Texto y fotos: Silvina Quintans
Las estatuas de Buenos Aires amanecieron este lunes con las
bocas tapadas. No fue un acto de vandalismo sino una acción deliberada del gobierno
de la ciudad, ansioso por predicar con
el ejemplo, mientras anunciaba que a
partir del miércoles habrá que salir con barbijos o “tapabocas” so pena de
cuantiosas multas. Los barbijos tienen
que ser caseros, así que olvidemos el gesto mezquino de ir a saquear el stock
de las farmacias, porque los profesionales están reservados al personal de
salud.
Entonces resulta que de un día para otro, nosotras, las que
huíamos en la hora de actividades prácticas, las que implorábamos el socorro de nuestras
abuelas a la hora de coser un botón, nos topamos frente a frente con complejos
instructivos que en muchos casos exigen ese aparato en vías de extinción
llamado máquina de coser. Y allí estamos, hurgando en los placares entre
sábanas y remeras viejas, tratando de ensartarnos una gomita en la oreja y
pelándonos las pestañas buscando un tutorial que nos exima –Dios nos libre- de
la dichosa máquina de coser.
Las redes se poblaron de gente que saca provecho de
servilletas de papel, rollos de cocina, filtros de café, bolsas de aspiradora,
bufandas y hasta corpiños viejos. Y están los que fabrican escafandras con
botellas o radiografías viejas, y los que arrancan los elásticos de los
joggings en desuso. Tanta creatividad al servicio de esa nueva palabrita que
pasó a formar parte de nuestras vidas: el mal llamado “tapabocas”, ya que, como
bien me aclararon los oyentes, debería tapar nariz, boca y barbilla.
La idea de detener la enfermedad con una barrera física no
es nueva. Desde la peste bubónica que en
el siglo XIV se llevó las vidas de un tercio de la población de Europa - unos
25 millones de personas-, se idearon
formas más o menos ingeniosas para evitar el contacto.
Una de las máscaras venecianas más famosas es la del Médico
de la Peste, rescatada luego por la comedia del arte, actualmente en venta como
adorno de carnaval. Se trataba de médicos ad hoc –muchas veces eran ciudadanos
sin estudios reconvertidos en médicos- que iban con una vestimenta especial a
atender a los enfermos de peste. Lucían sombrero de ala ancha, capa de cuero
encerada, botas y una máscara que cubría los ojos, la nariz y la boca con una
larguísima nariz en forma de pico. En esa nariz se ponía paja para filtrar los
microorganismos y hierbas aromáticas que aventaban enfermedades y malos olores. La nariz también servía para no
acercarse demasiado al paciente; llevaban además un bastón para castigar al
enfermo y para mantener lejos a los curiosos.
Quinientos años después , aún pensamos en máscaras como barreras
para protegernos del mundo. El escudo de una tela como respuesta a la
fragilidad.
Audio radial: https://ar.radiocut.fm/audiocut/silvina-quintans-y-roberto-moldavsky-sobre-barbijos-y-lavandina//
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