Texto y fotos: Silvina Quintans
1.- Sin City
Sin City, la llaman, y hace honor al nombre. El viernes por
la noche en el Strip -la franja del Boulevard Las Vegas donde se concentran
algunos de los hoteles más importantes del mundo-, las chicas se calzan las plumas, se colocan
dólares en el corpiño y salen a cazar clientes. En tiempos de #MeToo y Time´s Up,
en Las Vegas todos redoblan la apuesta.
Hay camiones con enormes publicidades que ofrecen “Girls direct to you”, y hay
hombres en las esquinas que susurran “strip
club, strip club”, como los arbolitos que ofrecen dólares en la calle
Florida. Un hombre joven está a punto de entregar un folleto de oferta de sexo
a mi hijo de 18, pero me ve y se lo guarda en el bolsillo. Nada más sagrado que una madre.

En Sin City, mezclados como la biblia y el calefón, los
muñecos de Mickey y Goofy confraternizan con las chicas de la noche que llevan
los pechos al aire y alas de mariposa en la espalda. Intercambian risas, admiran
las aguas danzantes del hotel Bellagio y, cuando termina el espectáculo, se van
caminando de la mano.
“Thunder from down under” (Trueno desde
allí abajo), se llama el espectáculo de strippers para público femenino que se
publicita en los carteles en las calles con cuatro muchachos fornidos con el
torso descubierto. Mis hijos adolescentes adoraron la sutileza de la metáfora.
Tres hombres y una mujer nos atajan a la salida de una
escalera mecánica con enormes pancartas: “JESUS SAVES YOU FROM HELL” , “ABORTION IS MURDER, YOU DESERVE HELL”. Es
sábado a la noche, la multitud en el
Strip es tan compacta que apenas permite avanzar, parece una oportunidad
inigualable para captar fieles. La voz en el micrófono repite como una letanía:
“You are sinners, get away from hell,
Jesus saves you, refrain from fornication, gambling, pornography and sodomy”
(Son todos pecadores, aléjense del
infierno, Jesus salva, absténganse de la fornicación, el juego, la pornografía
y la sodomía). La multitud los esquiva con indiferencia, hasta que pasa un
grupo de borrachos grandotes y tambaleantes que con una risotada les gritan a
la cara: “FUCK JESUS”.
2.- No hay Greta Thunberg que valga
Si hay algo más ruidoso que un casino, son varios casinos. Y
Las Vegas consiste en una sucesión ininterrumpida de estos lugares en los que las
voces se ahogan en el ruido de las máquinas, donde nunca hace frío ni calor, y
jamás es de día ni de noche. El mundo envasado en unas pocas cuadras.
Una colilla se consume al lado de una maquina tragamonedas
que quedó vacía. Su dueño debe haber amenizado sus horas de juego con el humo
del cigarrillo. En Sin City, como en ningún otro lugar de Estados Unidos, está
permitido fumar.
No hay Greta Thunberg que valga aquí en Las Vegas. Las
colillas se acumulan los ceniceros y los
negocios de comida despilfarran cubiertos, vasos y platos de plástico
descartables que van a parar a los tachos de basura sin intención de
reciclarlos. Eso sí: los sorbetes están en vías de extinción, y los hoteles ya
no entregan esas gorritas de plástico que sirven para proteger el pelo en la
ducha. Una gota de agua en el desierto.
El último día decidimos jugar en las maquinitas. Santiago
elige una máquina enorme, con un búfalo cargado de luces. Ponemos diez dólares
en la ranura, la máquina se pone hiperactiva: escupe sonidos, luces, parece una
locomotora a vapor, suma créditos, nos felicita por la extraordinaria suerte.
Vemos un número lleno de ceros, nos emocionamos. Este viaje está costando muy
caro, el dólar está por las nubes y cada gasto es una fortuna para nuestros
devaluados bolsillos. Pensamos en salvar el viaje. Se acerca una camarera, de
esas que llevan colgada la caja con cigarrillos desde el cuello hasta debajo de
los pechos, como Mia Farrow en Días de Radio. Es bonita, rubia, cara de
estar de vuelta. Le preguntamos cómo interpretamos la cifra que acaba de
aparecer en la pantalla. Nos mira con suficiencia: “cuarenta y nueve dólares y sesenta y seis centavos, honey”.
La empleada de la mesa de black jack descansa después de una
noche intensa. Son las siete de la mañana y tiene la mirada pegada a la tele.
En la pantalla el príncipe Harry y
Meghan Markle anuncian que decidieron abandonar la realeza para hacer vida de
plebeyos.
3.- Paris, Las Vegas
Me desperté de madrugada y corrí la cortina de la
habitación. El tejido de la Torre Eiffel
colaba las montañas rojizas del estado
de Nevada que también parecían dibujadas a escala.
Qué se puede decir de esta obsesión por representar a escala
todo lo que está fuera de “América”. ¿Apropiación cultural? ¿Afición al kitsch?
¿una forma de conquista? ¿el deseo de conocer otros horizontes sin correr el
riesgo que implica la experiencia?. Escribo estas líneas en una callecita ficticia
de París, sentada en una de esas terrazas donde se ve pasar a los transeúntes,
bajo un cielo pintado que eterniza ese momento en el que no es de día ni de
noche. Un cielo con algunas nubes, de un celeste algo pálido, una eternidad de
amaneceres o atardeceres. Un lugar en el que el tiempo se mide por la cantidad
de personas que transitan la vidriera.
La esfinge que adorna la entrada del Luxor Casino and Hotel
de Las Vegas tiene la nariz completa y los colores intactos. Detrás de ella hay
una pirámide espejada, más de cuatro mil habitaciones y las consabidas máquinas
tragamonedas que perturban el sueño de
los faraones.
En el tercer piso de The Venetian Resort de Las Vegas una
chica canta mientras rema sobre una góndola. Hay canales, puentes y
callejuelas, parejas que viven el sueño del paseo en góndola, un patio de
comidas con pisos de porcelanato que desemboca en un puente sobre los canales.
También se puede atravesar el Rialto sobre cintas mecánicas que acompañan la
pendiente. Más allá revive el Coliseo con sus techos y ventanas ciegas, y el
Mirage, con su volcán en miniatura que escupe fuego y ruge cada media hora.
En el extremo Sur del Strip están las torres doradas del
Mandalay Bay, con su iconografía birmana.
Aunque la antigua capital de Myanmar no está en la costa, el resort de
Las Vegas la recrea con cuatro hectáreas de playas, un río, una cascada,
piscinas termales y olas artificiales en medio del desierto del Oeste
americano.
Este es el lugar en el que en 2017 se produjo el tiroteo más
sangriento en la historia de Estados Unidos. Un contador millonario de 64 años,
Stephen Paddock, disparó desde su habitación del piso 32 sobre una multitud que
asistía a un concierto de música country. Cincuenta y nueve muertos y 851 heridos
en apenas diez minutos. Tres años después, desaparecieron las medidas de
vigilancia, la fiesta continúa y las luces tragaron los ecos de la tragedia.
4.- Vendedores de humo
En un pequeño local del otro lado de la autopista y de las
luces rutilantes de The Strip, un hombre vende humo, literalmente. Lo tiene guardado en una cajita y lo hace
salir de entre sus dedos cuando desea. Dice que le llevó más de dos años crear
el truco y pensó en cada detalle: el tamaño mínimo de la cajita, el material
con el que destila el humo, los mecanismos escondidos para crear la
ilusión. El aparatito cuesta cien
dólares y es la estrella del local donde vende decenas de trucos que -según él-
compran los magos más famosos del mundo.
En pocos metros cuadrados se amontonan trucos, mazos de cartas y viejos
videos de magia, bajo vitrinas llenas de
tierra, cables, una cafetera y un microondas en desuso. El hombre despliega
todos sus secretos frente a mi hijo, que nos trajo hasta aquí porque es
aficionado a la magia. Para convencerlo de las bondades del humo abre sus ojos
claros, acomoda su melena desgreñada y repite el truco, pero esta vez lo
acompaña con una historia, que, afirma, “funciona
muy bien en los shows”. Saca entonces una tarjeta que destila humo de su
bolsillo y larga el viejo chiste:“Mi
esposa, como todas las mujeres, le saca chispas a la tarjeta de crédito”.
La gente se casa en Las Vegas, y, se sabe, lo que sucede
aquí, se queda aquí. Al Norte de la ciudad, más allá del Strip, la ruta está
poblada de “wedding chapels”. Las hay más o menos glamorosas, discretas o rutilantes,
blancas como pasteles, rosadas, grisáceas y algo gastadas. Prometen la
felicidad o simplemente la renovación de votos. La ciudad del pecado cree en el
matrimonio, que aquí es otro gran negocio.
También cree en el divorcio y en los juicios por accidentes
de tránsito, a juzgar por los infinitos carteles que promocionan estudios
jurídicos al costado de la ruta. Entre las fotos de hombres con el saco al
hombro, con los brazos cruzados o mirando a cámara en plano americano, puedo
distinguir a una sola mujer en un cartel gigantesco. Verónica es joven, morocha
y se produjo para la foto: maquillaje, flequillo, collar de perlas, escote,
accidents, inmigration, divorce.
Al Norte de la ciudad, en ese paisaje chato y rojizo que se
parece cada vez más al desierto, florecen las casas de empeño. Rick, su padre,
su hijo y un empleado barbudo y gordito
llamado Chomlee se hicieron mundialmente famosos en un reality llamado El precio de la historia, donde regatean
con los clientes el valor de objetos con memoria. El lugar es mucho más chico de lo que parece
en la tele, y está abarrotado de
turistas que pasan a mirar y no comprar. Hay vitrinas con joyas, baratijas,
memorabilia de Elvis y los Beatles, monedas, juguetes, objetos inclasificables
y unas paredes al fondo donde se amontonan presuntos cuadros de Dalí, Picasso,
Chagall, algunos por apenas dos mil dólares y otros que suben a los diez mil o
veinte mil. Cerca de los Picassos hay
una gigantografía de cartón en tamaño natural de Rick, para que los turistas saquen
la selfie sin que él tenga la obligación de estar horas posando para los fans.
Se lo ve sonriente, con la barba candado, la pelada lustrosa y una remera negra
de Kawasaki con la leyenda “let the good times roll”. Otro cartel junto a las cajas anuncia que los
prestamos se dan al 13% de interés mensual, y un cartelito pegado afuera da la
posibilidad de levantar la deuda durante la noche

Más al Norte, cerca de la antigua estación del Union Pacific
que dio origen a la ciudad en 1905, está el Centro Histórico de Las Vegas, la
zona esperanzada donde todavía brillan millones de luces para atraer a los
visitantes que la abandonaron por el Strip. Hasta allí llegamos a uno de los
pocos espectáculos gratuitos que ofrece esta ciudad: la Fremont Experience. La
calle fue techada con la pantalla más grande del mundo: cuatrocientos metros de
largo y 12 millones de luces LED que al caer el sol dan espectáculos de luz y
sonido. La experiencia avasalla con las antiguas marquesinas de luces como
monedas y el desfile de imágenes lisérgicas sobre nuestras cabezas. Hay algo de
autenticidad en este esfuerzo luminoso por salvarse de la decadencia, homeless
y turistas se agrupan para disfrutar de la parafernalia, algunos artistas
callejeros intentan ganarse el pan, y un
excombatiente en silla de ruedas se exhibe como una estatua viviente con carteles
en los que despotrica contra los musulmanes, pide ayuda social y apoya a Donald
Trump.
5.- Aftermath
En la entrada trasera (o salida) del Hotel París por el lado
de los estacionamientos hay una escultura de bronce gris que se llama
“Aftermath”, del artista J. Seward Johnson Jr., donde se ve a un empleado de
limpieza barriendo los restos de una fiesta: latas de cerveza, chatarra
retorcida, basura. El hombre atribulado,
desgreñado, empuña un escobillón
con resignación.
El artista decidió mirar el lado B de Las Vegas, el trabajo
de quienes sostienen tanto brillo, la chatarra que queda después de la fiesta.
La escultura está instalada en su propia plataforma, sobre un piso lustroso,
entre los locales de lujo de una calle ficticia que imita un barrio de
París. Un poco de realismo entre tanta
ficción: aftermath según el Merriam-Webster significa consecuencia, resultado,
o el período inmediato que sigue a un evento ruinoso.