viernes, 6 de agosto de 2010

Hiroshima en otra isla

"Tu n'as rien vu à Hiroshima. Rien.
J'ai tout vu. Tout."
Marguerite Duras, Hiroshima mon amour.




Texto: Silvina Quintans

El texto que sigue lo escribí hace un par de años y forma parte de algo más grande: una serie de crónicas sobre el año que vivimos en Estados Unidos con un grupo de amigas.

Durante ese largo viaje -en cierto modo un viaje iniciático- derribé varios prejuicios y conocí gente que jamás olvidaría. Esta crónica está dedicada a Trudy Taylor, quien -además de ser la mamá de James Taylor- es una mujer extraordinaria que nos recibió con mucha calidez en su casita de cristal en la isla de Martha's Vineyard. Pero esa es otra historia.

Lo que aquí cuento es una íntima y muy conmovedora ceremonia en homenaje a las víctimas de Hiroshima a la que Trudy nos llevó hace veinte años -me da escalofríos la cifra- en Martha's Vineyard, una isla al Norte de Boston que es lugar de descanso de gran parte del poder norteamericano (los Kennedy, los Clinton, el propio Obama). Una isla dentro del mismo país que atacó con el arma más poderosa de la historia.

Una recomendación: cliqueen aquí para escuchar a Joan Baez meintras leen esta contracrónica.


El domingo seis de agosto de 1989 amaneció muy temprano.

Trudy nos levantó con el desayuno y nos pidió que nos vistiéramos.
- Tenemos una cita, dijo, sin dar más detalles.

El sol todavía no había salido y el aire estaba blanco, neblinoso.

El auto emprendió un recorrido entre campos de musgo y paisajes pedregosos. La isla parecía despoblada, y el mar apenas se intuía detrás de los acantilados. Tardamos una hora en llegar hasta el otro extremo de Martha’s Vineyard.

El sol era una uña colorada en el horizonte. En la playa, un grupo de gente formaba una ronda junto a un faro opaco y antiguo. Uno llevaba una especie de mortero que usaba de campana para dirigir el ritual. Llegué a distinguir entre la multitud a un cura, a un pastor protestante y a una mujer de rasgos indígenas. Todos estaban en silencio.

El hombre de la campana inauguró la sesión y dijo que estábamos reunidos para conmemorar el aniversario del ataque a Hiroshima: “una gran tragedia de nuestra historia, que no debemos olvidar”. Hacía ya 44 años que Estados Unidos había detonado el arma más nociva en la historia de la humanidad. El recuerdo de los civiles japoneses deformados, mutilados y llagados por la bomba atómica convivía con el sonido de aquella campana con forma de mortero.

El mensaje resultó premonitorio. Meses después, Estados Unidos invadía Panamá para derrocar a Noriega, y un par de años más tarde iniciaría sus bombardeos en Irak. Eran tiempos de George Bush (padre), otro descendiente –como Trudy- de una antigua familia de Massachussets. Probablemente habrían nacido en el mismo año y a pocos kilómetros de distancia, pero sus valores no podían ser más diferentes. Estábamos allí reunidos para repudiar un ataque del que el propio Bush podría haber participado mientras piloteaba aviones en Japón durante la Segunda Guerra Mundial.

La campana sonó muchas veces, y se habló de paz, de hermandad, de la injusta política de los Estados Unidos en tierras lejanas. A modo de despedida, sonaron como una plegaria los versos que alguna vez había escuchado cantar a Bob Dylan y Joan Baez:

¿Adónde se fueron todas las flores?
Hace tiempo
¿Adónde fueron los jóvenes?
El tiempo pasa
Oh, cuándo aprenderán?
Oh, cuándo aprenderán?

La ceremonia terminó en silencio. Los vecinos de Martha’s Vineyard se despedían, mientras el sol dibujaba una bola roja sobre el mar.

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