Por Silvina Quintans
A propósito de la violencia en el partido Boca-River del 14 de mayo de 2015

Los veo llorar. No lloran de tristeza ni de emoción. Lloran sin ganas de llorar. Me impresionan los
ojos congestionados, las espaldas coloradas, las caras irritadas. Siento
bronca, dolor, vergüenza ajena, y, yo también, ganas de llorar. Siento todo esto a pesar de que para muchos
no estoy calificada para opinar: no entiendo nada de futbol, no comparto sus
códigos ni sus cánticos.
Mis hijos juegan al futbol, mi marido es un apasionado. Los
aliento porque me gustan los valores del deporte: la solidaridad de equipo, la
resistencia a la adversidad, la constancia, el esfuerzo, la camaradería, los
firuletes que dibujan las jugadas. Pero esta noche, como muchas otras, el futbol es violencia con formato de
espectáculo.
Los jugadores sufren
y nadie se anima a suspender el partido.
El relator especula con que no pueden seguir jugando “porque sería dar
ventaja deportiva a uno de los equipos”. Podrán acusarme de no entender nada de
futbol, pero desde mi distante
ignorancia entiendo que la “ventaja deportiva” es lo de menos, que no se puede
continuar con un juego donde se han roto todas las normas, y que es más
importante la salud de los jugadores que los puntos o la ventaja deportiva.
Nadie debería salir a la cancha después de semejante barbarie. Continuar sería
convalidarla.
Las heridas de los jugadores duelen, es como si todos los
defectos de esta sociedad violenta se concentraran dentro de esas llagas. Y
cuando nada podía ser peor, escucho los cánticos, los festejos, la picaresca de
la hinchada. Esa picaresca tan celebrada por aquellos que se palmearán la
espalda y festejarán con risitas cómplices cuando pase el temblor. Aquellos que
no dudan en tildar de “folclore” actos que en cualquier otro ámbito serían
barbarie.
Y allí aparecen los jugadores de Boca, en el centro del campo,
aplaudiendo la “viveza” de los agresores. Aplaudiendo el “coraje” del que se
agazapa tras el anonimato de las masas. Los imagino con su voz gruesa de
hinchas felicitándose a las risotadas porque dejaron ciegos a los jugadores de
River.
Ser ciego no es metáfora, aunque bien podría serlo.
Ciega debió estar la policía y la seguridad que no detectó
los ejecutores de semejante estupidez.
Ciegos parecían los relatores y dirigentes que ignoraban el
atropello y seguían especulando con que continuara el partido.
Ciegos el técnico y los jugadores de Boca que en lugar de
solidarizarse con las personas agredidas tomaban su posición en el campo de
juego con gesto amenazante y el pecho inflado
Pasan los minutos, la cosa se pone cada vez más tensa. El
público se ha retirado y los jugadores siguen en el centro de la escena. Las
familias, los trabajadores, los oficinistas salen cabizbajos, mientras un grupito
de energúmenos sigue cantando consignas vacías desde una de las tribunas. Los
jugadores esperan entre la incertidumbre y el desamparo, sin romper la lógica
–absurda a esta altura- de locales y visitantes.
Mi hijo se pregunta por qué no pueden salir. ¿Los de Boca no
pueden acompañar a los jugadores heridos de River, mostrarles alguna clase de
solidaridad o comprensión? Difícil explicar semejante grado de mezquindad.
Recuerdo el juego de pelota de los mayas y de los
aztecas. Verdaderas batallas donde se
dirimían los conflictos sociales, que a veces terminaban en sacrificios humanos.
Chicos, apaguemos la luz. Es hora de dormir.
Nico se despierta esta mañana angustiado. Lo primero que me
pregunta es si los jugadores salieron de la cancha juntos o separados.
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