comida casera y muchas de las personas del barrio que viven solas o no saben cocinar suelen comprarle todas las noches. Hace un par de días, el dueño se quejaba porque con esto de la cuarentena a todo el mundo se le dio por cocinar: “Aunque parezca mentira, entre mis clientes del barrio estoy vendiendo menos”.

Los días de cuarentena son propicios para probar con la cocina. Somos muchos los novatos que de pronto nos sorprendemos mirando el Gourmet, cazando recetas en Instagram, buscando ingredientes y utensilios que jamás habíamos escuchado nombrar.  Allí estamos, intentando que fluya una nueva habilidad que hasta ahora se nos había negado.

Privados de nuevos horizontes, empezamos a explorar la alquimia de la cocina y nos maravillamos frente a la capacidad de la materia para convertirse en otra cosa. Un grano de trigo en un pedazo de pan, un atado de espinaca en una tarta colorida, una papa en un plato de ñoquis. Aunque no siempre el resultado es ideal: también surgen fideos pegoteados, milanesas crudas, budines aplastados,  y ni hablar de hacer un caramelo para el flan, que en casa costó un bowl de cerámica y una cuchara que quedó incrustada en el mazacote de azúcar quemada.

En estos días releí el cuento El budín esponjoso, de la escritora argentina Hebe Uhart, en el que una nena se ilusiona con cocinar un budín de esos que brillan en las cajas de los productos. El cuento es breve,  está situado en tiempos de la cocina económica, que funcionaba a leña.  Para evitar el incordio de poner en marcha semejante artefacto, la madre lleva a su hija al galpón, enciende un calentador, y le pide que vierta la preparación en una olla. Le encomienda muy especialmente que no abra la tapa del recipiente hasta que ella vuelva. La nena no puede con su curiosidad y la levanta con un palo. La torta queda convertida en una masa apelmazada y poco elegante, que lleva a la protagonista a una reflexión contundente:


  - Yo pensé que para los grandes la confección de soretes era una cosa lógica e inevitable

El final del cuento es trágico:  

-Yo no lo comí ni nadie lo comió. Usted tampoco hubiera podido comer eso.

Tal vez le sirva de consuelo a la nena, muchos adultos seguimos condenados a esa lógica inevitable

Audio radial con Roberto Moldavsky: https://ar.radiocut.fm/audiocut/columna-silvina-quintans-budin-esponjoso/

Contracrónicas de cuarentena - Barbijos y máscaras venecianas

Texto y fotos: Silvina Quintans



Las estatuas de Buenos Aires amanecieron este lunes con las bocas tapadas. No fue un acto de vandalismo sino una acción deliberada del gobierno de la ciudad,  ansioso por predicar con el ejemplo,  mientras anunciaba que a partir del miércoles habrá que salir con barbijos o “tapabocas” so pena de cuantiosas multas.  Los barbijos tienen que ser caseros, así que olvidemos el gesto mezquino de ir a saquear el stock de las farmacias, porque los profesionales están reservados al personal de salud.

Entonces resulta que de un día para otro, nosotras, las que huíamos en la hora de actividades prácticas, las  que implorábamos el socorro de nuestras abuelas a la hora de coser un botón, nos topamos frente a frente con complejos instructivos que en muchos casos exigen ese aparato en vías de extinción llamado máquina de coser. Y allí estamos, hurgando en los placares entre sábanas y remeras viejas, tratando de ensartarnos una gomita en la oreja y pelándonos las pestañas buscando un tutorial que nos exima –Dios nos libre- de la dichosa máquina de coser.

Las redes se poblaron de gente que saca provecho de servilletas de papel, rollos de cocina, filtros de café, bolsas de aspiradora, bufandas y hasta corpiños viejos. Y están los que fabrican escafandras con botellas o radiografías viejas, y los que arrancan los elásticos de los joggings en desuso. Tanta creatividad al servicio de esa nueva palabrita que pasó a formar parte de nuestras vidas: el mal llamado “tapabocas”, ya que, como bien me aclararon los oyentes, debería tapar nariz, boca y barbilla.

La idea de detener la enfermedad con una barrera física no es nueva. Desde la  peste bubónica que en el siglo XIV se llevó las vidas de un tercio de la población de Europa - unos 25 millones de personas-,  se idearon formas más o menos ingeniosas para evitar el contacto.

Una de las máscaras venecianas más famosas es la del Médico de la Peste, rescatada luego por la comedia del arte, actualmente en venta como adorno de carnaval. Se trataba de médicos ad hoc –muchas veces eran ciudadanos sin estudios reconvertidos en médicos- que iban con una vestimenta especial a atender a los enfermos de peste. Lucían sombrero de ala ancha, capa de cuero encerada, botas y una máscara que cubría los ojos, la nariz y la boca con una larguísima nariz en forma de pico. En esa nariz se ponía paja para filtrar los microorganismos y hierbas aromáticas que aventaban enfermedades y  malos olores. La nariz también servía para no acercarse demasiado al paciente;  llevaban además un bastón para castigar al enfermo y para mantener lejos a los curiosos.

Quinientos años después , aún pensamos en máscaras como barreras para protegernos del mundo. El escudo de una tela como respuesta a la fragilidad. 


Contracronicas en cuarentena - Oda a la lavandina


Texto y lavandina: Silvina Quintans


Todo hogar tiene sus olores: el aroma de la comida recién hecha, de la ropa lavada, la leña si tienen una chimenea. En estos días el olor a hogar es el olor a lavandina. El vaho de la lavandina al abrir la puerta de calle da sensación de protección, como cuando éramos chicos y nos sentíamos a salvo al cantar piedra libre. 

La lavandina es hipoclorito de sodio, también conocida como lejía en España, cloro en otros países como Chile y México. Desde hace años este noble producto con su envase de plástico amarillo con manija  se había convertido en el patito feo de la estantería. Su reinado había cedido ante una oferta cada vez más sofisticada  de líquidos, cremas y aerosoles destinados a rincones cada vez más específicos. Spray para vidrios, desengrasante para cocinas, crema perfumada para los baños, brillo mate natural para los pisos.

Ahora la lavandina volvió a su reinado y debería cotizar en bolsa. Dificil encontrarla en los estantes que solia frecuentar. Tuvimos que aprender a diluirla: un pocillo de café (100 ml) en un balde con 10 litros de agua,  una cuchara sopera (10 ml) en 1 litro de agua.  La lavandina es ermitaña, le gusta andar sola. Cualquier compañía de otro producto de limpieza le viene mal, tan mal que si la mezclamos con detergente, por ejemplo, libera gases con efectos tóxicos. Ni hablar de mezclarla con amoníaco, juntos son potencialmente letales. Ni siquiera acepta la compañía del vinagre, otro producto noble y modesto.

Tampoco le gusta que la toquen, te exige un buen par de guantes.  Y ni hablar de cuando se enoja y te salpica en estado puro, capaz de convertir la más sofisticada de las telas en un trapo manchado y descolorido. Solita y al aire, le gusta andar, ventilándose por los ambientes.

Algún día los hogares volverán a oler a flores, a sahumerios, a lavanda, a vainilla. Mientras tanto, la lavandina seguirá siendo la reina del hogar, modesta y sudorosa luchadora contra el enemigo invisible.


Audio de columna radial: https://ar.radiocut.fm/audiocut/silvina-quintans-y-roberto-moldavsky-sobre-barbijos-y-lavandina/

miércoles, 15 de abril de 2020

Las Vegas, entre las luces y el pecado


Texto y fotos: Silvina Quintans


1.- Sin City

Sin City, la llaman, y hace honor al nombre. El viernes por la noche en el Strip -la franja del Boulevard Las Vegas donde se concentran algunos de los hoteles más importantes del mundo-,  las chicas se calzan las plumas, se colocan dólares en el corpiño y salen a cazar clientes. En tiempos de #MeToo y Time´s Up, en  Las Vegas todos redoblan la apuesta. Hay camiones con enormes publicidades que ofrecen “Girls direct to you”,  y hay hombres en las esquinas que susurran “strip club, strip club”, como los arbolitos que ofrecen dólares en la calle Florida. Un hombre joven está a punto de entregar un folleto de oferta de sexo a mi hijo de 18, pero me ve y se lo guarda en el bolsillo.  Nada más sagrado que una madre.   

En Sin City, mezclados como la biblia y el calefón, los muñecos de Mickey y Goofy confraternizan con las chicas de la noche que llevan los pechos al aire y alas de mariposa en la espalda. Intercambian risas, admiran las aguas danzantes del hotel Bellagio y, cuando termina el espectáculo, se van caminando de la mano.

 “Thunder from down under” (Trueno desde allí abajo), se llama el espectáculo de strippers para público femenino que se publicita en los carteles en las calles con cuatro muchachos fornidos con el torso descubierto. Mis hijos adolescentes adoraron la sutileza de la metáfora.

Tres hombres y una mujer nos atajan a la salida de una escalera mecánica con enormes pancartas: “JESUS SAVES YOU FROM HELL” ,  “ABORTION IS MURDER, YOU DESERVE HELL”. Es sábado a la noche,  la multitud en el Strip es tan compacta que apenas permite avanzar, parece una oportunidad inigualable para captar fieles. La voz en el micrófono repite como una letanía: “You are sinners, get away from hell, Jesus saves you, refrain from fornication, gambling, pornography and sodomy” (Son todos pecadores, aléjense del infierno, Jesus salva, absténganse de la fornicación, el juego, la pornografía y la sodomía). La multitud los esquiva con indiferencia, hasta que pasa un grupo de borrachos grandotes y tambaleantes que con una risotada les gritan a la cara: “FUCK JESUS”.


2.- No hay Greta Thunberg que valga


Si hay algo más ruidoso que un casino, son varios casinos. Y Las Vegas consiste en una sucesión ininterrumpida de estos lugares en los que las voces se ahogan en el ruido de las máquinas, donde nunca hace frío ni calor, y jamás es de día ni de noche. El mundo envasado en unas pocas cuadras.   

Una colilla se consume al lado de una maquina tragamonedas que quedó vacía. Su dueño debe haber amenizado sus horas de juego con el humo del cigarrillo. En Sin City, como en ningún otro lugar de Estados Unidos, está permitido fumar.  

No hay Greta Thunberg que valga aquí en Las Vegas. Las colillas se acumulan los ceniceros y  los negocios de comida despilfarran cubiertos, vasos y platos de plástico descartables que van a parar a los tachos de basura sin intención de reciclarlos. Eso sí: los sorbetes están en vías de extinción, y los hoteles ya no entregan esas gorritas de plástico que sirven para proteger el pelo en la ducha. Una gota de agua en el desierto.

El último día decidimos jugar en las maquinitas. Santiago elige una máquina enorme, con un búfalo cargado de luces. Ponemos diez dólares en la ranura, la máquina se pone hiperactiva: escupe sonidos, luces, parece una locomotora a vapor, suma créditos, nos felicita por la extraordinaria suerte. Vemos un número lleno de ceros, nos emocionamos. Este viaje está costando muy caro, el dólar está por las nubes y cada gasto es una fortuna para nuestros devaluados bolsillos. Pensamos en salvar el viaje. Se acerca una camarera, de esas que llevan colgada la caja con cigarrillos desde el cuello hasta debajo de los pechos,  como Mia Farrow en  Días de Radio. Es bonita, rubia, cara de estar de vuelta. Le preguntamos cómo interpretamos la cifra que acaba de aparecer en la pantalla. Nos mira con suficiencia: “cuarenta y nueve dólares y sesenta y seis centavos, honey”.

La empleada de la mesa de black jack descansa después de una noche intensa. Son las siete de la mañana y tiene la mirada pegada a la tele. En la pantalla el príncipe  Harry y Meghan Markle anuncian que decidieron abandonar la realeza para hacer vida de plebeyos. 

3.- Paris, Las Vegas



Me desperté de madrugada y corrí la cortina de la habitación.  El tejido de la Torre Eiffel colaba  las montañas rojizas del estado de Nevada que también parecían dibujadas a escala.

Qué se puede decir de esta obsesión por representar a escala todo lo que está fuera de “América”. ¿Apropiación cultural? ¿Afición al kitsch? ¿una forma de conquista? ¿el deseo de conocer otros horizontes sin correr el riesgo que implica la experiencia?. Escribo estas líneas en una callecita ficticia de París, sentada en una de esas terrazas donde se ve pasar a los transeúntes, bajo un cielo pintado que eterniza ese momento en el que no es de día ni de noche. Un cielo con algunas nubes, de un celeste algo pálido, una eternidad de amaneceres o atardeceres. Un lugar en el que el tiempo se mide por la cantidad de personas que transitan la vidriera.


La esfinge que adorna la entrada del Luxor Casino and Hotel de Las Vegas tiene la nariz completa y los colores intactos. Detrás de ella hay una pirámide espejada, más de cuatro mil habitaciones y las consabidas máquinas tragamonedas  que perturban el sueño de los faraones.

En el tercer piso de The Venetian Resort de Las Vegas una chica canta mientras rema sobre una góndola. Hay canales, puentes y callejuelas, parejas que viven el sueño del paseo en góndola, un patio de comidas con pisos de porcelanato que desemboca en un puente sobre los canales. También se puede atravesar el Rialto sobre cintas mecánicas que acompañan la pendiente. Más allá revive el Coliseo con sus techos y ventanas ciegas, y el Mirage, con su volcán en miniatura que escupe fuego y ruge cada media hora.

En el extremo Sur del Strip están las torres doradas del Mandalay Bay, con su iconografía birmana.  Aunque la antigua capital de Myanmar no está en la costa, el resort de Las Vegas la recrea con cuatro hectáreas de playas, un río, una cascada, piscinas termales y olas artificiales en medio del desierto del Oeste americano.

Este es el lugar en el que en 2017 se produjo el tiroteo más sangriento en la historia de Estados Unidos. Un contador millonario de 64 años, Stephen Paddock, disparó desde su habitación del piso 32 sobre una multitud que asistía a un concierto de música country. Cincuenta y nueve muertos y 851 heridos en apenas diez minutos. Tres años después, desaparecieron las medidas de vigilancia, la fiesta continúa y las luces tragaron los ecos de la tragedia.

4.- Vendedores de humo


En un pequeño local del otro lado de la autopista y de las luces rutilantes de The Strip, un hombre vende humo, literalmente.  Lo tiene guardado en una cajita y lo hace salir de entre sus dedos cuando desea. Dice que le llevó más de dos años crear el truco y pensó en cada detalle: el tamaño mínimo de la cajita, el material con el que destila el humo, los mecanismos escondidos para crear la ilusión.  El aparatito cuesta cien dólares y es la estrella del local donde vende decenas de trucos que -según él- compran los magos más famosos del mundo. 


En pocos metros cuadrados  se amontonan trucos, mazos de cartas y viejos videos de magia,  bajo vitrinas llenas de tierra, cables, una cafetera y un microondas en desuso. El hombre despliega todos sus secretos frente a mi hijo, que nos trajo hasta aquí porque es aficionado a la magia. Para convencerlo de las bondades del humo abre sus ojos claros, acomoda su melena desgreñada y repite el truco, pero esta vez lo acompaña con una historia, que, afirma, “funciona muy bien en los shows”. Saca entonces una tarjeta que destila humo de su bolsillo y larga el viejo chiste:“Mi esposa, como todas las mujeres, le saca chispas a la tarjeta de crédito”.

La gente se casa en Las Vegas, y, se sabe, lo que sucede aquí, se queda aquí. Al Norte de la ciudad, más allá del Strip, la ruta está poblada de “wedding chapels”. Las hay más o menos glamorosas, discretas o rutilantes, blancas como pasteles, rosadas, grisáceas y algo gastadas. Prometen la felicidad o simplemente la renovación de votos. La ciudad del pecado cree en el matrimonio, que aquí es otro gran negocio.

También cree en el divorcio y en los juicios por accidentes de tránsito, a juzgar por los infinitos carteles que promocionan estudios jurídicos al costado de la ruta. Entre las fotos de hombres con el saco al hombro, con los brazos cruzados o mirando a cámara en plano americano, puedo distinguir a una sola mujer en un cartel gigantesco. Verónica es joven, morocha y se produjo para la foto: maquillaje, flequillo, collar de perlas, escote, accidents, inmigration, divorce.

Al Norte de la ciudad, en ese paisaje chato y rojizo que se parece cada vez más al desierto, florecen las casas de empeño. Rick, su padre, su hijo y un empleado  barbudo y gordito llamado Chomlee se hicieron mundialmente famosos en un reality llamado El precio de la historia, donde regatean con los clientes el valor de objetos con memoria.  El lugar es mucho más chico de lo que parece en la tele,  y está abarrotado de turistas que pasan a mirar y no comprar. Hay vitrinas con joyas, baratijas, memorabilia de Elvis y los Beatles, monedas, juguetes, objetos inclasificables y unas paredes al fondo donde se amontonan presuntos cuadros de Dalí, Picasso, Chagall, algunos por apenas dos mil dólares y otros que suben a los diez mil o veinte mil.  Cerca de los Picassos hay una gigantografía de cartón en tamaño natural de Rick, para que los turistas saquen la selfie sin que él tenga la obligación de estar horas posando para los fans. Se lo ve sonriente, con la barba candado, la pelada lustrosa y una remera negra de Kawasaki con la leyenda “let the good times roll”.  Otro cartel junto a las cajas anuncia que los prestamos se dan al 13% de interés mensual, y un cartelito pegado afuera da la posibilidad de levantar la deuda durante la noche


Más al Norte, cerca de la antigua estación del Union Pacific que dio origen a la ciudad en 1905, está el Centro Histórico de Las Vegas, la zona esperanzada donde todavía brillan millones de luces para atraer a los visitantes que la abandonaron por el Strip. Hasta allí llegamos a uno de los pocos espectáculos gratuitos que ofrece esta ciudad: la Fremont Experience. La calle fue techada con la pantalla más grande del mundo: cuatrocientos metros de largo y 12 millones de luces LED que al caer el sol dan espectáculos de luz y sonido. La experiencia avasalla con las antiguas marquesinas de luces como monedas y el desfile de imágenes lisérgicas sobre nuestras cabezas. Hay algo de autenticidad en este esfuerzo luminoso por salvarse de la decadencia, homeless y turistas se agrupan para disfrutar de la parafernalia, algunos artistas callejeros intentan ganarse el pan,  y un excombatiente en silla de ruedas se exhibe como una estatua viviente con carteles en los que despotrica contra los musulmanes, pide ayuda social y apoya a Donald Trump.  

5.- Aftermath

En la entrada trasera (o salida) del Hotel París por el lado de los estacionamientos hay una escultura de bronce gris que se llama “Aftermath”, del artista J. Seward Johnson Jr., donde se ve a un empleado de limpieza barriendo los restos de una fiesta: latas de cerveza, chatarra retorcida, basura. El hombre atribulado,  desgreñado,  empuña un escobillón con resignación. 

El artista decidió mirar el lado B de Las Vegas, el trabajo de quienes sostienen tanto brillo, la chatarra que queda después de la fiesta. La escultura está instalada en su propia plataforma, sobre un piso lustroso, entre los locales de lujo de una calle ficticia que imita un barrio de París.  Un poco de realismo entre tanta ficción: aftermath según el Merriam-Webster significa consecuencia, resultado, o el período inmediato que sigue a un evento ruinoso.