El largo camino al Taj Mahal
Por Silvina Quintans
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Conocí el Taj Mahal mucho antes de llegar a él. Tenía entonces cinco años, y una vez por semana me desvelaba junto a mi mamá para ver por televisión –todavía en blanco y negro- un programa llamado “La Vuelta al Mundo”. El presentador era un hombre robusto y morocho que conversaba con un sacerdote jesuita de aspecto frágil junto a una enorme foto del Taj Mahal.
Cada noche presentaban un documental distinto, pero la escenografía era siempre la misma: aquel monumento blanco, perfecto y sinuoso, símbolo de todo aquello que estaba al otro lado del mundo. En una alquimia algo confusa, el Taj se mezclaba con mis lecturas de Las Mil y Una Noches, convertido en un escenario de estanques mágicos y alfombras voladoras.
Lejos de mi barrio de casitas bajas, de frentes decorados con piedritas de brillo falso y fragmentado, el Taj Mahal aparecía blanco y resplandeciente, enceguecedor como las fantasías que rodean la infancia.
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Han pasado más de treinta años desde entonces y los tiempos han cambiado, junto con los colores de las fotografías. El mundo dejó de ser ancho y ajeno para convertirse en variaciones más o menos cercanas de una misma melodía. Ciudades con los mismos sabores, las mismas cadencias, los mismos sonidos, multiplicadas en distintos hemisferios. En pocos años un soplo gigantesco barrió la magia de las diferencias.
Tal vez sea precisamente por contraste con la globalización, que la India abofetea con el bullicio desordenado de sus calles, la presión caótica de las multitudes, las sedas de colores estridentes, el desfile hipnótico de los festivales, los templos poblados de diosas danzantes, las avenidas surcadas por animales, carros y bocinazos. En su desorden divino y fascinante, la India parece demasiado para nuestros cinco sentidos. Se mete por cada resquicio de nuestro cuerpo, como el sabor penetrante de las especias. Necesitaríamos más ojos, más oídos, más tiempo para poder abarcarla.
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Tres semanas en la India. Ese fue el tiempo del que dispuse para materializar las fantasías de mi infancia. Un viaje en el que descubrí que la India no era el país blanco del Taj Mahal, sino un caleidoscopio de imágenes vivas: el sol rojo de Benarés, la imagen brumosa de los ghats al amanecer, la mirada curiosa de unos chicos camino a Jaipur, el balanceo del lomo de un elefante, los bigotes solemnes del custodio del palacio de Mandawa, las intrincadas vueltas del turbante de nuestro guía sikh en Delhi, el olor del chapati en un mercado, los colores de los saris de las mujeres de Rajasthán.
Dentro de ese marco embriagador, el Taj Mahal no podía ser otra cosa que lo que yo había visto en las trasnoches de mi infancia: una monumental escenografía.
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Llegué al Taj Mahal al atardecer, hora en la que el blanco va cubriéndose de efectos rosados. En su suavidad de mármol, el edificio parecía flotar sobre el paisaje, ajeno a la vida que se agitaba al otro lado de la muralla. Ya no era hora de turistas, ni de buscavidas, ni de parejas en busca de la postal de la luna de miel. Eramos pocos los que esperábamos la milagrosa caída de la luz.
Una mujer con sari de colores contemplaba el monumento desde un banco. El reflejo en el estanque reproducía sedas y mármoles ondulantes. Me senté junto a ella.
“Toda una vida esperé para llegar hasta aquí”, dijo. Hacía siglos que su familia había emigrado a Sudáfrica y luego a Londres en busca de un mejor futuro. Sus antepasados habían acariciado durante generaciones el sueño del regreso.
La mujer hablaba, mientras el Taj se cubría de velos azulados. Era hora de antiguas nostalgias, de historias tristes. La historia del emperador que había construído el monumento más blanco del mundo en honor a su esposa fallecida. La historia de miles de obreros que habían sudado para levantar la filigrana perfecta. La historia de la mujer del sari, y el sueño de sus ancestros. Mi propia historia de televisor en blanco y negro, frente a la imagen de un hombre que hablaba de vueltas al mundo y de viajes imposibles. Y allí, treinta años después, frente a la figura líquida del Taj Mahal, recordé la tristeza del día en que levantaron la emisión. Ya adulta supe que el hombre robusto y morocho que conducía el programa había sido víctima de la dictadura militar argentina por sus ideas “tercermundistas”.
Una primera estrella apareció en el cielo azul cobalto. El Taj recobró entonces su resplandor casi sobrenatural sobre un fondo cada vez más oscuro. Sutil, etéreo, lejano, perfecto, el Taj languidecía como una plegaria. Una gigantesca escenografía devorada por la noche.
Este texto ganó el primer premio en el concurso literario organizado por la Embajada de la India para el Festival de la India 2009
Aquí va el enlace con otro texto sobre India premiado por la Fundación El Libro en 1997 y publicado en el libro "Viajar Para Contar".
El cuento se llama "Lo Sagrado y lo Profano" y también fue publicado por La Nación