lunes, 5 de septiembre de 2011

Felipe, el viajero

- ¡¡Es él!!, dijimos con Santiago cuando vimos la imagen en televisión. El misterio se develó, después de once años, aunque de una manera triste, inesperada.


Hace once años, todavía no habían caído las torres gemelas, los argentinos nos regodeábamos en las mieles del uno a uno, en Europa aún no existía el Euro, y el mundo recién terminaba de festejar el cambio de milenio. En febrero de 2000, luego de un largo viaje, llegamos a Estambul, un destino que queríamos conocer desde hacía tiempo. Mezquitas, museos, palacios, especias, tranvías, barcos, los vapores de un baño turco: la ciudad apabullaba con su mezcla de Oriente y Occidente, de realidad y fantasía.

El último día lo reservamos para el crucero por el Bósforo. Tomamos una excursión organizada que duraba todo el día, conducida por una guía muy simpática, estudiante universitaria. En el grupo iban varios europeos y un muchacho chileno con el que pronto entablamos conversación. Las afinidades aparecieron de inmediato: la misma edad, el mismo idioma, el mismo continente, el mismo interés por los viajes.

El chileno había llegado esa madrugada, partiría a la mañana siguiente hacia Dubai, y luego hacia algún otro país lejano. Era un apasionado de los viajes y prestaba mucha atención cuando le contábamos sobre los lugares que habíamos conocido. Reìa mientras relataba sus propios recorridos, y repetía "¡Qué viaje!", cada vez que recordaba sus cortas estadías en destinos inverosímiles.

El día pasaba entre comentarios y complicidades, hasta que unos turistas chilenos lo pararon sobre un puente para pedirle un autógrafo o una foto. La guía le dijo: "Debes ser muy famoso en Chile", pero él le restó importancia. Durante el almuerzo, nos contó a Santiago y a mí que trabajaba en televisión, y que era amigo de Tinelli. A nosotros nos costaba creerle, lo veíamos solo, discreto, con perfil bajo.

La excursión terminó tarde, pero aún le quedaban unas horas en Estambul. Le propusimos que nos acompañara a conocer el Gran Bazar, ya que habíamos conseguido una codiciada guía de Lonely Planet que nos orientaría en el recorrido. Caminamos juntos entre locales abarrotados de objetos brillantes, especias y alfombras, hasta que se despidió, y se perdió rápidamente entre los pasillos del bazar. Nunca volvimos a verlo.

Durante todos estos años, nos preguntamos quién era aquel muchacho con el que habíamos pasado un día en Estambul. Sabíamos que era famoso, pero no recordábamos su nombre. Hasta que el sábado a la mañana lo vimos en las noticias. Ese viajero curioso e insaciable era Felipe Camiroaga.



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