Texto y foto: Silvina Quintans
“Feliz solsticio de
invierno”, desea una amiga de Facebook. Es una médica de Villa Pehuenia que
atendió a Nico este verano, cuando estuvo internado unas horas en un centro de salud por una
gastroenteritis. Charlamos un rato largo
mientras goteaba el suero en el brazo de mi hijo. Me contó sobre las “veranadas”,
cuando sale de recorrida para dar asistencia a las poblaciones trashumantes, de la vida en la Cordillera, de las
limitaciones, del invierno blanco. Imaginé las araucarias cubiertas de nieve,
el olor de la leña, las montañas silenciosas, el lago rígido y congelado. El amparo y el desamparo del frío. Nico resucitaba de a poco al ritmo de la
hidratación, mientras nosotras seguíamos
conversando. La ventana devolvía los
colores hirientes del verano. Seis meses después de aquel solsticio estival a
los pies de la Cordillera, la misma médica me recuerda que el otro solsticio
comienza en aquel rincón que alguna vez imaginé como mi lugar en el mundo.
Hoy fue un día más en la radio, salí al mediodía y regresé
cuando empezaba a oscurecer. Decidí cambiar de camino para volver a casa y
atravesar el Parque Rivadavia. El pasto seco, los árboles pelados, la gente paseando perros, el olor del frío.
En un rincón del parque que da sobre la calle Rosario hay dos araucarias
gigantescas con hojas bellas y hostiles como puercoespines. Alguien decidió
aislarlas con un cerco de cinta amarilla, como si pertenecieran a otra
geografía. Presumo que fueron segregadas para evitar que el desprendimiento de
sus ramas lastime a algún transeúnte. Esta tarde me detuve a mirarlas, tan altas,
majestuosas, distantes. Alguien las trajo de lejos, las plantó, las vio crecer,
y ahora las separa del resto como si fueran reinas desterradas. El invierno es
la estación de la soledad.
Llego a casa y chequeo en el balcón los dos plantines de
araucaria que trajimos de Pehuenia en el verano y que plantamos en macetas.
Casi insignificantes, pinchudos, invadidos por una horda extrovertida de
helechos. Se me ocurre que el invierno son estas hojas retraídas como agujas.
Ya es la noche del solsticio, la noche elegida cada año para
buscar pequeñas señales, hilos invisibles que conducen los días, como si el
sentido existiera. Trato de tejer un destino de araucarias, ramas que
entrelazan solsticios con geografías. Durante varios años con un grupo de
escritores y gente aficionada a las letras hacíamos el ejercicio de relatar este
día corto y esta noche larga. El grupo que convocaba mi amiga y profesora
Cecilia Sorrentino se disgregó y la costumbre se fue perdiendo. Todavía extraño
la nocturnidad de aquellos relatos. Tal vez por eso me emocioné al leer esta
mañana aquella frase: “Feliz solsticio
de invierno”. Como si necesitara las palabras para despertarme de tanto
invierno.
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