Requiem para Remedios, la bella, personaje de Cien Años de Soledad.
Texto: Silvina
Quintans
Salía de la radio cuando llegó la noticia de la muerte de
Gabriel García Márquez. Me encargaron preparar una semblanza para el día
siguiente. Difícil tarea, porque había leído sus libros cuando era muy
joven, y no había vuelto a leerlos. Apenas llegué a casa desempolvé una vieja edición de Cien Años de Soledad,
con la tapa poblada de rectángulos azules que encerraban estrellas, lunas,
soles y campanas.
Adentro, un viejo boleto de colectivo –de los tiempos en
los que los choferes todavía cortaban papeles dentados con números capicúa- me
recordó las tardes adolescentes en las que volvía a casa de la escuela con el
libro bajo el brazo y con un apunte en el que intentaba enhebrar la compleja
genealogía de la familia Buendía.
Aunque me empeñaba en recordar los detalles de la novela,
sólo venía a mi memoria un personaje secundario llamado Remedios, la bella: una
mujer etérea que no muere sino que se eleva en el momento en que cuelga unas
sábanas en el jardín.
¿Por qué sólo retenía a este personaje entre tantos otros?¿Por qué de
todas las guerras, amores y odios de la novela sólo recordaba la escena de la ascensión
de Remedios, la bella?
Volví a las
páginas del libro para develar el misterio. Me concentré en los pasajes en los que aparece
el personaje, y descubrí muchas razones
por las que Remedios, la bella, merece su pedestal en la memoria.
Empecemos por el final: Remedios, la bella, no muere como
los demás personajes del libro. Transita de lo doméstico a lo místico con total
naturalidad. Se eleva en una escena inolvidable.
“Remedios,
la bella, se quedó vagando por el desierto de la soledad, sin cruces a cuestas,
madurándose en sus sueños sin pesadillas, en sus baños interminables, en sus
comidas sin horarios, en sus hondos y prolongados silencios sin recuerdos,
hasta una tarde de marzo en que Fernanda quiso doblar en el jardín sus sábanas
de bramante, y pidió ayuda a las mujeres de la casa. Apenas habían empezado,
cuando Amaranta advirtió que Remedios, la bella, estaba transparentada por una
palidez intensa.
— ¿Te sientes mal? —le preguntó.
Remedios, la bella, que tenía agarrada la sábana
por el otro extremo, hizo una sonrisa de lástima.
—Al contrario —dijo—, nunca me he sentido mejor.
Acabó de decirlo, cuando Fernanda sintió que un
delicado viento de luz le arrancó las sábanas de las manos y las desplegó en
toda su amplitud. Amaranta sintió un temblor misterioso en los encajes de sus
pollerinas y trató de agarrarse de la sábana para no caer, en el instante en
que Remedios, la bella, empezaba a elevarse. Úrsula, ya casi ciega, fue la
única que tuvo la serenidad para identificar la naturaleza de aquel viento
irreparable, y dejó las sábanas a merced
de la luz, viendo a Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre
el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella, que abandonaban con
ella el aire de los escarabajos y las dalias, y que pasaban con ella a través
del aire donde terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con ella para
siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros
de la memoria”.
Pasaron muchos años, pero la imagen religiosa de esta
mujer que se eleva a los cielos en medio de una escena tan doméstica como el
tendido de ropa, me sigue conmoviendo.
Un final místico para un personaje que, como define el
narrador, “no era un ser de este mundo”. Un final extraordinario para quien nunca se
ató al peso de lo cotidiano.
Pero este no era el único motivo que había amarrado el
personaje a mis recuerdos. Corrían los
años de la dictadura, yo cursaba el colegio secundario en una escuela muy
estricta, y nos habían criado en la creencia de que las mujeres tenían destino
de putas o santas. Remedios era una
santa, pero no una santa cualquiera: una santa rebelde, aunque su pureza le
impidiera tomar conciencia de su propia rebeldía.
Para los hombres, Remedios, la bella, respondía a un
ideal –ciertamente misógino- de la mujer
perfecta (aunque su perfección resultara asesina). Una mujer que pasa como una exhalación, que seduce
con su aroma impregnado en el aire, que desborda sensualidad sin quererlo, que es
deseada sin desearlo, que deslumbra con su belleza despojada de cualquier artificio. Una mujer
silenciosa, natural, que desconoce la maldad. Casta, pura, hermosa, inocente hasta la
fatalidad, virgen matadora
Los hombres la adoraban por su perfección. En
cambio, nosotras, adolescentes en plena
dictadura, adorábamos a Remedios, la bella, por sus imperfecciones.
Llegó a los veinte años sin aprender a leer y escribir,
sin servirse de los cubiertos en la mesa, paseándose desnuda por la casa,
porque su naturaleza se resistía a cualquier clase de convencionalismos.
Como nosotras, adolescentes que despuntábamos nuestras
primeras rebeldías, Remedios, la bella, dormía sin culpas, comía a deshoras y
se resistía a toda disciplina.
Le daba lo mismo comer en cualquier parte, y no a
horas fijas sino de acuerdo con las alternativas del apetito. A veces se
levantaba a almorzar a las tres de la madrugada, dormía todo el día, y pasaba
varios meses con los horarios trastrocados, hasta que algún incidente casual
volvía a ponerla en orden.
Remedios, la bella,
se vestía y se peinaba como le venía en gana, sin rendir cuentas a nadie. Era
inmune a cualquier imperativo de la moda.
Se estancó en una adolescencia magnífica, cada vez
más impermeable a los formalismos, más indiferente a la malicia y la
suspicacia. No entendía por qué las mujeres se complicaban la vida con corpiños
y pollerines, de modo que se cosió un balandrán de cañamazo que sencillamente
se metía por la cabeza y resolvía sin más trámites el problema del vestir, sin
quitarle la impresión de estar desnuda, que según ella entendía era la única
forma decente de andar por la casa. La molestaron tanto para que se cortara el
cabello de lluvia que ya le daba a las pantorrillas, y para que se hiciera
moños con peinetas y trenzas con lazos colorados, que simplemente se rapó la
cabeza y les hizo pelucas a los santos.
La desnudez, para Remedios, la bella, era la única manera
de ser decente. Una desnudez de la que, según nos habían enseñado en la escuela,
las mujeres debíamos avergonzarnos.
Nuestras madres habían conocido los anticonceptivos y el
flower power, pero mantenían vivos los viejos mandatos[s1] con
el mismo empeño que sacaban brillo a los
bronces y mantenían los pisos resbaladizos a fuerza de cera y patines.
Nosotras, en cambio, las que crecimos bajo sus caricias y sus sombras,
renegábamos de la monotonía de las tareas domésticas. Igual que Remedios, la bella,
cuya familia se empeñaba en “salvarla
para el mundo” interesándola en “los
asuntos elementales de la casa”
“Los hombres piden más de lo que tú crees”, le
decía (Ursula) enigmáticamente. “Hay mucho que cocinar, mucho que barrer, mucho
que sufrir por pequeñeces, además de lo que crees”. En el fondo se engañaba a
sí misma tratando de adiestrarla para la felicidad doméstica, porque estaba
convencida de que una vez satisfecha la pasión, no había un hombre sobre la
tierra capaz de soportar así fuera por un día una negligencia que estaba más allá de toda comprensión (…) Ya
desde mucho antes, Amaranta había renunciado a toda tentativa de convertirla en
una mujer útil. Desde las tardes olvidadas del costurero, cuando la sobrina
apenas se interesaba por darle vuelta a la manivela de la máquina de coser,
llegó a la conclusión simple de que era boba. “Vamos a tener que rifarte”, le
decía, perpleja ante su impermeabilidad a la palabra de los hombres”
Para las mujeres que la rodeaban, Remedios, la bella, era
“boba”, como toda mujer que careciera de habilidades para la vida doméstica o
desdeñara el matrimonio.
Sin embargo, sus supuestos “defectos” no impedían que los
hombres sucumbieran a sus pies, ni que el patriarca de la familia la
considerara dotada de una sagacidad fuera de lo común.
Parecía como si una lucidez penetrante le
permitiera ver la realidad de las cosas más allá de cualquier formalismo. Ese
era al menos el punto de vista del coronel Aureliano Buendía, para quien
Remedios, la bella, no era en modo alguno retrasada mental, como se creía, sino
todo lo contrario “Es como si viviera de regreso de veinte años de guerra”,
solía decir.
Remedios, la bella, era, entonces, mucho más que la versión
femenina del “buen salvaje”. Al menos así la veía el coronel Aureliano Buendía,
quien “seguía creyendo y repitiendo que Remedios,
la bella, era en realidad el ser más lúcido que había conocido jamás”
En Macondo, no obstante, las mujeres se dividían entre
“útiles” y “bobas”. Las primeras estaban destinadas al matrimonio; las segundas
estaban condenadas a la soltería.[i]
Y aquí viene el punto más interesante: a Remedios, la bella,
no le molestaba ser soltera. El casamiento no era su meta. Había rechazado a
los mejores candidatos de la comarca, y avanzaba sola por la vida. Deseada pero nunca amada, Remedios, la bella, no sucumbía al brillo del
dinero, la estirpe o la comodidad.
Cuando el joven comandante de la guardia le declaró
su amor, lo rechazó sencillamente porque la asombró su frivolidad. “Fíjate qué
simple es”, le dijo a Amaranta. “Dice que se está muriendo por mí, como si yo
fuera un cólico miserere”. Cuando en efecto lo encontraron muerto junto a su
ventana, Remedios, la bella, confirmó su impresión inicial.
-Ya ven – comentó – Era completamente simple.
¡Quién pudiera prescindir así del amor!, pensábamos en
aquellos tiempos, y soñábamos con viajar, con volar sin horizontes, sin anillos
calzados en el cuello. Remedios, la bella, rompía con todos los estereotipos
del amor romántico que nos habían inculcado.
La soledad, sin embargo, era el precio de su libertad. Su condena era, precisamente, aquello que la
definía: la belleza. Una belleza que formaba parte de su esencia (por eso el
adjetivo es inseparable de su nombre), tan atractiva como letal. Su hermosura,
como dice el narrador, era “una virtud
contradictoria, una trampa diabólica en el centro de la candidez”
La belleza es peligrosa. Un ideal que quema cuando uno se
acerca. Esa belleza perturbadora, para
Remedios, la bella, no era un arma, ni
una herramienta que manipulara en su beneficio, sino una emanación de su ser de la que ni siquiera
era consciente.
“Mientras
más pasaba por encima de los convencionalismos en obediencia a la
espontaneidad, más perturbadora resultaba su belleza increíble y más provocador
su comportamiento con los hombres (…) Inconsciente del ámbito inquietante en que se
movía, del insoportable estado de íntima calamidad que provocaba a su paso,
Remedios, la bella, trataba a los hombres sin la menor malicia y acababa de
trastornarlos con sus inocentes complacencias.”
La belleza la
condenaba a la soledad de los altares y pedestales, del acercamiento trivial,
de la admiración distante. Como si esa
cualidad deslumbrante y única disipara toda posibilidad de encontrar el amor.
“Aunque algunos hombres ligeros de palabra se
complacían en decir que bien valía sacrificar la vida por una noche de amor con
tan conturbadora mujer, la verdad fue que ninguno hizo esfuerzos por
conseguirlo. Tal vez, no sólo para rendirla sino también para conjurar sus
peligros, habría bastado con un sentimiento tan primitivo y simple como el
amor, pero eso fue lo único que no se le ocurrió a nadie”
¿Qué hubiera sucedido si alguien la hubiera amado?
¿Hubiera levantado vuelo al amparo de sus sábanas? ¿Hubiera echado raíces y
sucumbido a la vida doméstica?
Alguna vez García Márquez explicó la fuente de
inspiración de la famosa escena de la ascensión: “Había una chica que correspondía exactamente a la descripción que hago
de Remedios la bella. Efectivamente se fugó de su casa con un hombre y la
familia no quiso afrontar la vergüenza y dijo, con la misma cara de palo, que
la habían visto doblando unas sábanas en el jardín y que después había subido
al cielo.[s2] ».
Para nosotras, las adolescentes del libro bajo el brazo,
ella seguirá levitando donde aún pueden alcanzarla los pájaros de la memoria.
Aquellos pájaros que nunca verán una perfección tan imperfecta como la de
Remedios, la bella.
Texto publicado en http://damiselasenapuros.blogspot.com.ar/
[i]Nota
al pie o recuadro:
[i] Muchos
años después de la publicación de Cien años de soledad, García Márquez publicó
un polémico artículo titulado “Las esposas felices se suicidan a las seis”,
donde se refería a las tareas domésticas. (El País, 24 de febrero de 1982. http://elpais.com/diario/1982/02/24/opinion/383353209_850215.html).
Allí elogiaba la “naturalidad y eficacia” de las mujeres para mantener el orden en la
casa, cosa que, según admitía, él “no
haría por ningún dinero ni ninguna razón de este mundo”. Y luego se sinceraba:
“Nada es más difícil, más estéril y empobrecedor que la logística de la casa.
Una de las cosas que más me intrigan y que más admiro en este mundo es cómo
hacen las mujeres para que nunca falte el papel en los baños”
Este dudoso halago fue cuestionado de manera brillante por
Griselda Gambaro en otro artículo publicado dos semanas después que se tituló:
“Sobre esas mujeres que no se suicidan”.
Si esa era la concepción de García Márquez del lugar de las
mujeres, con Remedios, la bella hizo una excepción. El personaje carece de esa
supuesta cualidad práctica que el autor atribuye a las mujeres. No tiene ningún
interés en el mantenimiento de la casa. Imposible imaginarla calculando los
metros de papel higiénico faltante en los baños.
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