Hoy incorporamos al Diccionario de la cuarentena la
expresión “distanciamiento social. ¿Cuántas veces la habíamos utilizado antes?
Cuando éramos chicos en la fila de la escuela nos obligaban
a tomar distancia para ingresar al aula. Era una vieja costumbre con resabios
militares que el tiempo –afortunadamente- erradicó. La pandemia instaló en
muchos de nosotros un déjà vu que nos hace tomar distancia cada vez que alguien
se acerca.
Hace unos días encontré una foto de una escuela china que al
abrir sus puertas obligó a los alumnos a portar "sombreros de
distanciamiento social", dispositivos rodeados de varillas de un metro que
impiden el acercamiento entre los compañeros de clase. Algo parecido se le
ocurrió a un zapatero italiano, que antes de que su negocio terminara de hundirse, inventó
un calzado con una punta tan larga que impide cualquier tipo de aproximación.
El distanciamiento social es uno de los desafíos más
complicados de esta pandemia: al principio consistía en reemplazar los besos
por los codazos, pero ahora cualquier contacto físico es pecado. Miramos al
otro con sospecha y contenemos la respiración cuando alguien pasa cerca.
Para los que solemos esquivar el contacto físico, aquello
que al principio parecía un alivio, ahora se convirtió en obsesión. No sólo huímos
del acercamiento, tampoco queremos tocar aquello que otros tocan. En mi caso, llevo
una birome en la cartera por si debo firmar algo para no tomar prestada una
ajena; toco manijas, teclados y puertas con un pañuelo descartable; desinfecto
llaves, documentos y tarjetas de crédito, prodigo sin culpa gestos de total descortesía.
Sin ir más lejos, ayer presté mi teléfono celular al farmacéutico para que
leyera una receta electrónica. Cuando me lo devolvió, lo agarré con un trapo
embebido en alcohol, lo envolví, y lo
tiré en una bolsita como si fuera material radioactivo. No pude distinguir si
la expresión del hombre era de enojo o desconcierto.
Hace unos días, la antropóloga
Rita Segato lanzó esta frase en una entrevista: “Es un gran equívoco pensar que
la distancia física no es una distancia social. Algo interesantísimo que está ocurriendo con
la cuarentena es que comenzamos a sentir la necesidad de la materialidad del
cuerpo del otro, hay muchísima gente para quienes la comunicación no verbal es
esencial.”
Si el infierno es el otro, la distancia social podría ser
una versión del paraíso, pero temo que, como dice Rita Segato, este
distanciamiento nos convierta en personas más solas y con menos recursos para
comunicarnos. Hasta los más ariscos extrañamos los abrazos y las sonrisas que se
esconden detrás de los barbijos. Esperamos el día en el que los zapatos vuelvan
a amoldarse al tamaño de los pies, y que los niños dejen de usar sombreros con
varillas para ir a la escuela.
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