Tengo las manos rasposas. A fuerza de darle a la lavandina,
al trapo de piso, a la limpieza minuciosa de las superficies, las manos
quedaron hechas una lija. A eso se suma el alcohol, los jabones y los ungüentos
que les propino varias veces al día al ritmo del cumpleaños feliz.
Tal vez sea por eso que se rebelaron y me confesaron que no
dan más. Así no hay crema que aguante, se quejan, y me advierten que ya les
cuesta percibir la suavidad del pelaje cuando acarician al perro y que les da
lo mismo agarrar un trapo con lavandina que deslizarse sobre una chalina de
seda.
Les prohíbo que se acerquen a mi cara, pero ellas se
rebelan. ¿Por qué no podemos hacerlo si llevamos toda una vida rascando
narices, frotando ojos y peinando cejas?, me preguntan. Trato de ponerles
límites, pero no me hacen caso. Para
contenerlas, mientras hago las tareas de
la casa las cubro con guantes. Ahí me convierto en la mujer maravilla, le hago
frente a todo: desde sacarle la pelusa acumulada a la escoba hasta estrujar el
trapo después de limpiar los desechos caninos. Nada me detiene cuando me pongo
los guantes: me siento impune, puedo vencer el asco, la aversión y todas mis
manías obsesivo-compulsivas. Pero cuando me los saco y las veo tan vulnerables
y rasposas, me vuelve la culpa.
En el último mes y medio me convertí en policía de mis
propias manos. Vigilo cada objeto que tocan: el picaporte de la entrada, el
botón del ascensor, la manija de la bolsita que me entrega la verdulera, el
teclado de la compu, el paquete de fideos que retiro de la estantería. Me
convertí en la madre castradora de mis manos, me empeciné en esterilizar todo
aquello que tocan.
Ahora están demandantes, piden atención, reclaman cremas de
marca como hijos malcriados. Hace pocos días se deprimieron porque el Dr.
Fauci, el capo de la infectología en Estados Unidos, amenazó con que nunca más
podrían estrecharse con otras manos. Eso las desanimó, no les gusta andar solas
por la vida, así que ya encontraremos la manera, cuando todo esto termine, de
que vuelvan a tener compañía.
Mientras tanto, les advierto que no se agranden, que se
olviden del poema de Neruda que las compara con las alas de una paloma dorada.
Por ahora, y hasta que consiga un buen suavizante, seguirán con su destino de
papel de lija.
Audio radial: https://ar.radiocut.fm/audiocut/columna-silvina-quintans-manos-se-rebelan-en-cuarentena/
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