miércoles, 29 de abril de 2020

Contracrónicas de cuarentena - Las manos rasposas

Texto y guantes gastados: Silvina Quintans


Tengo las manos rasposas. A fuerza de darle a la lavandina, al trapo de piso, a la limpieza minuciosa de las superficies, las manos quedaron hechas una lija. A eso se suma el alcohol, los jabones y los ungüentos que les propino varias veces al día al ritmo del cumpleaños feliz.

Tal vez sea por eso que se rebelaron y me confesaron que no dan más. Así no hay crema que aguante, se quejan, y me advierten que ya les cuesta percibir la suavidad del pelaje cuando acarician al perro y que les da lo mismo agarrar un trapo con lavandina que deslizarse sobre una chalina de seda.

Les prohíbo que se acerquen a mi cara, pero ellas se rebelan. ¿Por qué no podemos hacerlo si llevamos toda una vida rascando narices, frotando ojos y peinando cejas?, me preguntan. Trato de ponerles límites,  pero no me hacen caso. Para contenerlas,  mientras hago las tareas de la casa las cubro con guantes. Ahí me convierto en la mujer maravilla, le hago frente a todo: desde sacarle la pelusa acumulada a la escoba hasta estrujar el trapo después de limpiar los desechos caninos. Nada me detiene cuando me pongo los guantes: me siento impune, puedo vencer el asco, la aversión y todas mis manías obsesivo-compulsivas. Pero cuando me los saco y las veo tan vulnerables y rasposas, me vuelve la culpa. 

En el último mes y medio me convertí en policía de mis propias manos. Vigilo cada objeto que tocan: el picaporte de la entrada, el botón del ascensor, la manija de la bolsita que me entrega la verdulera, el teclado de la compu, el paquete de fideos que retiro de la estantería. Me convertí en la madre castradora de mis manos, me empeciné en esterilizar todo aquello que tocan.

Ahora están demandantes, piden atención, reclaman cremas de marca como hijos malcriados. Hace pocos días se deprimieron porque el Dr. Fauci, el capo de la infectología en Estados Unidos, amenazó con que nunca más podrían estrecharse con otras manos. Eso las desanimó, no les gusta andar solas por la vida, así que ya encontraremos la manera, cuando todo esto termine, de que vuelvan a tener compañía.

Mientras tanto, les advierto que no se agranden, que se olviden del poema de Neruda que las compara con las alas de una paloma dorada. Por ahora, y hasta que consiga un buen suavizante, seguirán con su destino de papel de lija.


Audio radial: https://ar.radiocut.fm/audiocut/columna-silvina-quintans-manos-se-rebelan-en-cuarentena/

Contracrónicas de cuarentena - Anteojos


Texto y anteojos destruídos: Silvina Quintans



Perdí los anteojos justo una semana antes de que comenzara la cuarentena. Unos de marco colorado, preciosos, que me había mandado a hacer un par de meses, porque con los anteriores ya no veía nada. Trato de reconstruir los últimos movimientos, de pensar dónde habrán huido y recuerdo que la última vez que los vi fue hace un mes en una visita a mi mamá que estaba internada en un hospital de la colectividad italiana. Se quisieron quedar allí, abandonaron su cajita de plástico rojo y se fueron para nunca más volver.  Tal vez me estén escuchando y decidan regresar a casa, los recibiré con los brazos abiertos.

Las personas de cierta edad necesitamos lentes distintos para mirar de cerca y de lejos. Los que perdí eran los indispensables: los que sirven para leer, estudiar, trabajar. Volvieron entonces a mi vida los anteojos que había descartado por deformes, rayados y viejos. Y así ando a tientas hasta que las ópticas salgan de la cuarentena.

Pienso en las personas que tienen problemas graves de la visión, que pierden autonomía sin los anteojos y no pueden manejarse solas. En el país hay 4500 ópticas que están pidiendo a las autoridades que evalúen su actividad como esencial para aquellas personas que pierden o rompen sus anteojos. Están evaluando un protocolo con condiciones de higiene para retomar sus actividades.

Hay un cuento de Edgar Allan Poe llamado Los anteojos. En él un joven  vanidoso termina casándose con su tatarabuela por resistirse a calzarse los lentes. “En la velada musical, mi necia obstinación en no usar lentes fue lo que me impidió descubrir su edad”, se queja el protagonista. Finalmente todo había sido un engaño, el casamiento ficticio, pero el joven aprendió su lección y acepta resignado: “se terminaron para mí las cartas de amor, y jamás volverá alguien a verme sin mis anteojos”

Espero no cometer un error tan grueso como el del protagonista del cuento. Mientras tanto, me ilusiono con que mis divinos anteojos de marco colorado decidan dejar la caja de objetos perdidos en la que seguramente estarán refugiados, o que el gobierno se apiade de quienes andamos a tientas y se decida a habilitarnos las ópticas.



Nota: Un día después de leída la nota un decreto habilitó las opticas como servicio esencial. No pude recuperar aún mis anteojos, pero tengo la esperanza de encontrar un par nuevo tan precioso como los de marco colorado. 


lunes, 27 de abril de 2020

Contracronicas de cuarentena - El budín esponjoso

Texto y budín de zanahoria: Silvina Quintans



Al lado de mi casa hay una rotisería que desde hace muchos años trabaja muy bien. Sus platos tienen el sabor de la comida casera y muchas de las personas del barrio que viven solas o no saben cocinar suelen comprarle todas las noches. Hace un par de días, el dueño se quejaba porque con esto de la cuarentena a todo el mundo se le dio por cocinar: “Aunque parezca mentira, entre mis clientes del barrio estoy vendiendo menos”.

Los días de cuarentena son propicios para probar con la cocina. Somos muchos los novatos que de pronto nos sorprendemos mirando el Gourmet, cazando recetas en Instagram, buscando ingredientes y utensilios que jamás habíamos escuchado nombrar.  Allí estamos, intentando que fluya una nueva habilidad que hasta ahora se nos había negado.

Privados de nuevos horizontes, empezamos a explorar la alquimia de la cocina y nos maravillamos frente a la capacidad de la materia para convertirse en otra cosa. Un grano de trigo en un pedazo de pan, un atado de espinaca en una tarta colorida, una papa en un plato de ñoquis. Aunque no siempre el resultado es ideal: también surgen fideos pegoteados, milanesas crudas, budines aplastados,  y ni hablar de hacer un caramelo para el flan, que en casa costó un bowl de cerámica y una cuchara que quedó incrustada en el mazacote de azúcar quemada.

En estos días releí el cuento El budín esponjoso, de la escritora argentina Hebe Uhart, en el que una nena se ilusiona con cocinar un budín de esos que brillan en las cajas de los productos. El cuento es breve,  está situado en tiempos de la cocina económica, que funcionaba a leña.  Para evitar el incordio de poner en marcha semejante artefacto, la madre lleva a su hija al galpón, enciende un calentador, y le pide que vierta la preparación en una olla. Le encomienda muy especialmente que no abra la tapa del recipiente hasta que ella vuelva. La nena no puede con su curiosidad y la levanta con un palo. La torta queda convertida en una masa apelmazada y poco elegante, que lleva a la protagonista a una reflexión contundente:


  - Yo pensé que para los grandes la confección de soretes era una cosa lógica e inevitable

El final del cuento es trágico:  

-Yo no lo comí ni nadie lo comió. Usted tampoco hubiera podido comer eso.

Tal vez le sirva de consuelo a la nena, muchos adultos seguimos condenados a esa lógica inevitable

Audio radial con Roberto Moldavsky: https://ar.radiocut.fm/audiocut/columna-silvina-quintans-budin-esponjoso/

Contracrónicas de cuarentena - Barbijos y máscaras venecianas

Texto y fotos: Silvina Quintans



Las estatuas de Buenos Aires amanecieron este lunes con las bocas tapadas. No fue un acto de vandalismo sino una acción deliberada del gobierno de la ciudad,  ansioso por predicar con el ejemplo,  mientras anunciaba que a partir del miércoles habrá que salir con barbijos o “tapabocas” so pena de cuantiosas multas.  Los barbijos tienen que ser caseros, así que olvidemos el gesto mezquino de ir a saquear el stock de las farmacias, porque los profesionales están reservados al personal de salud.

Entonces resulta que de un día para otro, nosotras, las que huíamos en la hora de actividades prácticas, las  que implorábamos el socorro de nuestras abuelas a la hora de coser un botón, nos topamos frente a frente con complejos instructivos que en muchos casos exigen ese aparato en vías de extinción llamado máquina de coser. Y allí estamos, hurgando en los placares entre sábanas y remeras viejas, tratando de ensartarnos una gomita en la oreja y pelándonos las pestañas buscando un tutorial que nos exima –Dios nos libre- de la dichosa máquina de coser.

Las redes se poblaron de gente que saca provecho de servilletas de papel, rollos de cocina, filtros de café, bolsas de aspiradora, bufandas y hasta corpiños viejos. Y están los que fabrican escafandras con botellas o radiografías viejas, y los que arrancan los elásticos de los joggings en desuso. Tanta creatividad al servicio de esa nueva palabrita que pasó a formar parte de nuestras vidas: el mal llamado “tapabocas”, ya que, como bien me aclararon los oyentes, debería tapar nariz, boca y barbilla.

La idea de detener la enfermedad con una barrera física no es nueva. Desde la  peste bubónica que en el siglo XIV se llevó las vidas de un tercio de la población de Europa - unos 25 millones de personas-,  se idearon formas más o menos ingeniosas para evitar el contacto.

Una de las máscaras venecianas más famosas es la del Médico de la Peste, rescatada luego por la comedia del arte, actualmente en venta como adorno de carnaval. Se trataba de médicos ad hoc –muchas veces eran ciudadanos sin estudios reconvertidos en médicos- que iban con una vestimenta especial a atender a los enfermos de peste. Lucían sombrero de ala ancha, capa de cuero encerada, botas y una máscara que cubría los ojos, la nariz y la boca con una larguísima nariz en forma de pico. En esa nariz se ponía paja para filtrar los microorganismos y hierbas aromáticas que aventaban enfermedades y  malos olores. La nariz también servía para no acercarse demasiado al paciente;  llevaban además un bastón para castigar al enfermo y para mantener lejos a los curiosos.

Quinientos años después , aún pensamos en máscaras como barreras para protegernos del mundo. El escudo de una tela como respuesta a la fragilidad. 


Contracronicas en cuarentena - Oda a la lavandina


Texto y lavandina: Silvina Quintans


Todo hogar tiene sus olores: el aroma de la comida recién hecha, de la ropa lavada, la leña si tienen una chimenea. En estos días el olor a hogar es el olor a lavandina. El vaho de la lavandina al abrir la puerta de calle da sensación de protección, como cuando éramos chicos y nos sentíamos a salvo al cantar piedra libre. 

La lavandina es hipoclorito de sodio, también conocida como lejía en España, cloro en otros países como Chile y México. Desde hace años este noble producto con su envase de plástico amarillo con manija  se había convertido en el patito feo de la estantería. Su reinado había cedido ante una oferta cada vez más sofisticada  de líquidos, cremas y aerosoles destinados a rincones cada vez más específicos. Spray para vidrios, desengrasante para cocinas, crema perfumada para los baños, brillo mate natural para los pisos.

Ahora la lavandina volvió a su reinado y debería cotizar en bolsa. Dificil encontrarla en los estantes que solia frecuentar. Tuvimos que aprender a diluirla: un pocillo de café (100 ml) en un balde con 10 litros de agua,  una cuchara sopera (10 ml) en 1 litro de agua.  La lavandina es ermitaña, le gusta andar sola. Cualquier compañía de otro producto de limpieza le viene mal, tan mal que si la mezclamos con detergente, por ejemplo, libera gases con efectos tóxicos. Ni hablar de mezclarla con amoníaco, juntos son potencialmente letales. Ni siquiera acepta la compañía del vinagre, otro producto noble y modesto.

Tampoco le gusta que la toquen, te exige un buen par de guantes.  Y ni hablar de cuando se enoja y te salpica en estado puro, capaz de convertir la más sofisticada de las telas en un trapo manchado y descolorido. Solita y al aire, le gusta andar, ventilándose por los ambientes.

Algún día los hogares volverán a oler a flores, a sahumerios, a lavanda, a vainilla. Mientras tanto, la lavandina seguirá siendo la reina del hogar, modesta y sudorosa luchadora contra el enemigo invisible.


Audio de columna radial: https://ar.radiocut.fm/audiocut/silvina-quintans-y-roberto-moldavsky-sobre-barbijos-y-lavandina/

miércoles, 15 de abril de 2020

Las Vegas, entre las luces y el pecado


Texto y fotos: Silvina Quintans


1.- Sin City

Sin City, la llaman, y hace honor al nombre. El viernes por la noche en el Strip -la franja del Boulevard Las Vegas donde se concentran algunos de los hoteles más importantes del mundo-,  las chicas se calzan las plumas, se colocan dólares en el corpiño y salen a cazar clientes. En tiempos de #MeToo y Time´s Up, en  Las Vegas todos redoblan la apuesta. Hay camiones con enormes publicidades que ofrecen “Girls direct to you”,  y hay hombres en las esquinas que susurran “strip club, strip club”, como los arbolitos que ofrecen dólares en la calle Florida. Un hombre joven está a punto de entregar un folleto de oferta de sexo a mi hijo de 18, pero me ve y se lo guarda en el bolsillo.  Nada más sagrado que una madre.   

En Sin City, mezclados como la biblia y el calefón, los muñecos de Mickey y Goofy confraternizan con las chicas de la noche que llevan los pechos al aire y alas de mariposa en la espalda. Intercambian risas, admiran las aguas danzantes del hotel Bellagio y, cuando termina el espectáculo, se van caminando de la mano.

 “Thunder from down under” (Trueno desde allí abajo), se llama el espectáculo de strippers para público femenino que se publicita en los carteles en las calles con cuatro muchachos fornidos con el torso descubierto. Mis hijos adolescentes adoraron la sutileza de la metáfora.

Tres hombres y una mujer nos atajan a la salida de una escalera mecánica con enormes pancartas: “JESUS SAVES YOU FROM HELL” ,  “ABORTION IS MURDER, YOU DESERVE HELL”. Es sábado a la noche,  la multitud en el Strip es tan compacta que apenas permite avanzar, parece una oportunidad inigualable para captar fieles. La voz en el micrófono repite como una letanía: “You are sinners, get away from hell, Jesus saves you, refrain from fornication, gambling, pornography and sodomy” (Son todos pecadores, aléjense del infierno, Jesus salva, absténganse de la fornicación, el juego, la pornografía y la sodomía). La multitud los esquiva con indiferencia, hasta que pasa un grupo de borrachos grandotes y tambaleantes que con una risotada les gritan a la cara: “FUCK JESUS”.


2.- No hay Greta Thunberg que valga


Si hay algo más ruidoso que un casino, son varios casinos. Y Las Vegas consiste en una sucesión ininterrumpida de estos lugares en los que las voces se ahogan en el ruido de las máquinas, donde nunca hace frío ni calor, y jamás es de día ni de noche. El mundo envasado en unas pocas cuadras.   

Una colilla se consume al lado de una maquina tragamonedas que quedó vacía. Su dueño debe haber amenizado sus horas de juego con el humo del cigarrillo. En Sin City, como en ningún otro lugar de Estados Unidos, está permitido fumar.  

No hay Greta Thunberg que valga aquí en Las Vegas. Las colillas se acumulan los ceniceros y  los negocios de comida despilfarran cubiertos, vasos y platos de plástico descartables que van a parar a los tachos de basura sin intención de reciclarlos. Eso sí: los sorbetes están en vías de extinción, y los hoteles ya no entregan esas gorritas de plástico que sirven para proteger el pelo en la ducha. Una gota de agua en el desierto.

El último día decidimos jugar en las maquinitas. Santiago elige una máquina enorme, con un búfalo cargado de luces. Ponemos diez dólares en la ranura, la máquina se pone hiperactiva: escupe sonidos, luces, parece una locomotora a vapor, suma créditos, nos felicita por la extraordinaria suerte. Vemos un número lleno de ceros, nos emocionamos. Este viaje está costando muy caro, el dólar está por las nubes y cada gasto es una fortuna para nuestros devaluados bolsillos. Pensamos en salvar el viaje. Se acerca una camarera, de esas que llevan colgada la caja con cigarrillos desde el cuello hasta debajo de los pechos,  como Mia Farrow en  Días de Radio. Es bonita, rubia, cara de estar de vuelta. Le preguntamos cómo interpretamos la cifra que acaba de aparecer en la pantalla. Nos mira con suficiencia: “cuarenta y nueve dólares y sesenta y seis centavos, honey”.

La empleada de la mesa de black jack descansa después de una noche intensa. Son las siete de la mañana y tiene la mirada pegada a la tele. En la pantalla el príncipe  Harry y Meghan Markle anuncian que decidieron abandonar la realeza para hacer vida de plebeyos. 

3.- Paris, Las Vegas



Me desperté de madrugada y corrí la cortina de la habitación.  El tejido de la Torre Eiffel colaba  las montañas rojizas del estado de Nevada que también parecían dibujadas a escala.

Qué se puede decir de esta obsesión por representar a escala todo lo que está fuera de “América”. ¿Apropiación cultural? ¿Afición al kitsch? ¿una forma de conquista? ¿el deseo de conocer otros horizontes sin correr el riesgo que implica la experiencia?. Escribo estas líneas en una callecita ficticia de París, sentada en una de esas terrazas donde se ve pasar a los transeúntes, bajo un cielo pintado que eterniza ese momento en el que no es de día ni de noche. Un cielo con algunas nubes, de un celeste algo pálido, una eternidad de amaneceres o atardeceres. Un lugar en el que el tiempo se mide por la cantidad de personas que transitan la vidriera.


La esfinge que adorna la entrada del Luxor Casino and Hotel de Las Vegas tiene la nariz completa y los colores intactos. Detrás de ella hay una pirámide espejada, más de cuatro mil habitaciones y las consabidas máquinas tragamonedas  que perturban el sueño de los faraones.

En el tercer piso de The Venetian Resort de Las Vegas una chica canta mientras rema sobre una góndola. Hay canales, puentes y callejuelas, parejas que viven el sueño del paseo en góndola, un patio de comidas con pisos de porcelanato que desemboca en un puente sobre los canales. También se puede atravesar el Rialto sobre cintas mecánicas que acompañan la pendiente. Más allá revive el Coliseo con sus techos y ventanas ciegas, y el Mirage, con su volcán en miniatura que escupe fuego y ruge cada media hora.

En el extremo Sur del Strip están las torres doradas del Mandalay Bay, con su iconografía birmana.  Aunque la antigua capital de Myanmar no está en la costa, el resort de Las Vegas la recrea con cuatro hectáreas de playas, un río, una cascada, piscinas termales y olas artificiales en medio del desierto del Oeste americano.

Este es el lugar en el que en 2017 se produjo el tiroteo más sangriento en la historia de Estados Unidos. Un contador millonario de 64 años, Stephen Paddock, disparó desde su habitación del piso 32 sobre una multitud que asistía a un concierto de música country. Cincuenta y nueve muertos y 851 heridos en apenas diez minutos. Tres años después, desaparecieron las medidas de vigilancia, la fiesta continúa y las luces tragaron los ecos de la tragedia.

4.- Vendedores de humo


En un pequeño local del otro lado de la autopista y de las luces rutilantes de The Strip, un hombre vende humo, literalmente.  Lo tiene guardado en una cajita y lo hace salir de entre sus dedos cuando desea. Dice que le llevó más de dos años crear el truco y pensó en cada detalle: el tamaño mínimo de la cajita, el material con el que destila el humo, los mecanismos escondidos para crear la ilusión.  El aparatito cuesta cien dólares y es la estrella del local donde vende decenas de trucos que -según él- compran los magos más famosos del mundo. 


En pocos metros cuadrados  se amontonan trucos, mazos de cartas y viejos videos de magia,  bajo vitrinas llenas de tierra, cables, una cafetera y un microondas en desuso. El hombre despliega todos sus secretos frente a mi hijo, que nos trajo hasta aquí porque es aficionado a la magia. Para convencerlo de las bondades del humo abre sus ojos claros, acomoda su melena desgreñada y repite el truco, pero esta vez lo acompaña con una historia, que, afirma, “funciona muy bien en los shows”. Saca entonces una tarjeta que destila humo de su bolsillo y larga el viejo chiste:“Mi esposa, como todas las mujeres, le saca chispas a la tarjeta de crédito”.

La gente se casa en Las Vegas, y, se sabe, lo que sucede aquí, se queda aquí. Al Norte de la ciudad, más allá del Strip, la ruta está poblada de “wedding chapels”. Las hay más o menos glamorosas, discretas o rutilantes, blancas como pasteles, rosadas, grisáceas y algo gastadas. Prometen la felicidad o simplemente la renovación de votos. La ciudad del pecado cree en el matrimonio, que aquí es otro gran negocio.

También cree en el divorcio y en los juicios por accidentes de tránsito, a juzgar por los infinitos carteles que promocionan estudios jurídicos al costado de la ruta. Entre las fotos de hombres con el saco al hombro, con los brazos cruzados o mirando a cámara en plano americano, puedo distinguir a una sola mujer en un cartel gigantesco. Verónica es joven, morocha y se produjo para la foto: maquillaje, flequillo, collar de perlas, escote, accidents, inmigration, divorce.

Al Norte de la ciudad, en ese paisaje chato y rojizo que se parece cada vez más al desierto, florecen las casas de empeño. Rick, su padre, su hijo y un empleado  barbudo y gordito llamado Chomlee se hicieron mundialmente famosos en un reality llamado El precio de la historia, donde regatean con los clientes el valor de objetos con memoria.  El lugar es mucho más chico de lo que parece en la tele,  y está abarrotado de turistas que pasan a mirar y no comprar. Hay vitrinas con joyas, baratijas, memorabilia de Elvis y los Beatles, monedas, juguetes, objetos inclasificables y unas paredes al fondo donde se amontonan presuntos cuadros de Dalí, Picasso, Chagall, algunos por apenas dos mil dólares y otros que suben a los diez mil o veinte mil.  Cerca de los Picassos hay una gigantografía de cartón en tamaño natural de Rick, para que los turistas saquen la selfie sin que él tenga la obligación de estar horas posando para los fans. Se lo ve sonriente, con la barba candado, la pelada lustrosa y una remera negra de Kawasaki con la leyenda “let the good times roll”.  Otro cartel junto a las cajas anuncia que los prestamos se dan al 13% de interés mensual, y un cartelito pegado afuera da la posibilidad de levantar la deuda durante la noche


Más al Norte, cerca de la antigua estación del Union Pacific que dio origen a la ciudad en 1905, está el Centro Histórico de Las Vegas, la zona esperanzada donde todavía brillan millones de luces para atraer a los visitantes que la abandonaron por el Strip. Hasta allí llegamos a uno de los pocos espectáculos gratuitos que ofrece esta ciudad: la Fremont Experience. La calle fue techada con la pantalla más grande del mundo: cuatrocientos metros de largo y 12 millones de luces LED que al caer el sol dan espectáculos de luz y sonido. La experiencia avasalla con las antiguas marquesinas de luces como monedas y el desfile de imágenes lisérgicas sobre nuestras cabezas. Hay algo de autenticidad en este esfuerzo luminoso por salvarse de la decadencia, homeless y turistas se agrupan para disfrutar de la parafernalia, algunos artistas callejeros intentan ganarse el pan,  y un excombatiente en silla de ruedas se exhibe como una estatua viviente con carteles en los que despotrica contra los musulmanes, pide ayuda social y apoya a Donald Trump.  

5.- Aftermath

En la entrada trasera (o salida) del Hotel París por el lado de los estacionamientos hay una escultura de bronce gris que se llama “Aftermath”, del artista J. Seward Johnson Jr., donde se ve a un empleado de limpieza barriendo los restos de una fiesta: latas de cerveza, chatarra retorcida, basura. El hombre atribulado,  desgreñado,  empuña un escobillón con resignación. 

El artista decidió mirar el lado B de Las Vegas, el trabajo de quienes sostienen tanto brillo, la chatarra que queda después de la fiesta. La escultura está instalada en su propia plataforma, sobre un piso lustroso, entre los locales de lujo de una calle ficticia que imita un barrio de París.  Un poco de realismo entre tanta ficción: aftermath según el Merriam-Webster significa consecuencia, resultado, o el período inmediato que sigue a un evento ruinoso.