miércoles, 21 de septiembre de 2011

El camino hacia Jericocoara

Textos y fotos: Silvina Quintans

Amanecer en Cumbuco



Son las 6:00 y estoy en un resort de Cumbuco, muy cerca de Fortaleza, en el Nordeste de Brasil. Me levanto inusualmente temprano: aquí amanece temprano y atardece mas temprano todavía. Se lo atribuyen al Ecuador, pero yo me inclino por una desacertada interpretación de los meridianos. Hay doce horas de luz, y una parte de ellas transcurre en ese horario lánguido e inútil que transcurre entre las 5:00 y las 7:00 de la mañana. ¿Por qué no correr un par de horas y hacer que amanezca a las 7:00 y atardezca a las 7:00 como Dios manda?. Como sea, a las cinco y media de la tarde ya será noche cerrada. Días cortos, el viejo dicho militar: “Al cuete, pero temprano”.

Me asomo al balconcito, el sol sale justo frente a mi ventana. Todavía está débil, aunque ya no es rojo; para rojo, la luna de anoche. Hay una alegría y un bienestar prefabricados en el resort, no puedo dejar de pensar en el mar, que sólo se intuye detrás de las casitas de colores, el césped, las piletas, los lagos artificiales.

Caminamos hasta la playa privada del hotel: arena blanca, palmeras despeinadas y, ahora sí, el mar. En Brasil lo bueno poco a poco va volviéndose privado –y caro.


Largo camino a Jericocoara

Cambiamos tres veces de transporte y tardamos seis horas en llegar a Jericocoara. Primero será la combi del hotel, luego, un micro con vidrios polarizados de violeta que deslucen el paisaje. Es gracioso ver cómo las plantas pasan por las ventanas y van cambiando de color según el polarizado. Lo verde es azulado, lo azulado es rojizo.

En un asiento viajan dos pibes argentinos: “Viajamos a Jeri porque nos dijeron que está bueno”. Sacan un mate con florcitas, un equipo completo, pienso en el esfuerzo de calentar el agua, abrir la Rosamonte entre los saltitos del camino, ¿será esto la argentinidad? Al fin y al cabo, somos más apegados al trabajo de lo que amerita nuestra fama.

Cuarenta minutos después de la salida, hacemos la primera parada en un bar sin puertas ni ventanas. La gente desayuna fuerte: huevos, comidas elaboradas. Una pared despliega toda clase de refranes prolijamente azulejados. Busco uno que me sirva para abrir la nota y lo encuentro. Tiene que ver con la felicidad, algo así como “Si quiere ser feliz, sea”, en ese voluntarismo, está la clave de este paisaje, donde todo crece como por arte de magia.


En el bus unas chicas brasileñas, vestidas de pantalones largos y remera de manga larga –una rareza en estas latitudes- duermen todo el viaje con las cortinas cerradas y anteojos de sol. Viajan sin mirar, como si el destino fuera lo único importante, como si el trayecto fuera solo eso.

A pesar de mis críticas a las brasileñas, termino sucumbiendo al sueño. Es un sueño profundo y muy placentero, aunque cada tanto abro los ojos. A veces la vegetación se achaparra; otras, estalla. Aparecen esas flores rojas y anaranjadas que acaparan el universo, como si todo lo demás no existiera. Las palmeras, algún pueblito con casas de colores.

Luego de cinco horas de viaje hacemos el último trasbordo. Cargan nuestras valijas en una gigantesca carcaza blanca llamada “jardineira”: una especie de tren de la alegría más digno de un tranquilo paseo por el zoológico que de una travesía por las dunas. La carrocería se bambolea, inquietante, arrítmica, disociada, como si cada parte del vehículo tuviera una vida secreta y propia. Arriba se balancean las valijas, y abajo, nosotros. Pienso en la neurosis citadina, en los cinturones de seguridad, en los frenos ABS y no me queda otra que relajarme y gozar.



La carcaza se interna entre las dunas. Paisaje sahariano, blanco, lechoso, surcado por lagunas verdes; como si el mar hubiera quedado encerrado entre médanos milenarios. Esa imagen y no otra es la de este viaje: la duna blanca, interminable, el paisaje enceguecedor, el cacharro blanco, las lagunas, y esa luz, el cielo blancuzco, todo blancuzco.

Una hora a bordo de la carcaza y aparece a lo lejos el pueblo con sus palmeras y manchones de flores. Un par de burros abúlicos y salvajes dan la nota exótica. “Jeri”, le dicen, como si se tratara de una vieja amiga, coqueta y algo elusiva. Jericocoara.



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