lunes, 27 de septiembre de 2010

¿Para qué fuiste?


Texto y foto: Silvina Quintans

La pregunta la lanzó con indignación en un almuerzo dominguero una persona que había leído el post sobre Villa General Belgrano que publiqué el 30 de julio: "Chocolates, cerveza y remeras nazis"

- Si te molesta tanto, ¿para qué vas?.

Respondí algo pueril para salir del paso, pero la pregunta quedó rebotando en mi cabeza durante varios días. La verdad es que yo misma, mientras recorría las calles de La Villa, me preguntaba para qué había llegado hasta ese lugar que me incomodaba tanto.

Detrás del "¿para qué fuiste?" hay una concepción de los viajes. La idea hedonista de que sólo vale experimentar aquello que nos da placer. Evitar el sufrimiento es la otra cara de esta posición. ¿Para qué frecuentar lugares desagradables, incómodos o ideológicamente inconvenientes?

La idea de los viajes de placer es reciente en la historia de la humanidad. El turismo tal como lo conocemos hoy, nace en el siglo XIX como consecuencia de la Revolución Industrial. Las vacaciones funcionan como un intervalo o descanso que permite desconectarse por unos días de la "vida productiva" para retomarla luego con más fuerza. Las vacaciones constituyen la rara excepción en esta cultura de la producción en la que el ocio está legitimado y hasta bien visto. Este ocio, sin embargo, no deja de ser funcional al esquema productivo ya que es aceptado como condición para lograr un mejor rendimiento el resto del año.
 Si la idea es descansar ¿qué sentido tiene -entonces- sacrificar esos pocos días de placer en lugares o actividades que nos resultan incómodos?

Pero el placer no es el único motivo de los viajes. Sin contar los exilios o migraciones forzadas por la intolerancia y la miseria -viajes dolorosos que se hunden como flechas en todas las geografías-, los desplazamientos muchas veces responden a un sentimiento tan misterioso como humano: la curiosidad. Curiosidad que -hay que admitirlo- muchas veces puede rozar el morbo.

¿De qué otro modo puede uno explicar que millones de personas se apretujen cada año por los estrechos y claustrofóbicos corredores que recorren las entrañas de las Pirámides? ¿Para qué escalar la montaña más alta del mundo donde hasta el oxígeno parece artículo de lujo? ¿Cuál es la gracia de recorrer miles de kilómetros en auto para ver el glaciar cuando es más fácil llegar en avión? ¿Qué necesidad hay de caminar por el Barrio Rojo de Amsterdan con sus vidrieras de chicas que se venden al mejor postor? ¿Para qué recorrer los lúgubres pasillos dedicados a la memoria de los muertos en Auschwitz o Treblinka? Es cierto, los ejemplos son arbitrarios y totalmente diferentes entre sí. Pero desde los primeros viajeros hasta los de este mundo globalizado, la curiosidad ha sido el motor más importante de cualquier travesía. Y bienvenida sea si esa curiosidad sirve para criticar, comprender, recordar, abrir o integrar mundos diferentes.

Vuelvo entonces a la pregunta dominguera: ¿Para qué fuiste?
Tal vez debería haber respondido con otra pregunta: ¿Por qué debería no ir?
He aquí una respuesta sencilla: no ir sería legitimar la exclusión.
Y otra más sencilla aún: fui por curiosidad.

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