martes, 10 de junio de 2014

Musée du Quai Branly, un mundo todavía ancho y ajeno



Texto y foto: Silvina Quintans  
 http://damiselasenapuros.blogspot.com.ar/
 



Tiempo del sueño, arte australiano en el Museo del Quai Branly

En el número anterior de Damiselas, Moira Soto publica una detallada nota sobre la esclavitud titulada “Pero en algún recodo de tu encierro”. La foto que la ilustra muestra a una familia de nativos de las Islas de Andamán, al Sur de Africa,  que eran exhibidos como fenómenos en la capital francesa. 

La foto forma parte de una exhibición temporaria que presentó el Museo del Quai Branly entre noviembre de 2011 y julio de 2012 llamada La invención de lo salvaje.  La muestra se concentraba en los llamados “zoológicos humanos”, que proliferaron en Europa entre fines del siglo XIX y principios del XX, donde se traía a personas de distintos confines del mundo para exhibirlos al público en exposiciones donde los visitantes pudieran acercarse al “mundo primitivo”. Esta práctica cruel y vergonzante tenía dos finalidades: entretener al público  y reafirmar la supuesta superioridad europea sobre los pueblos colonizados. 




En enero tuve la oportunidad de conocer el Museo del Quai Branly, situado a pasos de la Torre Eiffel, en un sofisticado edificio diseñado por el arquitecto Jean Nouvel.  Inaugurado en 2006 por iniciativa de Jacques Chirac - coleccionista y aficionado al arte de otras latitudes-,  el Branly se convirtió en una de las grandes atracciones de París gracias a sus paredes vegetales, sus espectaculares jardines, las vistas únicas de la Torre Eiffel, y  su colección de arte de Africa, América, Asia y Oceanía.  Una colección que reúne más de 300 mil piezas, de las que se exhiben 3500, que bien podría definirse por exclusión: arte  “no europeo”. Aclaro que para el momento que visité el museo la exposición La invención de lo salvaje ya había sido levantada y que aquí me referiré a su colección permanente.

La puesta en escena de la colección permanente es espectacular. No hay salas como en los museos tradicionales,  sino espacios delimitados por las mismas obras de arte entre paredes de cristal, cavidades a media luz, sonidos, paisajes, música y palabras.  Figuras, vestimentas, utensilios y objetos de la vida cotidiana sorprenden bajo una iluminación teatral y una estratégica distribución de las piezas.

La presentación del museo que surge de su página de internet da una idea de cuál es la concepción que lo anima: “Disimulado a la vista por una vegetación densa, protegida del rumor de los muelles por una empalizada de vidrio, el museo se descubre progresivamente al visitante, convertido en explorador. Éste debe atravesar, para lograrlo, un jardín ondulado diseñado a imagen de vegetaciones indisciplinadas y lejanas. En este edificio encaramado sobre pilotes, todo es curvatura, fluido, transparente, misterioso y, sobre todo, cálido.” (http://www.quaibranly.fr/es/el-establecimiento-publico/pelicula-promocional.html)

Resulta curioso que este museo que se define bajo el slogan “allí, donde dialogan las culturas”, se describa a sí mismo de esta manera. En ese “diálogo” lo europeo parece haber quedado afuera o, peor aún, tendría la forma omnipresente del moderno edificio que contiene a todas las demás culturas. El “explorador” –europeo- descubre una otredad que no difiere demasiado de las fantasías del siglo XIX.  Más allá de los confines franceses, el mundo parece ser “indisciplinado, lejano, misterioso y, sobre todo, cálido”, aunque se trate de un monasterio tibetano o de una colonia de esquimales.

Recorremos el museo durante dos horas como si diéramos la vuelta al mundo. Un mundo creativo, oscuro, que se extiende desde la Polinesia hasta el Sahara, desde el Lago Titicaca hasta la Gran Muralla China.  En un cubículo oscuro se escucha el perenne rezo a la muerte de un hombre de Oceanía, una proyección envolvente evoca el verde del Amazonas, una vitrina exhibe los diablos del Carnaval de Oruro. Hay cubículos en forma de cueva donde se proyectan documentales de costumbres y rituales,  hay mapas con relieves en Braille, hay un largo pasadizo con la forma y la consistencia de una serpiente.

Al final del paseo salgo con la noble sensación de haber conocido un poco más de aquellas “culturas lejanas”.  Y caigo también en la cuenta de que mi rinconcito del planeta, aquel país  con forma de cono al Sur del Sur, forma parte de lo “lejano” por estas latitudes.  

La pregunta asalta:  ¿Cuánto hay de etnocéntrico en armar un museo para “culturas no europeas”? ¿Alcanza con la calificación de “no europeo” para ser objeto de museo?
Nadie duda de la sana intención de instalar un museo dedicado al arte de distintas regiones  del planeta. El tinte “progre” de la iniciativa se refleja en la solemnidad con la que se exponen las obras y en que se ha evitado la utilización de motes dudosos como “arte primitivo” u “objetos exóticos” ¿Pero alcanza con la corrección política para erradicar la costumbre tan europea del etnocentrismo?

Recuerdo una escultura que vi en el vecino Musée D’Orsay,  donde una familia Nubia lucha contra un furioso cocodrilo. La escultura está  basada en uno de aquellos zoológicos humanos a los que nos referíamos al principio de la nota. Se los exhibió en el Jardín de Aclimatación, un predio que –vaya paradoja- funcionaba donde hoy se encuentra el Quai Branly, y que entre 1877 y 1912, albergó familias de bosquimanos, zulúes, lapones, mapuches y onas, entre otros pueblos. Hablamos de personas en exhibición. Personas a las que se desarraigaba y exponía públicamente para satisfacer la pasión europea por  lo “exótico”

Ha corrido mucha agua bajo el puente, pero el Branly parece encaminado a satisfacer la misma curiosidad. Se crea misterio allí donde hay costumbres y tradiciones que no necesitan ser traducidas. La mayoría de las piezas que forman parte del museo no fueron creadas para ser exhibidas sino para encarar la vida y la muerte, para celebrar rituales, para satisfacer las necesidades más básicas. Se trata de arte vivo encarcelado en las vitrinas.

Desde tiempos de Duchamp uno se pregunta qué es lo que hace que un objeto sea digno de ser exhibido en un museo.  En Quai Branly el criterio no parece ser la distancia temporal sino la física. Muchos de los objetos que se muestran siguen vigentes en las distintas culturas y forman parte de su vida cotidiana.  La lejanía jerarquiza a estos objetos y los catapulta a la categoría de pieza de museo. 

 Si el criterio de selección es estrictamente geográfico,.¿Consagrar un museo a todo lo que no sea europeo no es otro modo de “invención de lo salvaje”? ¿podría mi vida “no europea” también formar parte del museo?

 En un museo que exhibe objetos que aún se utilizan en la vida cotidiana, el criterio tal vez sea  poner la lupa sobre aquellas culturas que no han sucumbido a la globalización.  Breves islas, parajes o territorios que resisten con sus costumbres y tradiciones.

Branly recupera el concepto de “exotismo” bajo las formas del siglo XXI. Ya no hay personas extirpadas de su hábitat para solaz de los parisinos, sino máscaras funerarias, tocados,  cuencos y vasijas que despliegan su belleza despojada de cotidianeidad.  Una ventana abierta a un mundo que por un rato vuelve a ser ancho y ajeno.

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