miércoles, 17 de noviembre de 2010

Una noche en los museos


Foto: Dani Batista
Texto: Silvina Quintans

- ¡¡Quiero ir a los museos!!
La frase, que haría las delicias de cualquier madre, me cae como un mazazo: son las 11 de la noche y estoy agotada. Intento negociar, ofrezco alternativas. Sebi llora, dice que la Noche de los Museos es sólo una vez al año, y que siempre encuentro una excusa para no llevarlo. Entre lágrimas y pucheros asesta la estocada infalible: “¡Vos me prometiste!”.

"Mire que los negocios están cerrados", me ataja el policía en la puerta del Shopping Caballito, y agrega: “Ah, arriba está eso de los museos”. Cerca de la escalera mecánica, en el barcito del primer piso, una morocha vistosa, alta y de pelo largo da clase de salsa junto a un hombre de camisa roja, pantalón blanco y zapatos bicolores. Ondulan las caderas como si fueran agua de mar. Un público de mediana edad intenta acertar los pasos con el ritmo achicharrado de las caderas porteñas. Un gordito mueve la cintura con ímpetu, una nena saca fotos, un canoso con cara de intelectual acompaña con leve temblequeo de piernas.
Chimbale bim bam bam, empiezo a sospechar que la estrategia de la vueltita por el barrio y a la cucha no va a dar resultado. “¿Vamos a otro, mami?”

En la puerta de la peluquería La Epoca de Guayaquil y Centenera la cosa está más animada:
-You are so elegant, like me, dice en trabajoso inglés una chica de peluca, tapadito verde y párpados de sombra fucsia.
- Gracias, bienvenida. La invito a pasear en mi limousine de seis metros de largo, le contesta el Conde de Caballito, mientras señala un diminuto BMW Isetta modelo 1957, en el que a duras penas entra una persona.
- Estos dos parecen Lucas y Chaparrón, están un poco locos ¿no?, dice Sebi en voz baja, recordando al inmortal Chespirito.
- No, Sebi, esa señora medio ridícula está actuando, ¿ves que hay una cámara?.
El camarógrafo sigue a la tal Rosita Stoned –tapadito verde, reportera ficticia, performer- hasta el interior del local. Son las doce y media de la noche y la peluquería bulle.

Como dueño y artífice de la peluquería La Epoca, El Conde –chaleco dorado, zapatos bicolores- recibe con una sonrisa a cada persona que se acerca a este refugio de vitrinas de roble, caireles, sillones de barbero y mesas de mármol. Dificil definir el espíritu de este lugar, más parecido a un centro cultural que a una barbería. Un mozo hace malabares con su bandejita de café, mientras esquiva clientes, curiosos, una pianola, sillones de barbero, y hasta una antigua cabina telefónica. La gente se detiene ante las vitrinas que albergan una colección de brochas, cepillos, peines Pantera y fijador Glostora.
Salimos otra vez a la vereda. Sobre un antiguo camión que oficia de escenario, una mujer frasea las estrofas de Arrabalera: “Para mostrar mi blasón/ pedigrée modesto y sano…”. El Conde la mira con beneplácito desde el umbral de su palacio.

Una de la mañana. La cola para abordar el tranvía histórico en Emilio Mitre y Rivadavia es desalentadora. Tomamos un taxi y volvemos a casa. Lejos de dar por terminada la noche, subimos al auto y acometemos las bacheadas callecitas de Buenos Aires.

Un rubio munido de un láser señala la pantalla gigantesca que cubre el frente del Observatorio Astronómico de Parque Centenario. De la pantalla al cielo y del cielo a la pantalla, la lucecita del láser salta entre constelaciones y nebulosas.
- Ese láser está mortal, buenísimo para jugar a Star Wars, se ilusiona Sebi.
El rubio sigue con sus explicaciones espaciales, curiosa mezcla de lo escatológico con lo poético: cúmulos, grumos, bolos de gas, estrellas brillantes, estrellas frías, estrellas que se apagan. Una multitud sigue hipnotizada la luz del láser.
- ¿Lo está escuchando alguien a este chico? –pregunta Sebi- Hay que ser científico espacial para entender esto de la nebulosa de Orión.
 - Tenés razón, Sebi. Vamos para el Museo de Ciencias Naturales que es igual al de la película. ¿Te acordás de Una Noche en el Museo?.

Mientras caminamos por Angel Gallardo, empiezo a sospechar que nuestra visita poco tendrá que ver con la producción hollywoodense en la que un vigilador solitario tiene todo el museo a su disposición. Una multitud avanza con paso apretado hacia las escalinatas y se apiña en el hall central intentado avanzar en alguna dirección.
La marea humana nos arrastra hasta las vidrieras de una sala enorme, donde se exhiben piedras de todos los tamaños. Son las dos de la mañana y cientos de personas se apiñan y sacan fotos frente a vitrinas atestadas de objetos inertes. Un adolescente –pelo largo, mirada despierta- se sincera con otro: “loco, esto me está aburriendo”.

- Eso de las piedras y la geología no me gusta –se rebela Sebi- es para nerds.
- ¿Para quiénes?
- Para nerds
- ¿Y qué son nerds?
- Gente que se pasa el día estudiando.
Nos alejamos de las piedras, unas peceras muestran los únicos animales vivos que veremos en el recorrido. La gente no afloja. Atravesamos multitudes como quien cruza una tormenta. La música altisonante y antigua viene del lado de los dinosaurios: a los pies de un monumental esqueleto, un grupo de músicos disfrazados con máscaras enhebra una hipnótica mezcla de sonidos.

- Los dinosaurios los podemos saltear, como es de noche. Además esas máscaras me dan un poco de miedo…
Sebas tiene cara de asustado. Queremos encarar hacia la salida pero la marea otra vez nos empuja. Montamos escaleras de mármol, pasamos entre selvas, mares, insectos y animales. Cuando al fin llegamos a la puerta, Sebi da por terminada la excursión: “estuvo divertido, pero no se parece mucho a Una Noche en el Museo”.

1 comentario:

  1. Ahí tiene, VV, después no diga que no le doy pasto para la ironía. Espero ansiosamente su comentario.

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