Columna de Silvina Quintans para Radio Continental.
Los cambios culturales a veces son imperceptibles, pero
avanzan de manera inexorable. En los últimos años reemplazamos la poco feliz
expresión “crimen pasional” por femicidio, hablamos de “acoso callejero” en
lugar de piropos, empezamos a entender que la víctima de abuso no es culpable
por cómo estaba vestida, ni por salir de noche, ni por viajar sola. Ser
machista pasó de ser un orgullo a ser un estigma poco deseable. Pero todavía
quedan muchas asignaturas pendientes.
Esta mañana el conductor de un noticiero pontificaba por
televisión que era injusto que sólo se hablara de violencia de género cuando se
trata de una mujer o de una persona travesti o trans. “¿Qué pasa cuando el
agredido es un hombre?¿No es también violencia de género?”, se preguntaba. El
planteo se replica en un estudio hecho por la UNTREF: el 71% de los encuestados
consideró que violencia de género es “el maltrato recibido tanto por mujeres
como por hombres por igual”.
Por supuesto que cualquier manifestación de violencia hacia
un hombre debe ser condenada, sea quien fuera el agresor o agresora, pero no se
trata de violencia de género sino de violencia a secas. La violencia contra las
mujeres se da en otro contexto, en una sociedad desigual que en la vida
cotidiana considera que no tenemos los mismos derechos que los hombres. Esa
cultura de la desigualdad la convierte en violencia de género. Porque esa mujer
es considerada una posesión de su pareja, un objeto a ser tomado y desechado
(lamentablemente muchas veces de manera literal), un cuerpo allí dispuesto para
que se le diga cualquier cosa, se lo toque o agreda.
El día que esa desigualdad termine, el día que termine la
brecha salarial entre mujeres y hombres, el día que tomemos las mismas
responsabilidades en las tareas domésticas, el día que accedamos a los mismos puestos de poder, el día que se reparta el cuidado de los niños
y personas mayores, el día que una mujer pueda salir a la calle vestida como se
le ocurra sin temor a que le digan cualquier cosa, el día que vivamos en una
sociedad de pares, entonces dejaremos de hablar de violencia de género para
hablar de violencia a secas.
Hay algunas costumbres que distan de la violencia física,
pero que forman parte de una cultura de la desigualdad que empieza desde los
juegos infantiles donde las nenas deben ser bonitas, calladitas y sumisas, y los varones fuertes, agresivos y poderosos.
Hace poco una famosa tienda española tuvo que dar marcha atrás con unas remeras
para bebés que decían: “Inteligente como papá” en celeste. Para ellas, en rosa, la leyenda era: “Bonita como mamá”.
¿En cuántas casas de familia solo se levantan las mujeres a
la hora de poner los platos o sacar la mesa?, ¿en cuántas reuniones las mujeres
quedamos charlando en la cocina, y los hombres se sientan en el living?. ¿Cuántas
veces se le dice a un nene que llora como una nena?, ¿cuántas veces se nos
tilda de exageradas, locas, demasiado emocionales, o se minimizan nuestros
puntos de vista?.
Pequeñas escenas de la vida cotidiana, muchas veces
bienintencionadas, de las que poco a poco vamos tomando conciencia. Ir
desarmando estas estructuras va a ser un trabajo largo, pero va a dar sus
frutos: la educación es fundamental para
que nuestros hijos e hijas no reproduzcan modelos de desigualdad.
Por eso debemos marchar esta tarde junto los hombres, que
fueron muchos en la marcha del 3 de junio de 2015 y hasta se animaron a armar
su propia marcha desfilando con polleras contra la cultura patriarcal.
Desarmar prejuicios, reinventar modelos, erradicar viejas
estructuras. Es mucho lo que queda por hacer, pero el primer paso es tomar
conciencia. Por eso hoy salimos de nuevo a la calle. #NiUnaMenos.
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