lunes, 1 de octubre de 2018

Todas queríamos ser Jo March

Texto: Silvina Quintans

Reeditamos esta nota publicada en 2016 en el blog Damiselas en Apuros,  en homenaje a los 150 años de la primera edición de Mujercitas

TODAS QUERIAMOS SER JO MARCH


Mi abuela no sabía leer, y hacia el final de su vida había quedado ciega. Se sentaba en una silla de mimbre en la puerta de su casa, y sentía el ruido de la calle, el tren que pasaba a cada rato por las vías de aquella cortada que se había convertido en su lugar en el mundo.

La abuela solía preguntarme qué quería ser cuando fuera grande. Una vez le dije que quería ser escritora. Recuerdo su cara de perplejidad: ¿Qué es una escritora? ¿de dónde había sacado esa idea?.  

El 30 de septiembre se cumplieron 150 años de la publicación de Mujercitas. La vida de aquellas muchachas del siglo XIX dibujadas por la pluma de Louisa May Alcott (1832, Pensilvania -  1888, Boston, Massachusetts) forma parte de la educación sentimental de varias generaciones. Meg, bella y responsable, Beth, abnegada, frágil y sensible, Amy, coqueta e inquieta,  Marnee, la madre que siempre tenía la palabra justa. Pero si existía alguien a quien todas queríamos parecernos era a la intrépida Jo, quinceañera, aspirante a escritora, dispuesta a romper con todos los mandatos

Louisa May Alcott concibió al personaje como su alter ego. La autora fue una mujer independiente que militó contra la esclavitud y por los derechos de las mujeres, entre ellos el sufragio. Jamás se casó –un pecado para la época-  y vivía de la escritura. Escribió Mujercitas por encargo de una editorial que le pidió un libro para señoritas, género muy de moda en la época, algo así como una chick lit del siglo XIX. Louisa escribió lo que le pidieron, pero a su manera y basándose en su propia vida. Aunque los ojos del narrador están posados sobre Jo, la autora tiene una mirada generosa y compasiva sobre cada uno de sus personajes,  que crecen a lo largo del año en el que transcurre el libro.

Las guías para señoritas eran textos moralizantes que se usaban para adiestrar a las mujeres con el fin de convertirlas en buenas esposas y madres. Estos manuales reproducían estrictos códigos que indicaban desde cómo sentarse o comportarse en una reunión, hasta cómo mantener una conversación, o cuidar la piel para estar siempre radiante. El destino final de tantos modales era conseguir un buen marido y mantener un hogar armonioso.

Jo se opone a todos esos mandatos y al destino hogareño que auguran, como lo hizo la propia autora durante toda su vida. Y aunque su mundo parezca muy lejano del nuestro, a muchas nos sonarán frases dignas de estos manuales como “sentate bien” -es decir derecha y con las piernas cerradas-, o “nadie te va a querer si sos tan desordenada”, o “apurate a conseguir novio”, o “conservá a tu marido que ya no quedan hombres así”. Las revistas femeninas nos siguen disciplinando hacia modelos imposibles de alcanzar como los viejos manuales para chicas. La publicidad todavía nos conmina a mantener el hogar desinfectado y los pisos limpios y brillantes. Por eso muchas todavía reivindicamos la figura de Jo March.

Tribulaciones de una adolescente


Jo no era bella. Su belleza, en todo caso, estaba en su vitalidad y carácter. Al menos eso surge de la descripción que se hace en las primeras páginas:

Jo, que tenía quince años, era muy alta, esbelta y morena, y le recordaba a uno un potro; nunca parecía saber qué hacer con sus largas extremidades, que se le atravesaban en el camino. Tenía la boca decidida, la nariz respingada, ojos grises muy penetrantes, que parecían verlo todo, y se ponían alternativamente feroces, burlones o pensativos. Su única belleza era su cabello, hermoso y largo, pero generalmente lo llevaba descuidadamente recogido en una redecilla para que no le estorbara; los hombros cargados, las manos y los pies grandes y un aire de abandono en su vestido y la tosquedad de una chica que se hacía rápidamente mujer a pesar suyo
.
 Tampoco era elegante, ni estaba pendiente de su apariencia y arreglo personal. Privilegiaba la comodidad sobre la moda y le pesaba todo aquello que se entendía por femineidad a mediados del siglo XIX. No duda en ponerse un sombrero de ala ancha que todos consideraban ridículo para un evento social  al aire libre. Lo considera muy útil para no quemarse la cara, a pesar de que ninguna dama hubiera aceptado semejante atuendo.

Se burla de la coquetería de su hermana Meg, y recalca una y mil veces que no le interesa ser una señorita. Su manifiesto es en parte rebeldía hacia las convenciones que asocia con el mundo de los adultos,  pero también es resistencia a abandonar la infancia y su mundo libre de reglas.

-          Deberías recordar que eres una señorita, le dice Meg
-          ¡No lo soy! Detesto pensar que he de crecer y ser la señorita March, vestirme con faldas largas y ponerme primorosa. Ya es bastante malo ser chica, gustándome tanto los juegos, las maneras y los trabajos de los muchachos. No puedo acostumbrarme a mi desengaño de no ser muchacho, y menos  ahora que me muero de ganas de ir a pelear al lado de papá y tengo que permanecer en casa tejiendo medias calceta como una vieja cualquiera –

En uno de los capítulos más conmovedores del libro,  vende en secreto su cabello –“su única belleza”, como define la madre- para enviar dinero a su padre que fue herido en la guerra. Su inesperado gesto conmueve a toda la familia, pero ella se muestra muy convencida de lo que hizo:

Será  bueno  para  mi  vanidad;  me  estaba  poniendo  demasiado  orgullosa de mi peluca. Mi cerebro ganará con quitarse ese peso de encima; siento la  cabeza  ligera  y  fresca,  que  da  gusto,  y  el  peluquero  dijo  que  pronto tendría  unos  bucles  como  los  de  un  muchacho  que  me  sentarían  muy bien y serán fáciles de peinar; estoy contenta; toma por favor el dinero y cenemos.

Por la noche, sin embargo, Meg la escucha sollozar en la cama. Llora como la nena que todavía lleva adentro y suspira por su cabello, su “única belleza”.

Jo detesta las limitaciones que le impone su condición de mujer, y muchas veces lo demuestra a través de sus modales opuestos a todo convencionalismo. Como toda adolescente que se precie, es impulsiva, cambia rápidamente su estado de ánimo y tiene dificultades para dominar su carácter. Su madre, la sabia Marmee, le da las herramientas para templar sus volcánicas reacciones.
Puede pasar largas horas aislada del mundo encerrada en la bohardilla entre sus libros, o patinar con desenfreno al aire libre en plena época de nieve sin cuidar la elegancia o la compostura. Su lugar no está en los bailes de sociedad, ni en los salones o tertulias.

Me quedaré sentada; a mí no me gustan los bailes de sociedad; no me divierte  ir dando vueltas acompasadas; me gusta volar, saltar y brincar

 Jo es una apasionada de la lectura y de la escritura. Escribe obras teatrales, inventa sociedades secretas, redacta diarios familiares siempre con la complicidad de sus hermanas y de su amigo y vecino Laurie. Su educación es informal y autodidacta.

La hermana menor, Amy, sí va a la escuela, pero la madre resuelve darle también educación domiciliaria cuando se entera de que su hija ha sido castigada y humillada en clase, una práctica extendida y aceptada en la época.

No apruebo los castigos corporales, y menos aún cuando se trata de niñas.

Jo es la encargada de entregarle al docente la carta con las razones por las que Amy no asistirá más a clase. Antes de retirarse del aula, Jo se limpia el barro de las botas en la estera de la entrada “como si quisiera sacurdirse el polvo del lugar”

Muchachas trabajadoras



Si bien todas las mujeres de la casa de los March –salvo Beth y la criada- detestan las tareas domésticas,  la madre les enseña a valorarlas de una manera muy original. En estos días en los que tanto hablamos del trabajo ingrato e invisible que realizamos las mujeres en la casa, la Sra. March decide mostrar su valor a través de lo que hoy llamaríamos un paro de mujeres.

Las hermanas manifiestan su deseo de jugar todo el día y librarse de las tareas domésticas durante las vacaciones. Lejos de sermonearlas,  la madre da rienda suelta a sus hijas para que lo hagan. La trampa está en que ella decide hacer lo mismo, y la casa termina por colapsar. En un rasgo de ironía de la autora, hasta el pájaro de Beth muere de inanición porque en el desorden se olvidan de alimentarlo. Las chicas aprenden que esas pequeñas tareas que nadie valora sirven para que los engranajes de la vida sigan funcionando.

Pero aprenden algo más: el valor del trabajo. El trabajo doméstico es necesario y debe ser respetado, así como el trabajo fuera de la casa es un camino para obtener autonomía. La familia March tuvo un pasado de tranquilidad económica, pero las cosas han cambiado. El padre perdió parte de su fortuna prestándosela a un amigo y ahora se marchó a la guerra, por lo tanto, las mujeres deben arreglarse solas para mantener la casa.

 A diferencia de las discípulas de los manuales de señoritas, que aspiraban a un buen matrimonio como sostén económico, las hermanas March realizan pequeñas tareas que permiten el sostenimiento económico de la familia. Meg trabaja como institutriz de una familia rica y Jo oficia de dama de compañía de su adinerada tía leyéndole todos los días.  Esa ocupación le permite ganar algo de dinero y devorar los libros de la biblioteca mientras su tía se queda dormida.

El trabajo pasa a ser fundamental para esta familia, que de algún modo reproduce la ética norteamericana y protestante. Pero el trabajo es, además, un camino hacia la autonomía y realización personal de las mujeres, según la propia Marmee enseña a sus hijas:

El trabajo es saludable y hay  bastante  para  todas;  nos  libra  del  aburrimiento  y  de  la  malicia,  es bueno para la salud y el espíritu y nos da mayor sentido de capacidad y de independencia que el dinero o la elegancia.

Hay también una dimensión solidaria de este trabajo que ayuda a sostener a esa comunidad de mujeres. Jo detesta leerle a su tía, una mujer rígida y malhumorada, tal vez el único personaje antipático de la novela. Es un trabajo que realiza para contribuir a la familia.

Pero el trabajo también tiene una dimensión de realización personal que hasta entonces era  negada a las mujeres. Por eso debe haber sido revolucionaria para la época la escena en la que Jo visita en secreto al editor de un diario y publica sus cuentos. Ella escribe con pasión y aspira a vivir en el futuro de la escritura, como lo hizo la autora.

Le  faltó  el  aliento  y  escondiendo  la  cabeza  en  el  periódico, derramó  algunas  lágrimas  ingenuas,  porque  ser  independiente  y  ganar las  alabanzas  de  las  personas  que  amaba  eran  los  deseos  más  ardientes de su corazón, y aquello parecía el primer paso hacia tan feliz meta.

Y aunque el interés romántico es uno de los ejes del libro, la energía de Jo está puesta en la escritura, la actividad que más la apasiona y también el medio económico con el que aspira a sostenerse y ayudar a su familia.

Solterita y sin apuro


Ya  no  se  dejan  fortunas  de  esa  manera -dice Meg refiriéndose a las fortunas heredadas - ;  ahora,  para  tener  dinero los hombres tienen que trabajar y las mujeres tienen que casarse. Es un mundo muy injusto

En el caso de la familia March, pobre y sin herencia a la vista, el panorama se amplía en lugar de estrecharse porque las chicas son alentadas a ser autónomas. Frente a la independencia económica, el matrimonio como medio para sobrevivir deja de ser la única opción para estas mujeres. El matrimonio, si llegaba, estaría ligado al amor y no al dinero.

 -Las muchachas pobres no tienen oportunidades, si no se hacen valer -suspiró Meg.
-Entonces seremos solteronas -repuso Jo seriamente.

Jo rompe aquí con el tabú de la soltería. Su madre, lejos de disuadirla, considera que el dinero no debe ser el móvil del matrimonio. Si bien la soltería no era vista como un estado deseable ni alentada por la familia, la Sra. March sorprende con la siguiente respuesta:

-Bien dicho, Jo; más vale ser solteronas felices que casadas desgraciadas o muchachas inmodestas a la caza de maridos -dijo decididamente la señora March -. Recuerden una cosa, hijas mías: su madre está siempre lista para ser su confidente, y vuestro padre para ser vuestro amigo; esperamos y con- fiamos que nuestras hijas, casadas o solteras, constituirán el orgullo y consuelo de nuestras vidas.

La desmitificación de la soltería sigue siendo una asignatura pendiente. Las mujeres solteras aún son estigmatizadas, burladas o descalificadas por su elección de vida. La idea de “solteronas felices” que esgrime la Sra. March en aquellos tiempos debió haber parecido un oxímoron. Su postura todavía resulta moderna: una madre que alienta a sus hijas a ser ellas mismas y a buscar  su camino.
Hace varios días que intento terminar esta nota, releo el libro, lo subrayo, tomo notas. Hay coincidencias que se parecen mucho al destino, porque mientras intento cerrar el texto la televisión repite una publicidad de vino dulce. “Fragmentos de Mujercitas”, anuncia un cartel y luego se escucha la voz en off de la Sra. March mientras se muestran los pasos que sigue una chica para convertirse en bailarina.

Procura ser algo espléndido, y asegurate asombrarlos a todos algún día.  Puede que seas pequeña, pero si te lo propones brillarás tan intensamente como el sol, si sientes que tu valor reside en ser algo meramente decorativo, tengo miedo de que algún día  pienses que eso es todo lo que realmente eres. Ve, aduéñate de tu libertad y descubre las cosas hermosas que surgen de ello. Si tienes tantos dones extraordinarios, ¿cómo podrías llevar una vida ordinaria?

Apago la televisión y cierro el viejo libro forrado de verde que guardo desde mi infancia. Recuerdo a mi abuela, sentada en la puerta de su casa, con tantos sueños inconclusos. Pienso en las libertades y en todos los libros que le fueron negados. 

Todas quisimos ser Jo alguna vez, aunque no lo supiéramos.

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