martes, 8 de junio de 2010

Benarés entre el sueño y lo siniestro


Texto y foto: Silvina Quintans

No podría precisar exactamente cuándo sentí que la experiencia se volvía siniestra. Pudo haber sido al principio, cuando antes de salir del auto un grupo de chicos pegaba las caras al vidrio en busca de limosna, o unos minutos más tarde, cuando vi a una mujer con la nariz mutilada por la lepra, o mientras bajaba las escaleras del ghat entre ancianos que esperaban su turno para morir.

Poco después empezó a salir el sol con un color anaranjado que nunca antes había visto. El cielo, el río, los palacios, las caras, todo estaba teñido por una niebla rojiza que esfumaba las imágenes como en un sueño. A esta altura ya estábamos embarcados en un bote que nos llevaba por el Ganges, a cierta distancia de la marea humana que bajaba las escalinatas en busca de las aguas sagradas.
Lo que desde tierra nos había parecido el séptimo círculo del infierno, desde el agua se nos hacía dulce, gentil y casi onírico, gracias a la distancia y a la suavidad de la niebla. Entonces pudimos escuchar los rezos, las campanitas, la música, el murmullo, el claqueo de los remos contra el agua, las didácticas explicaciones de la guía. Estábamos a salvo en nuestro refugio de voyeurs, mientras veíamos desfilar al compás del bote a los parias que lavaban la ropa a golpes, los sadhus que meditaban semidesnudos bajo las sombrillas, las mujeres que se bañaban vestidas, los hombres que se lavaban los dientes con agua sagrada, los chicos que depositaban velitas en el agua. Las escenas, con su movimiento y vivacidad, contrastaban con las imágenes siniestras que me habían asaltado al principio. Todo desfilaba con lentitud como en una postal viviente. Todo parecía dispuesto allí para nuestras cámaras y nuestra mirada.

Una humareda espesa y negra se levantaba al final del recorrido. “No photos”, dijo la guía sin mayores explicaciones. El ghat Manikarnika es el lugar en el que se crema a los muertos a orillas del Ganges; los afortunados que son incinerados allí consiguen la liberación del alma. La imagen era sobrecogedora: varios cuerpos se quemaban sobre piras de leña, mientras los familiares –hombres- conversaban a su alrededor. Distinguí a un hombre con la cabeza blanca intacta y el cuerpo cubierto por un manto amarillo que se consumía bajo las llamas.

Por la tarde, ya libres de la agencia de turismo, volvimos a los ghats. Una nube de gente nos seguía para guiarnos a cambio de unas rupias. Avanzábamos con mucha dificultad entre mendigos, sabios, adivinos, devotos, comerciantes, barberos, cocineros, lavanderas. No podíamos caminar solos: el enjambre de curiosos y pedigüeños se renovaba a cada paso. Los pies se nos hundían sobre los interminables escalones tapados por una mezcla de barro y bosta de vaca. Detrás de las escalinatas, los palacios color tierra y rosa borroso acusaban el sueño o la decadencia.

Caminamos durante media hora hacia el ghat Manikarnika. Poco antes de llegar, tomé una panorámica de las escalinatas y la humareda. En ese momento, apareció un hombre que comenzó a insultarme y pedirme que entregara la cámara. Le dije que la foto era panorámica, que de ningún modo se veían las cremaciones. El hombre insistía con horribles amenazas y me siguió todo el trayecto que quedaba hasta el ghat. Una vez allí, los parientes de una mujer que se consumía en cenizas lo alejaron, y nos invitaron a participar del ritual –yo a una prudente distancia, ya que las mujeres no tienen permitido acercarse. Me dijeron que no me preocupara, que podía tomar fotos de lejos y que aquel hombre sólo buscaba dinero.

Parada a cierta distancia, vi cómo el cuerpo de la mujer se consumía mientras sus familiares charlaban. Me sentí incómoda, como si hubiera profanado un templo. Aquel hombre tenía razón: no tenía derecho a estar allí, a curiosear la muerte, a buscar el espectáculo en lo trascendente. No tenía derecho a ignorar la miseria de mis perseguidores, ni a avanzar entre el hambre de los chicos, ni a pisar los desechos de animales sagrados, ni a mirar las caras deformadas por enfermedades que apenas me atrevía a pronunciar. Hay mucho de cobardía en el turista: esa sensación de mirarlo todo y no involucrarse con nada, caminar sobre el barro con la certeza de la comodidad del hotel, asomarse al infierno con boleto de regreso. Hay algo de morbo, de hipocresía, de falsa comprensión. Pero también es cierto que todos somos voyeurs –aún- frente a la muerte. Un destino común me hermanaba con los que estaban frente a la pira, con los mendigos del camino, con el hombre que me había seguido, con los chicos con hambre, con la mujer con lepra.

Ya estaba oscureciendo cuando emprendimos la vuelta. Caminaba abrumada por la culpa, por el olor del fuego y de la bosta, por los colores terrosos que cubrían las escalinata. De pronto apareció de nuevo el hombre con su carga de imprecaciones: Ud. se burla de nuestra religión/ se cree muy inteligente/ unos israelíes que hicieron lo mismo que Ud. fueron presos y nadie los pudo sacar / los extranjeros se sienten con derecho a burlar nuestras costumbres.
El hombre ponía en palabras algo que yo sospechaba: todo viajero es un profanador. Viajar es sentirse siempre extranjero, y en la India uno es más extranjero que en ninguna otra parte.
De pronto, mezclada en su discurso, escuché la palabra “money”. De algún modo me sentí aliviada: el argumento de la profanación era una estrategia para sacarme plata. Rompí entonces el silencio y a los gritos le dije que no me molestara más, que lo iba a denunciar por extorsionar a los turistas. Un policía miraba la escena; el hombre desapareció con la inmaterialidad de las almas.

El hombre desapareció, pero una multitud avanzaba en sentido contrario. Cientos de hombres con la cara y el pelo pintados de rojo, con los ojos muy negros, la mirada agresiva y en trance. Avanzaban en una danza frenética bajo ritmo de tambores. Las mujeres iban en procesión vestidas de amarillo con velas. Los colores apabullaban, las caras exaltadas, las luces de las velas, la multitud que nos empujaba de nuevo hacia el Ganges. Alguien nos explicó que era el festival Vasanta Panchami dedicado a Sarawasti, la diosa de la sabiduría.

Fue muy difícil conciliar el sueño aquella noche. El amanecer neblinoso en el Ganges, los mendigos, los cuerpos en el fuego, los devotos de Sarawasti y su rojo-guerra, las acusaciones del hombre enfurecido. Las imágenes desfilaban acompasadas, con su carga de fascinación y sacrilegio.
Las pesadillas se sucedieron toda la noche: cuerpos que se consumían, personas mutiladas, cárceles de las que yo huía, mientras miles de presos ardían tras las rejas.
La pesadilla se repetía, y por un momento pensé que nunca más podría soñar otra cosa. El eterno castigo del sueño.

Sin embargo, mucho antes de que amaneciera, hechizados por el río, regresamos.


Enlaces con notas y artículos que publiqué sobre India.

India - "Lo Sagrado y lo Profano" Publicado en La Nacion adn
http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1073782

India - Agra - El Taj Mahal
http://edant.clarin.com/suplementos/viajes/2005/10/02/v-00401.htm

India - Mandawa, pueblo de colores en el desierto de Rajasthan
http://edant.clarin.com/suplementos/viajes/2009/03/29/v-01886593.htm

4 comentarios:

  1. Impresionante tu relato de Benarés !!!! Debe ser muy difícil estar de turista en un lugar tan sagrado !!!!Recuerdo tus fotos y comentarios que hiciste al volver del viaje como si yo hubiera estado en esa ciudad !!!

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  2. hipnotizante.. que maravilloso relato! se siente complicidad en el voyeurismo, y fascinación!!!!!

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  3. Excelso, SQ, se conoce que la India la inspira.

    Tipo raro este Pasolini, que fue ese el único momento en que se sintió en comunidad con el lugar. No desmenucemos el asunto, que si no desbarrancarnos.

    Ahora, Ud. se da cuenta de que si esto, tal cual Ud. lo cuenta, en lugar de ocurrir en la India ocurriese en Haedo, estaríamos en la primera plana de todos los diarios (ya nos pasó sólo por cocinar un gato en Rosario), y temiendo una invasión humanitaria de las Naciones Unidas.

    VV (Viajero Virtual)

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  4. Gracias muchachas.
    Tiene Ud. razón, VV, aunque creo que en el Conurbano tenemos escenas que son más dignas de una invasión humanitaria.

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